Los paisajes de la pandemia

El coronavirus ha dibujado en casi todos los países paisajes tristes: la muerte multiplicándose en residencias y hospitales; los entierros solitarios, barojianos; las familias recluidas, desmembradas; las calles temerosas, vacías. La melancolía de los nuevos paisajes, la melancolía que sombrea nuestras caras estas últimas semanas, ¿impregnará para siempre nuestras almas?

En La voluntad, escribe Azorín: “Ver el adusto y duro panorama de los cigarrales de Toledo es ver y comprender los retorcidos y angustiados personajes del Greco; como ver los maciegales de Ávila es comprender el ardoroso desfogue lírico de la gran santa”.

Y en Castilla, Azorín afirma que dicha región es pobre y solitaria porque no puede ver el mar. Al final del libro, reflexiona sobre quién pudo ser el autor del Poema del Cid: “Un poeta del centro de Castilla, un poeta mezclado a las cosas y lances de la tierra. Un hondo sabor a terrazgo se desprende de esos nobles y rudos versos”.

En el prólogo a la primera edición de En torno al casticismo, Unamuno relaciona a los conquistadores con los paisajes donde se criaron: “Los más de ellos eran, como Hernán Cortés y Pizarro, de tierras de dehesas y de montañeras, y no de las pingües y mollares huertas; eran pastores y no huertanos”. Unamuno anduvo, entre otras, Por tierras de Portugal y de España, sintiendo “la hermandad con los árboles, con las rocas, con los ríos”. En Galicia, las mujeres le parecieron idénticas a los paisajes: “De carnación muy fraguada, bien tapados los huesos, redundantes, como las que pintó Rubens, con tupida fronda de cabellera, con ojos a que asoma la melancolía secular de un pueblo antiguo”.

Decía Umbral que Miguel Delibes había “desnoventayochizado Castilla”. El propio Delibes reconocía que su pupila, “acomodada ya desde origen, no se ha dejado deslumbrar por los cielos altos y los horizontes lejanos de mi región”, sino que había “descendido al hombre para describir su marginación”.

Sin embargo, en Castilla, lo castellano y los castellanos don Miguel sí describe la influencia del paisaje en el carácter: “Su impotencia frente al cielo, la conciencia de su insignificancia en un paisaje infinito, acentúan la religiosidad del castellano […]. El castellano es seco, como su tierra”. (En la poesía “ascética” de Jorge Guillén, veía Delibes “la aridez de Castilla”; en la “sonora” de Neruda, “la topografía frondosa del sur de Chile”).

Por primera vez desde hacía décadas, los españoles veíamos limitada nuestra libertad de forma abrupta

Cuando viajé al País Vasco no pude evitar relacionar tantos pueblos escondidos entre valles, tantos pueblos rodeados de bosques de abetos y altas montañas, con el yugo nacionalista (en la pared de una de aquellas montañas vi un gran mural con el rostro de un etarra).

Poco después leí Mi hijo era de ETA, de Goñi Tirapu, que fue gobernador civil de Guipúzcoa: “Cuántas veces me digo que, de haber sabido lo que se nos venía encima, no habrías nacido en Guipúzcoa, que hubiera hecho lo imposible por alejarte de aquel ambiente envenenado”.

En toda Holanda solo hay una montaña de apenas quinientos metros. ¿Cómo influye esto en el carácter de sus habitantes? Sándor Márai se preguntaba por qué los franceses han desarrollado una literatura destacada y los holandeses no; y por qué, sin embargo, han florecido las bellas artes en los Países Bajos y no en los escandinavos.

Procedentes de Holanda, en la época de Cervantes llegaron los molinos de viento a España. ¿Cómo influyó en el carácter de don Quijote ese nuevo elemento de nuestro paisaje? ¿Acentuó su locura hasta el punto de hacer que viese gigantes?

En el retrato que hace Madariaga de Catalina de Aragón, observa que pasó “de los cielos claros de Granada a las brumas del Támesis”. ¿Cómo influyó este hecho en el triste destino de la hija de los Reyes Católicos?

El coronavirus ha colmado balcones, ventanas y jaboneras, vaciando estadios, toboganes y abrazos. Las primeras semanas el frío y la lluvia se unieron al virus contra la esperanza. A través de los cristales, a fuerza de observar, descubríamos en el cielo y en los árboles tonalidades inesperadas. La disminución de embarcaciones hacía que cientos de delfines se acercaran a las costas de mi provincia. El confinamiento atenuaba la contaminación, pero aumentaba la melancolía: por primera vez desde hacía décadas, los españoles veíamos limitada nuestra libertad de forma abrupta; y, como otras veces, recurrimos al humor.

