Los otros 1989

Veinte años después de la caída del muro de Berlín y del comunismo en Europa del Este, los comentarios internacionales han prestado especial atención a lo que estos acontecimientos significaron para la difusión de la democracia y la caída de regímenes autoritarios inspirados en el modelo de la URSS. Tal atención resulta merecida: 1989 no señaló únicamente la caída de una docena de partidos comunistas gobernantes y el comienzo del desmoronamiento de la URSS dos años después, sino también un cambio ideológico mundial a gran escala. El fin del comunismo europeo señaló el término no sólo de la guerra fría, sino también del permanente y radical desafío al capitalismo liberal occidental que constituyó una fuerza con presencia en los asuntos internacionales desde la Revolución Francesa.

El acontecimiento señaló, asimismo, un importante desafío en el seno de las relaciones internacionales en una escala más regional y nacional, ya que determinadas salidas o soluciones hasta entonces inextricables (alumbradas o, al menos, acentuadas por la guerra fría) desembocaron en algún tipo de desenlace: en Camboya y Timor, Sudáfrica, Namibia y Angola, Irán e Iraq, El Salvador y Guatemala - para citar sólo algunos lugares-el nuevo pensamiento de Gorbachov, junto con una nueva disposición de Estados Unidos al logro de acuerdos, condujo a iniciativas de paz. Sin embargo, mientras el mundo conmemora el democrático acontecimiento, propio del este y centro de Europa, de 1989, es importante recordar otras transiciones que se derivaron, de forma tan inexorable como en el caso de la caída del muro de Berlín, del desmoronamiento de la potencia soviética. Tres de ellas merecen atención no sólo porque nos obligan a reconocer otras consecuencias de la retirada soviética, sino porque las consecuencias de los acontecimientos en cuestión nos siguen acompañado en gran medida en la actualidad.

El primero de tales procesos fue la crisis del poder estatal en países multiculturales ex soviéticos. La caída de la autoridad central llevó a cuatro países al borde de la quiebra del Estado y, en tres de los cuatro casos, a una guerra sanguinaria. Los cuatro países eran Checoslovaquia, la URSS, Yugoslavia y Etiopía. En el caso checo, el divorcio entre la República Checa y Eslovaquia en 1993 tuvo lugar sin que se disparara un solo tiro. En los otros tres casos se impuso un curso muy distinto de acontecimientos.

En la URSS, el desmoronamiento de 1991 no obedeció principalmente a una revuelta nacionalista o a un abierto y violento desafío al Estado comunista, aunque las consecuencias de la independencia, sin embargo, no fueron tampoco tan beneficiosas... En el caso armenio-azerbaiyano, la independencia de ambos a finales de 1991 condujo a una guerra sangrienta que se prolongó hasta 1994, mató a miles de personas y desplazó hasta 200.000 refugiados, la mayoría azeríes. En otras partes, en Asia Central, estallaron nuevas guerras entre regiones y clanes, sobre todo en Tayikistán, donde la guerra civil tardó varios años en poder ser controlada.

En los otros dos casos, las consecuencias de la guerra fueron incluso peores. En la antigua Yugoslavia, un Estado multiétnico formado tras la primera guerra mundial y reconstituido por Tito en 1945, un puñado de políticos nacionalistas miopes y despiadados - el principal, Slobodan Milosevic, de Serbia, pero con la plausible complicidad de sus homólogos croata y bosnio-llevó al país a una guerra de tres años con cientos de miles de muertos.

A menudo olvidado, pero el más sangriento, fue el caso de Etiopía. Aquí había habido guerra durante treinta años entre el gobierno central de Adís Abeba y las guerrillas de Eritrea, una ex colonia que se anexionó Etiopía con la connivencia de las Naciones Unidas en 1952. Las guerrillas eritreas, sobre factores históricos basados en la voluntad popular y el esfuerzo por su causa, se habían llenado de razón a la hora de aspirar a la independencia. Y, cuando un antiguo aliado de la URSS, el coronel Mengistu, cayó en 1991, el nuevo régimen etíope, nacido de un movimiento guerrillero que los eritreos habían apoyado, concedió la independencia.

