Los palos del sombrajo

No nos dejarán vivir. Porque no podremos disfrutar de los alimentos y bebidas que conforman nuestra cultura, ni del arte que hemos ido creando a lo largo de generaciones, ni podremos mantener nuestra fe unos y su agnosticismo o puro ateísmo otros. Ni, como resumen de todo eso, podremos ser libres. Seremos esclavos de una nueva tiranía que ya no puede decirnos con más claridad que nos ha declarado la guerra. Y que pretende someternos a todos. Quiere que su interpretación del islam sea de aplicación universal. A ver si de una vez se nos caen los palos del sombrajo y nos enteramos de la que nos asola. Por eso, cuando el presidente Obama respondía el viernes por la noche a los ataques de Paría evocando los «valores universales», él mismo era víctima de su habitual corrección política. Porque los valores universales son sólo, me temo, valores occidentales. Sin duda unos valores que podemos y debemos intentar exportar. Pero cuando te matan por defenderlos debe de ser porque hay quien no los considera ni tan valores, ni tan universales. Más bien los cree un motivo para asesinar.

Los palos del sombrajoEl buenismo, tan extendido, nos contará ahora lo de que como Francia está bombardeando Siria es normal que los terroristas del Daesh hayan perpetrado la matanza de París. Pues no. La relación causa efecto para los atentados de los islamistas en Occidente y en otras partes del mundo viene de mucho más atrás, incluso, que la guerra de Irak de 2003. Porque pasando por el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, el 7 de agosto de 1998 con los atentados a las embajadas norteamericanas en Nairobi y Dar-es-Salaam o el 12 de abril de 1985 cuando la Yihad Islámica voló el restaurante El Descanso en Torrejón de Ardoz matando a 18 personas, esta guerra contra Occidente se prolonga desde hace ya varias décadas. Y, cada vez más, tenemos la impresión de estar perdiéndola. Para quien lo dude, lea con detenimiento el comunicado de los asesinos del Daesh que ayer reivindicaron la barbarie de París proclamando, llenos de orgullo, que «no viviréis en paz» ni para ir al mercado. Porque su amenaza no es contra los franceses ni contra los españoles. Es contra todo Occidente al que califica de «cruzado». La justificación de este islamismo criminal se origina en la noche de los tiempos, mucho antes de que los valores que queremos creer universales se hubieran empezado a difundir por el mundo. Y creen que la legitimidad de su sectarismo es muy anterior. Aproximadamente de tiempos de Ricardo Corazón de León. Que, en ayuda del necesitado, aclararé que no fue un dibujo animado.

Con su lógica, es normal que hayan atacado una discoteca parisina en la que cabe una multitud de personas. Es un objetivo obvio y ya nos habían advertido de que ese tipo de sitios está en su punto de mira. ¿No asesinaron en una discoteca en Bali porque la gente bailaba y bebía cerveza allí? Pues en la discoteca Bataclan había mucha más gente, más baile y más alcohol. Y el Daesh se ha apresurado a definirlo como una «fiesta de la perversión». Y ¿qué autoridad tienen esos seres para decidir qué baile o qué bebida es perversión? La que ellos mismos se han arrogado.

Francia está librando en Siria una batalla en nombre de Occidente. La mayor crisis que vivimos en estos tiempos son los cientos de miles de refugiados que están llegando a Europa huyendo de diferentes islamistas. Sí. Algunos huyen del hambre y las condiciones autóctonas de penuria. Pero esas son tan antiguas como la condición humana. La barbarie del islamismo es más contemporánea. Una atrocidad que nos envía esas mareas humanas e infiltra entre ellas asesinos, como ayer supimos de alguno de los terroristas de París, llegado a Grecia procedente de Siria. Quienes piden hacer algo para frenar esta marea, quienes lloran viendo a los niños ahogados en las playas, quienes cierran los ojos ante las imágenes de las mujeres embarazadas flotando sin vida en medio del Mediterráneo, tienen que saber que ésta es la única alternativa: o plantamos cara a quien ha desatado el éxodo y lo confrontamos en su terreno, arriesgándonos a que asesine aquí a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nosotros mismos o los cientos de miles de refugiados serán millones y dejaremos al Daesh y adláteres un territorio rico a su disposición para seguir conquistando a Occidente desde allí.

Cada día que pasa damos un paso atrás. Nos quedamos muy contentos cuando un viernes por la mañana nos cuentan que hemos matado con un dron a Jihadi John y que nuestros aliados kurdos han tomado al Daesh la localidad iraquí de Sinjar. Y no negaré que imaginar a Jihadi John casi desintegrado me produce un placer obsceno. Pero ¿qué es eso si antes de que acabe el día se ha producido una matanza como la de París?

Uno de los grandes logros de la Unión Europea puede acabar convirtiéndose en uno de sus mayores lastres. Setenta años de paz nos han hecho acostumbrarnos tanto a este estado de cosas que ya somos incapaces de asumir que en ciertas ocasiones, para mantener la paz hay que librar primero una guerra. Y las guerras se pueden plantear tomando la iniciativa o respondiendo a una agresión. En el caso que nos ocupa ya no hay duda que sólo nos queda la segunda opción.

Son muchos los que siguen hablando de que el islam es una religión de paz. Yo sólo sé que llevamos demasiados años oyendo asesinar en su nombre. Y sí, hay condenas testimoniales, pero no vemos a la umma islámica levantarse en armas, perseguir y encarcelar o condenar a los que entre los suyos practican crímenes como los del Daesh. Los que ejecuta en Occidente o los que perpetra en Siria e Irak con sospechosas ayudas de sus hermanos en la fe en esa región, que nunca se aprestan a recibir a los que huyen del terrorismo islámico. Quizá porque no lo consideran tan malo. Desde hace décadas está en auge en el Occidente cristiano enfrentar estos radicalismos hablando de tolerancia. Por ello, en estas horas de dolor por lo sucedido en Francia me vienen a la mente las palabras de Sosthène, el duque de Plessis-Vaudreil, que protagoniza la magistral novela de Jean d’Ormesson «Por capricho de Dios». Y es que cuando le hablan de tolerancia, el viejo Sosthène responde furioso, al borde de perder la compostura: «¿Tolerancia? ¡Hay casas para eso!»

Ramón Pérez-Maura, escritor.

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