A pesar de que Sánchez insista en las metáforas de guerra, nuestra España no es como la bélica

El periodista Tachín, que vivió en Madrid durante la Guerra Civil, contaría aquella experiencia en El humor en el Madrid rojo: como la prenda popular de moda era la boina, los vascos daban clase de “boinismo” a los madrileños novatos; había quien partía un chusco, untaba aceite y pimentón, apretaba los dos pedazos y se los comía pensando que tenía un bocadillo de chorizo entre las manos; como nombrar a los santos podía ser peligroso, una señora le dijo al cobrador de un tranvía que parase en la calle del “compañero Mateo”.

A pesar de que Sánchez insista en las metáforas de guerra, nuestra España no es como la bélica, salvo que dependía entonces de los vascos para llevar bien la boina y ahora depende de ellos para llevar bien los estados de alarma y los Presupuestos.

Aquellos días de odios, el filósofo Emilio Lledó era un niño. Durante las alarmas aéreas, los maestros republicanos mandaban a los alumnos a las eras próximas. Así lo recuerda en Los libros y la libertad: “Pensaban, con razón, que en los surcos del arado, entre los que nos acurrucábamos mientras duraba la alarma, estábamos más seguros. Fue, para toda una generación infantil, el descubrimiento conjunto de las bombas y los libros”.

Hoy, don Emilio tiene 92 años: durante la crisis del coronavirus ha releído a Homero, Galdós y Cervantes. (Recorriendo la Mancha, gozando de la austeridad de sus paisajes, el cielo infinito, la llanura inmutable, comprendió Azorín el espíritu libre y quimérico de don Quijote.) Desde una ventana de su apartamento madrileño, Lledó ve las hojas de los árboles.

A finales de marzo, al preguntarle El País por la situación de irrealidad provocada por el virus, respondía: “He percibido el olor de la muerte; eso lo he vivido yo, era la guerra, y sabíamos lo que había que hacer, ¿pero esto, qué es esto, dónde está aquí la violencia, qué es esta tranquilidad silenciosa que nos amenaza, ese peligro que no se oye, dónde está ese virus inodoro, incoloro e insípido?”.

Volveremos a ser los de antes: el miedo a una muerte inminente se alejará de las costas, igual que los delfines

Estos días de irrealidad, nuestro Gobierno —nacido para la propaganda, se ha estrellado contra la urgencia de gestionar una pandemia— ha intentado borrar el negro del paisaje español, por eso el PSOE pidió a sus alcaldes que los municipios no mostrasen duelo por las víctimas; por eso el alcalde de Valladolid abrió expediente a la Policía Municipal, que había puesto las banderas de las comisarías a media asta; por eso Sánchez tardó más de dos meses en llevar una corbata negra y anunciar luto oficial.

¿Qué paisajes nos esperan tras la pandemia? ¿Volveremos a ser los de antes o aprenderemos alguna lección? Remontando el Orinoco, Alejo Carpentier descubrió “el maridaje del siglo XX con el hombre del Neolítico”. Y en El Cairo, en el río Nilo, Álvaro Mutis vio paisajes idénticos a los que se encuentran en los bajorrelieves del antiguo Egipto.

En esencia, el ser humano sigue siendo el mismo. Cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, parecía que “El espíritu de Ermua” arrinconaría por fin a los terroristas y a sus cómplices. Más de veinte años después, aunque no han pedido perdón ni se arrepienten de nada, han sido legalizados y el Gobierno ha pactado con ellos la derogación de la reforma laboral.

Quizá la prosa de esta tribuna haya surgido árida. Cuando en nuestros asfaltos y en nuestros cielos desaparezca el coronavirus, puede que, durante un breve periodo de tiempo, valoremos más las pequeñas cosas, como la importancia que tiene la libertad, primera lección que se aprende leyendo el Quijote; puede que mejoremos algunos servicios públicos si el hundimiento económico lo permite; puede que aún sombree nuestra mirada la melancolía.

Luego, volveremos a ser los de antes, con nuestros egoísmos y bondades: el miedo a una muerte inminente se alejará de las costas, igual que los delfines; viviremos olvidando la importancia de ser libres, incluso votando al Gobierno que nos manipuló delante de miles de muertos.

José Blasco del Álamo es escritor y periodista.

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