Los otros chinos

Los gravísimos sucesos ocurridos en Xinjiang han puesto de nuevo el dedo en la llaga de la política de nacionalidades del Gobierno y del Partido Comunista de China (PCCh). Hasta cuatro grandes tópicos, que se vienen reiterando hasta la saciedad, podemos observar en la lectura e interpretación oficial de los hechos.

En primer lugar, la expresión de una alucinada sorpresa ante una violencia inexplicable que no obedece a planteamiento racional alguno ya que el conjunto de las nacionalidades minoritarias no sólo disfrutan de iguales derechos a los hanes sino que, además, disponen de mejoras singulares ya nos refiramos al acceso a la educación, representatividad política, o natalidad, por citar algunos ejemplos. ¿De qué se quejan?, puede uno escuchar en China con inusitada facilidad ante crisis como las vividas recientemente en Xingjiang o en Tíbet.

En segundo lugar, la religión es una constante que ejerce una función de coraza incordiante que al PCCh le cuesta franquear. Pese a los intentos de domesticación institucional, lo cierto es que tras esa llamativa parafernalia intervencionista en las cuestiones de fe, las conciencias de los individuos permanecen relativamente libres e inmunes a los intentos no ya de sucumbir al ateísmo, que no es el caso, sino de resistir ese dejarse llevar por los deseos oficiales de folclorizar las actitudes religiosas e incluso convertirlas en un simulacro adaptado a los requerimientos y gustos, a veces un tanto papanatas, todo hay que decirlo, del turismo occidental.

En tercer lugar, el factor exterior, obviamente irrenunciable, un viejo tic que hunde sus raíces no ya en el bagaje autoritario al uso sino en el imaginario ancestral chino cuando lo extranjero era sinónimo de bárbaro. Hoy día es un argumento indispensable para facilitar la cohesión nacional. Esa confabulación perversa (en este caso promovida por el Congreso Mundial Uigur) no pretendería otra cosa que sacrificar la convivencia armónica de las nacionalidades chinas en aras de impedir el objetivo de completar cabalmente la emergencia del gigante asiático, cuidándose de elegir para ello fechas cargadas de especial significación y simbolismo, como es el caso ahora de la próxima celebración del sexagésimo aniversario de la fundación de la República Popular China.

En cuarto lugar, los hanes, la nacionalidad mayoritaria (92% de la población), son las víctimas de la irracionalidad y de la ira y no los adalides de la negación. No es el Gobierno, ni el Ejército, ni la Policía quienes reprimen, sino que estos exhiben una meticulosidad preventiva tal que raya incluso en la irresponsabilidad frente al deber de protección de ciudadanos inocentes que sufren las espeluznantesconsecuencias de una deliberada y escrupulosa inhibición. La violencia irracional y desmedida surge contra una colectividad (en unas décadas los han pasado del 6% al 40% de la población en Xinjiang) que no persigue otra cosa que contribuir con su actividad al desarrollo de unas comunidades consideradas "pobres y atrasadas".

A estas cuatro consideraciones debemos añadir una doble reacción complementaria: criminalización y propaganda.

Lejos de activar un proceso que a la par sugiera alguna forma de autocrítica constructiva y con visión de futuro, la advertencia acusatoria de que todo el peso de la ley caerá sobre los alborotadores y la multiplicación de informaciones en los medios chinos que combinan las excelencias de la transformación experimentada en las zonas de conflicto en todos los ámbitos junto a la mayor visibilización de otras tragedias -como las también graves inundaciones registradas estos días en el sur de China-, cierran el círculo y contribuyen a inmunizar cualquier hipótesis de solidaridad o comprensión mal entendida con unas demandas supuestamente planteadas fuera de tiempo y de lugar.

Pero el problema de fondo sigue radicando en el modelo político. Las autoridades hanes de cualquier localidad china pueden hacer casi cuanto les venga en gana sin grandes temores y escurrir el bulto cuando las autoridades investigan la conformidad o no de sus actuaciones con las políticas centrales. Su autonomía efectiva admite poca discusión. No obstante, las autonomías formales y reconocidas, como en Xinjiang o Tíbet, carecen del más elemental soporte de certeza. Para un partido que se organiza conforme al centralismo democrático resulta en extremo complicado creer en la descentralización y potenciarla como mecanismo modernizador y, más aún, que pueda desprenderse de esa percepción en la acción estatal cuando Estado y Partido son en China como la cara y cruz de una misma moneda.

La otra cuestión que subyace en la naturaleza de estas tensiones y que bien pudiera ganar actualidad en el inmediato futuro es si el cambio en curso en el modelo económico supondrá, como ocurrió en la Unión Soviética, la exacerbación de las tendencias centrípetas hasta el punto de hacer estallar el Imperio.

Que la dimensión del problema nacional en China sea más periférica y muy circunscrita a una serie de casos que se cuentan con los dedos de una mano (tibetanos, uigures, hui, kazakos, sobre todo), no significa que pueda ignorarse o despreciarse en la agenda política.

Las 55 nacionalidades minoritarias están presentes en el 65% del territorio chino, en torno a las zonas fronterizas y en áreas, aunque escasamente desarrolladas, en muchos casos con recursos naturales significativos. Xinjiang es hoy la mayor reserva de hidrocarburos de China.

En los últimos 30 años, Beijing ha dado múltiples muestras de ingenio y flexibilidad en el campo de la economía. Hoy día, los dirigentes chinos hablan cada vez más de una democracia adaptada a sus peculiaridades, esforzándose por superar el inmovilismo que ha caracterizado su agenda en este ámbito. En el plano político-territorial ha encontrado soluciones para digerir Hong Kong y Macao sin grandes estridencias y una generosidad crecientemente flexible aflora en relación con Taiwan. ¿Y los otros? Simplemente, no.

Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China.