Los ojos tristes del sur de Europa

La mayoría de los arquitectos están «parados». Hemos sembrado muchos proyectos a lo largo de estos últimos tres años que, a la ingenua e insensata espera de su fructificación en un deseable futuro, impiden el cierre de nuestros «estudios».

El caso es que algunos dedicamos esta indesmayable actitud, en el creciente tiempo libre, a dibujar «al carbón» como lo hacíamos en aquella época lejana del ingreso en la Escuela Superior.

He vuelto a disfrutar retratando a mis gentes, mayoritariamente jóvenes, y amigos. Reducidas las facultades y con herramientas y materiales inferiores a los de entonces, me he probado a gusto, recuperado impresiones que estaban, en el ayer cercano, adormecidas y reparado en otras que parecen sugerentes.

1. Que lo más importante para lograr la presencia en el lienzo (o en el papel soporte) del retratado es captar su mirada. No se trata sólo de ser fiel al físico de sus ojos, sus pupilas, sus retinas y su color, sino de plasmar en dos dimensiones, las del lienzo, el sentimiento, vivo y variable, que asoma por ellos.

Un rostro cambia de expresión gracias a la viveza variante de sus rasgos: labios, párpados –sus comisuras y geometrías– y cejas, pliegues y arrugas en sus carrillos, definen parcialmente el humor de nuestro protagonista. Pero lo que califica el acierto o fracaso del «parecido» es la alegría, tristeza, compasión, bondad, enfado, agresividad, etc… que se asoman desde su interior (alma) por sus únicas ventanas lúcidas.

Y ¿quién es capaz de reducir al simple resultado de la evolución –biológica o química (Stephen Hawking)– la manifestación inorgánica del talante espiritual de la vida? El repertorio expresivo de los animales más cercanos al hombre es incomparablemente menor. Y es que el ser humano desde su origen (Adán y Eva tomados en serio) goza de exclusividad en la implantación anímica que le distingue; la mano de Dios, aunque no esté de moda; con la intención evidente de singularizar a nuestra especie.

Tanto los locutores y presentadores como los actores están interpretando cuando actúan; transmiten lo que les dictan. Sólo cuando, desobedientes, imponen sus modos, su estilo, aparecen genuinos. En el cine la cosa queda clara; por mucha experiencia y profesionalidad que atesoren están cumpliendo un oficio, lo que inevitablemente se nota: no son ellos. Salvo si una pareja, en principio codificada, se encandila para ejercer su amor físico a tope –desinhibición hoy aplaudida y aceptada– cabe la afloración real, ocular, no fingida de su pasión; es imposible enmascarar el gesto de un éxtasis orgásmico.

La mayoría de las imágenes humanas que recibimos a través de los medios, cine, televisión, y de las voces, radio, son generadas por quienes ponen la cara o la voz aconsejadas por los asesores o las que a ellos mismos les parecen convenientes. La falsedad se agudiza cuando tales intérpretes quieren aparecer guapos o melodiosos y se hace intolerable si semejantes pretensiones no responden a criterios propios e irrenunciables, sino a las tendencias que hoy se llevan, a las que imitan.

Recientemente se ha puesto de moda entre algunas féminas el derrame quirúrgico de los labios, la triangulación concreta del mentón, la estilización maxilar y mandibular y el montaje hirientemente blanco de una dentadura «a enseñar». Hay programas televisivos en los que se exige la risa continua, a boca abierta, venga o no a cuento. Se trata de que ellas luzcan su artificio.

El rechazo que sentimos los viejos ante prótesis y maquillajes nos refugia en la añoranza. Y seleccionamos las emisoras de radio o televisión presentadas por quienes suenan o aparecen más naturales.

Ya informé a los lectores de mi entrega y afección a los pintores históricos que persiguieron la belleza, la guapura de sus modelos. Hoy quiero subrayar el acierto de algunos que captaron con un pincel el mensaje vivo de sus miradas.

2. Inglaterra, tardíamente incorporada al mundo del Arte del retrato, tuvo en Van Dyck, holandés (XVII), un excelso maestro educador. Lely, Hogarth, Lawrence, Romney y Reynolds idealizaron lo imperfecto y se pueden considerar los creadores, nada menos, del buen gusto con respeto prioritario a la arrogancia en la mirada. Claro que la mayoría de sus personajes eran rubios y de ojos claros, condición que lucía particularmente en nuestras tierras meridionales. Doscientos años de canonización –principalmente masculina– del estilo y vestuario urbano, deportivo y rústico han definido y acotado una época. Hoy la invasión distendida de lo «cutre» insospechadamente acogida por parte de la élite europea, en este caso femenina, ha cerrado tan brillante periodo.

En Italia, pletórica de retratistas estelares desde siempre, resulta imposible seleccionar: hay tantos... Pero quiero subrayar un retrato de Verdi (Boldini, XIX-XX, pintor social y bellista, con facilidad y talento comercial corrupto. Galería de arte moderno, Roma) cuyos ojos frontales exhiben poderosos su fuerza escondida; oigo los agudos de sus arias, sí, los oigo al verle. De ahí que le recuerde.

De España repito nombres que ya señalé: La Noailles de Ignacio Zuloaga y las distintas damas a las que celebró M. Benedito transmiten mucho más de lo que explicitan sus retratos. Goya lo conseguía con inspiración súbita, sin entrar en el detalle: Jovellanos o Meléndez Valdés te «gobiernan» desde su poder recóndito; no posan pasivos; no ven; miran.

Con ansia curiosa esperamos a Antonio López en su retrato a la Familia Real. Es artista que nunca defrauda. Cada uno de sus modelos humanos se convierte en histórico según aparece. Y él, porque busca atento, sabe encontrar. Bueno es tener al alcance tan riguroso examen.

La Europa viva lideraba hasta hace bien poco; hoy, desilusionada, va a remolque.

Esta pretenciosa síntesis que se atreve a juzgar a los maestros me devuelve al principio.

3. En el que me faltaba repasar tras tanta lucubración lo que, desde mi modesto caballete, veía en los ojos de algunos de aquellos que se dejaron dibujar. Los viejos sabemos de lo necesario para iluminar este glorioso paseíllo por la tierra que, por largo que nos lo fíen, no dura ni siquiera cien años. Años que piden, además del objetivo inmediato, un sentido trascendental tal cual nos predicaban las religiones de un antaño inmemorial. Sentido que sólo aflora en la mirada de muy pocos de los jóvenes que me aguantaron. La mayoría transmite escepticismo, codicia erótico-material y prisa, mucha prisa, la que no deja tiempo para rezar. ¿Vieron ustedes contento en los ojos laicos de los que, recientemente, trataron de secar, desde la ignorancia, la savia que sustanció a nuestras patrias? Desde mi pequeñez recuerdo a nuestro continente de iglesias llenas (hoy vacías) capaz de orientar el futuro.

Hoy, Campus-Stellae erige una blasfemia, museo-arquitectónica Eissemaniana, en su ciudadtemplo, meta de un camino que persigue la fe desde el corazón de la Europa que fue. Y no conviene profanar tan milenario destino porque la paz ocular sólo se ve en los pocos que, porque sueñan, creen en una gozosa eternidad merecida junto a La Verdad.

Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto, académico de número real de la Aacademia de Bellas Artes de San Fernando.

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