Los olvidos del porvenir

Esta semana mi hijo mayor tiene examen de Historia sobre las guerras de religión. Al tomarle la lección compruebo que, aunque se ha aprendido todas las fechas y todos los nombres, hay algo en él que le lleva a confundir constantemente a católicos y protestantes. Mientras trato de hacerle comprender las diferencias, me da por pensar en la cara que pondrían aquellos hombres que se mataron por gestos banales y nociones imprecisas al ver de qué modo la historia acabó por mezclar el blanco y el negro en nombre de los cuales se sacaron los colores.

También pienso que los niños del futuro confundirán a nuestros nacionalistas de uno y otro bando, pues el odio, como el amor, nos iguala, y a los melibeos del resentimiento y la venganza les sucede un poco como a “los teólogos” de Borges, que descubrieron tras su muerte que a los ojos de la insondable divinidad formaban una sola persona.

Pero debo concentrarme, pues mi hijo ya va por el asesinato del buen Enrique IV a manos del fanático —¿católico?, ¿protestante?— François Ravaillac. Mientras lo escucho, me acuerdo de que, según Heródoto, los persas ataban a los asesinos al cadáver de sus víctimas con el objetivo de que fuesen sus propios gusanos los que se encargasen de vengarlas. Sean vencedores o vencidos, los que se odian siempre acaban fundidos en un mismo abrazo asesino. “Escoge bien a tu enemigo —decía Nietzsche—, porque acabarás pareciéndote a él”.

Claro que dicho parecido no es físico ni cultural, sino ético. No importa que los bandos de turno se identifiquen con lenguas, razas, religiones o naciones diferentes. Esa forma de entender lo que somos no es más que un sueño de unanimidad basado en una nimiedad. El narcisismo de las diferencias mínimas del que hablaba Freud. No, decididamente no podemos fundar nuestra identidad en unos pocos atributos accidentales, sino en el hecho sustantivo de cómo hemos decidido vivir.

Verum ipsum factum (“la verdad es hacerlo”), decía Gianbattista Vico. Pues también la verdad de nuestra identidad es lo que hacemos. Y lo que hacemos, como nos enseñó Spinoza en su Ética, o aumenta o disminuye la vida. Así que, si los enemigos acaban pareciéndose tanto, es porque sus respectivas existencias se han visto igualmente disminuidas por el hábito compartido de odiarse. Es una semejanza vacía, como la de los agujeros, de la que jamás podrá surgir una verdadera diferencia. El tronco de la identidad es ético, y todo lo demás es irse por las ramas hablando de las raíces.

Bajo esta perspectiva, el tablero de juego de la identidad cambia de forma radical. Defender nuestra identidad ya no puede consistir en odiar a los que consideramos diferentes y amar a los que consideramos semejantes (lo cual suele ir en este orden), sino en promover aquello que beneficia la vida, aun cuando ello parezca ir en detrimento de nuestras diferencias superficiales. Más allá del velo, o la bandera, de las apariencias, “tonto es el que hace tonterías”, como decía la madre de Forrest Gump.

Buscar la amistad de lo diferente, abrirse a nuevas lenguas y culturas, frecuentar perspectivas ajenas, socorrer al que lo necesita realmente y buscar la verdad y la justicia por encima de los propios intereses son las únicas actividades sustantivas de las que puede brotar naturalmente una identidad sólida. Mientras que deformar, evitar o perjudicar al otro, y aceptar la mentira y la injusticia, son actos que la debilitan y la deforman, aun cuando digamos o creamos realizarlos “en defensa propia”. Todos somos aquel personaje de Gombrowicz que suspiraba: “No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman”.

Necesitamos, en fin, una revolución copernicana que cambie nuestra forma de concebir la identidad, que debe dejar de girar alrededor de unos adjetivos excéntricos, para empezar a orbitar en torno a un único centro solar, de corte ético, que a mí me gusta imaginar en términos spinozianos, aunque también podría ser formulado de muchas otras formas. Lo único que importa es que no importa aquello que creemos ser, sino aquello que realmente hacemos. El resto no es más que un largo chal que amaga con enredarse en las ruedas del descapotable de nuestro narcisismo.

En estas cosas pensaba cuando mi hijo acabó de explicarme que, durante el sitio de la ciudad Sancerre, algunos católicos se comieron a algunos protestantes. ¿O fueron algunos protestantes los que se comieron a algunos católicos? No sé. Lo único que sé es que mi hijo acierta al equivocarse. No recordarlo es la mejor manera de recordarlo, porque aunque ellos se creyeron diferentes, en el fondo resultaron ser los mismos. ¿Nos confundirán los hijos del futuro? Sí, si seguimos fundiéndonos en el abrazo de los que forcejean para estrangularse. No, si construimos nuestra identidad sobre el esfuerzo ético de oponer la veracidad, la amistad y la justicia a la mentira, al odio y al egoísmo. Para mí, ese es el único examen de historia que nos interesa no suspender.

Bernat Castany Prado es filósofo y profesor en la Universidad de Barcelona.

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