Sin embargo, los hábitos militaristas y chovinistas de los años de lucha alimentados en ambas partes no desaparecieron: en 1998, tras una riña por tierras fronterizas sin valor, ambos estados se sumieron en una guerra fronteriza en la que se calcula que murieron cien mil personas. Actualmente el problema sigue sin resolverse y es potencialmente explosivo. Eritrea, que ya ha padecido más de lo que le correspondía, es el país con mayor movilización militar de la población del mundo.

La segunda consecuencia importante de la caída del comunismo - disfrazada de retórica sobre el triunfo de la democracia-fue la transformación de antiguos partidos comunistas en nuevas élites gobernantes. Si se puede decir ahora que el modelo augurado en Berlín abarca una docena de países europeos (incluidos los tres bálticos), cabe añadir que este último modelo autoritario transformado - en el que el viejo liderazgo del partido se ha aferrado al poder-duplica holgadamente esta cifra, no sólo en doce de las quince repúblicas ex soviéticas (con Rusia como modelo principal), sino también en el este de Asia (China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya), en Cuba y en países ex prosoviéticos (según la terminología comunista, de orientación socialista)en todo el mundo.

En los países comunistas y de orientación socialista cabe detectar señales de la vieja retórica radical (casos de Corea del Norte, Cuba, Siria, Libia, Argelia o Nicaragua, a los que se ha sumado Venezuela), mientras que en otros (Birmania, Angola) no se mantiene tal pretensión. No obstante, comparten el elemento de una transición que guarda escasa relación con el cambio democrático asociado al europeo de 1989. Ha existido, efectivamente, una transición, pero hacia un sistema político basado en la corrupción y la malversación; en realidad, una cleptocracia.

Lo más grave e inquietante ha sido la tercera consecuencia de 1989 y de la desaparición de la URSS: esto es, la caída del poder del Estado y el advenimiento de diversas formas de violencia y anarquía en países del centro y oeste de Asia y del noroeste y oeste de Áfricadonde la guerra fría (y un régimen socialista autoritario) había preservado cierto grado de orden.

El foco de atención de la política occidental hacia el terrorismo islamista y las subsiguientes guerras en Afganistán e Iraq han inclinado a muchos a fijar las fechas de estas crisis interrelacionadas a partir del 11-S del 2001. Sin embargo, la crisis del poder del Estado y la propagación de la violencia islamista regional y tribal a través de este cinturón estratégico se remontan a mucho antes.

Esta caída del poder del Estado se halla estrechamente vinculada a la desaparición de la influencia soviética y a la caída de sistemas y regímenes autoritarios (eficaces a su manera) que Moscú había respaldado. Este factor es de aplicación en el caso de Afganistán, como también a la zona sur de Yemen y Somalia.

Este proceso de deterioro halla idéntica imagen en la parte occidental del continente africano, donde el Estado de Guinea-Bissau, la patria de Amílcar Cabral y en los años setenta uno de los ejemplos más destacados del socialismo africano,es actualmente un importante lugar de paso de droga de Latinoamérica en dirección a Europa.

Pero no se debe pasar por alto otro ejemplo de antiguo país autoritario, Iraq. El choque con Estados Unidos fue una consecuencia de los acontecimientos sucedidos al final de la guerra fría: Sadam Husein estimó, a raíz de la caída del comunismo en Europa en 1989, que recibiría presiones para llevar a cabo reformas y, a fin de afianzar su posición, invadió Kuwait pocos meses después, en agosto de 1991.

La aparición de un abanico de países violentos y a menudo anárquicos se debe incluir entre las consecuencias del desmoronamiento del poder soviético. No es, precisamente, un alegre panorama.

Fred Halliday, investigador de la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats y en el IBEI. Autor de Revolución y política mundial: auge y caída de la sexta potencia mundial (Palgrave/ Macmillan). Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa.