Los orígenes del arte moderno

Hay cuestiones peregrinas sobre las que, en principio, resulta más sensato no entrar. A no ser que, reiterada y machaconamente, se presenten a la opinión pública con intención, las más de las veces, de confundirla.

Es acerca de una de estos temas sobre el que quiero hoy reflexionar. Se trata de la cuestión de los orígenes del arte moderno, que estos días vuelve a plantearse con ocasión de la adquisición por el museo del Prado de un cuadro, fechado hacia 1923, de Maria Blanchard.

Es sabido que en 1995 se promulgó un Real Decreto, que continúa vigente, delimitando cronológicamente el reparto de las colecciones nacionales de obras de arte entre el Museo del Prado y el Museo Reina Sofía. Como año de separación se estableció el de 1881, fecha del nacimiento de Pablo Picasso. Cuando en 2016 se retomó la cuestión volvió a incidirse sobre la cuestión. He aquí lo que se puede leer al respecto en la pagina web del Ministerio de Cultura, que informaba entonces de esta manera: «El propio Real Decreto (de 1995)... establece como excepciones al criterio anterior (la fecha de 1881 como mencionado parteaguas entre tradición y modernidad) las obras de 31 autores (Anglada Camarasa, Nonell, Darío de Regoyos, Zuloaga, etc…) que, aunque nacidos antes de 1881, participaban de la modernidad, por lo que son asignados al Museo Reina Sofía. Todos ellos son pintores y escultores representativos de las corrientes artísticas que ya habían coexistido con el impresionismo, que tuvieron relación con las tendencias postimpresionistas y con los movimientos intelectuales que arrancan de 1898; de esta forma, el Museo del Prado terminaría su discurso con la renovación del paisaje y naturalismo de finales del siglo XIX, representada en obras de Beruete, Pinazo y Sorolla».

La cuestión ya se había planteado en el lejano 1895, concretamente en el decreto de creación del nuevo Museo de Arte Moderno con obras que, hasta el momento, habían estado en el Prado. En esta disposición se decía que en el nuevo museo se reunirían «las obras más importantes de pintores y escultores que sean propiedad del Estado ejecutadas por artistas españoles... cuyo último y excepcional florecimiento personifica D. Francisco de Goya», excluyendo a este del nuevo instituto y considerándolo como colofón del Prado. Así nació el Museo de Arte Moderno, parte de cuyos fondos volverían de nuevo a su lugar de origen, tras un azaroso viaje a lo largo del siglo XIX, para instalarse, entre 1971 y 1997, en el Casón del Buen Retiro.

Tras la decisión de la comisión de 2016, todo parecía quedar claro. Claro... hasta hace unos días con la inesperada aparición en el escenario de la mencionada pintura de María Blanchard con destino al museo del Prado. El tema ha vuelto a reabrir la manida discusión sobre los límites entre estas dos instituciones (Prado y Reina Sofía). Pero no es esto lo que aquí queremos tratar, pues se trata de algo ya resuelto por el Real decreto de 1995 y las conclusiones de la comisión sexpartita de 2016 en la que participaron con dos representantes cada uno, el Museo del Prado, el Reina Sofía y el Ministerio de Cultura.

Lo prodigioso de los últimos acontecimientos, y lo que me llama la atención no solo como miembro de la comisión que ayudó a elaborar el Real Decreto de 1995, como director del museo del Prado entre 1996 y 2001 y, sobre todo, como catedrático de Historia del Arte, es que, de manera milagrosa, parece haberse resuelto, y con gran precisión, el arduo tema del origen del arte moderno. Algo que, al parecer, tuvo lugar en algún momento, todavía sin determinar, entre el 6 de marzo de 1881, fecha del nacimiento en Santander de María Blanchard y el 25 de octubre de este mismo año, cuando en Málaga nació Pablo Ruiz Picasso.

Tan peregrina afirmación se deduce de la citada adscripción de una obra de Blanchard, pintora, hasta el momento, expuesta, en lo que atañe a las colecciones nacionales, en el Reina Sofía, a las colecciones del museo Prado. La artista, no pertenecería, por tanto, a las tendencias que ‘participaban de la modernidad’, tal como se explica en el decreto, algo que extraña a cualquiera que observe tanto sus magníficas aportaciones al cubismo como sus inquietantes retratos posteriores. Por el contrario, ahora se adscribe, al menos la pintura en cuestión, a las corrientes, más tradicionales, conservadas en el Prado y que, hasta hoy, terminaban con los nombres de Beruete, Pinazo o Sorolla, mencionados más arriba. Al nacer unos meses antes que Picasso, en ese, al parecer, ‘annus mirabalis’ de la modernidad que fue 1881, la de Santander alcanza los honores del Prado, mientas que el de Málaga, por esa misma razón, señorea en el Reina. Pero, nos preguntamos con ingenuidad, si Picasso es honra de estas últimas colecciones como uno de los adalides de la modernidad, ¿qué sentido tiene colgar una pintura de Blanchard, cuya notable aportación a esta última deriva, sobre todo, de su uso de la vanguardia cubista inventada por Picasso, Gris o Braque? ¿Qué coherencia posee esta decisión cuando no hace muchos años el Prado depositó en el Reina Sofía una obra capital de Picasso como el Guernica y las magníficas obras de este último o de Juan Gris procedentes del Legado Cooper?

El tema de los orígenes de lo contemporáneo ya fue abordado en otras ocasiones, además de en las ya citadas, me refiero ahora concretamente al año 2009, por los responsables de ambas pinacotecacas. Se decidió entonces, muy baudelerianamente, que los comienzos de lo moderno se situaban en Francisco de Goya, sobre todo en su obra gráfica.

Pero el asunto da para mucho. Las ‘Venus’ paleolíticas de Lespugue o Willendorf, la ‘Eva’ de Autun (1130-1150), la ‘Gran Odalisca’ de Ingres (1814), la ‘Olimpia’ de Manet (1863), las ‘Señoritas de Avinyó’ de Picasso (1907) o ‘La novia desnudada por sus solteros, incluso’ (1917/1923) de Rrose Selavy, perdón, Marcel Duchamp, han sido a menudo consideradas obras que merecen tal honor fundacional. Y sólo traigo a colación las que presentan imágenes de mujeres. También podemos recurrir a las sugerentes propuestas de André Malraux en su ‘Museo imaginario’ de 1947.

Bromas aparte, no discutamos, por favor, sobre el sexo de los ángeles. Si el estatus del arte contemporáneo, sus relaciones con el moderno e, incluso, sus guiños al pasado más remoto o a civilizaciones ajenas a la occidental, constituye un tema rico y apasionante de discusión, no nos entretengamos en dilucidar sobre el año, el mes y el día de su nacimiento. Y, sobre todo, no juguemos con las imprecisiones (relativas) del Real Decreto de 1995, que en su artículo 2 dice: «Se asignan al Museo Nacional del Prado las obras de artistas nacidos antes del año 1881», naturalmente tendiendo en cuenta las excepciones que se recogen. En su exposición de motivos, muy razonablemente, manifiesta que «se ha optado por establecer como hito determinante de la asignación de obras a uno u otro museo la fecha del nacimiento de Pablo Picasso, cuya obra, por su reconocida genialidad y su trascendencia más allá de lo puramente estético, pueda servir para determinar el antes y después de la evolución artística en los dos últimos siglos».

En 1881 no nació, ni dejó de nacer, el arte moderno. No se trata tan solo de respetar las normas, sino de no conculcar las exigencias del sentido común y la sensatez sino, más bien, de trabajar, como hacen habitualmente nuestros museos, en los grandes problemas que la situación actual impone a ellos mismos y a la cultura.

Fernando Checa fue director del Museo Nacional del Prado entre 1996 y 2001.

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