Los peligros de la crisis de la centroderecha en Europa

os dos candidatos a la presidencia del Partido Popular (PP) de España, Pablo Casado y Soraya Sáenz de Santamaría, en el Parlamento en Madrid, el 20 de junio de 2018. Credit Javier Lizón, vía Epa-Efe, vía Rex, vía Shutterstock
os dos candidatos a la presidencia del Partido Popular (PP) de España, Pablo Casado y Soraya Sáenz de Santamaría, en el Parlamento en Madrid, el 20 de junio de 2018. Credit Javier Lizón, vía Epa-Efe, vía Rex, vía Shutterstock

La socialdemocracia no es la única fuerza política que vive una crisis en Europa. La centroderecha, o democracia cristiana, el otro movimiento decisivo en la construcción de la Europa de posguerra, también pasa por un momento difícil.

Quizá socialdemócratas y liberales sientan la tentación de complacerse ante la caída de los conservadores. Es comprensible que la debilidad de los viejos rivales produzca cierta alegría. Pero es un consuelo muy frágil: detrás del colapso de la centroderecha a menudo hay un abismo que facilita el surgimiento de políticas basadas en la identidad y la exclusión.

En España, el Partido Popular (PP), que, junto al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ha sido la fuerza política más importante desde la transición, y que ha aglutinado a votantes que van desde la centroderecha a la derecha extrema, también está en crisis. Perdió el gobierno, por una moción de censura impulsada por un caso grave de corrupción, y a su líder, después de que dimitiera Mariano Rajoy.

Este fin de semana el partido elige a un nuevo presidente y la disputa está entre dos alternativas. Por un lado, hay una derecha —representada por Soraya Sáenz de Santamaría, exvicepresidenta de Mariano Rajoy— que no tiene un proyecto claro para el país, sino una concepción administrativa del Estado. Por el otro, otra derecha —la que encarna Pablo Casado— vinculada a unas ideas más provocadoras: un neoliberalismo económico más activo, un claro conservadurismo moral y una forma más agresiva de combatir en las guerras culturales (por ejemplo, ha criticado lo que denomina “ideología de género”).

Son, como ha escrito Víctor Lapuente, dos almas distintas. En un caso, no hay un interés por las ideas; en el otro, no está claro que las ideas sean buenas.

El objetivo parecía ser, ante todo, mandar: en España y en el partido. Pero, aunque la tradición conservadora, como se ha explicado, tiende a privilegiar la experiencia sobre la teoría, es llamativa esa falta de visión. El PP puede hablar de la unidad de España, pero en la oposición al nacionalismo catalán, otro partido, Ciudadanos, tiene más credibilidad. Mientras, el PP continuará defendiendo una política para pensionistas y funcionarios, como dijo el exministro de Hacienda. No es una perspectiva emocionante pero fue una estrategia útil en una época en la que no había competencia en la centroderecha.

A diferencia de lo que ocurre en buena parte de Europa, en España tenemos la suerte de que quienes se disputan el espacio de la centroderecha son un partido conservador y un movimiento liberal. Hasta ahora, el PP —aunque ha habido algún comentario preocupante del candidato Pablo Casado— permanece en el consenso europeísta y no se han activado los temas de la agenda de la derecha autoritaria, xenófoba y populista como en otras partes del continente. Tampoco hay un movimiento potente a la derecha del PP que pueda capitalizarlos.

En muchos otros países de Europa no es así. El primer partido de la derecha en Italia, después del hundimiento de la Democracia Cristiana y de la caída posterior del partido de centroderecha Forza Italia, es la Lega, una organización que ha pasado del supremacismo padano —con su denuncia de la “Roma ladrona”, sus aspiraciones secesionistas y su desprecio al sur del país— al nacionalismo italiano antiinmigrante. La constante es la xenofobia; solo cambia el objeto del odio.

La canciller alemana Angela Merkel, quien ha sido la política más importante en Europa en los últimos años, pasa por un momento de debilidad y la Unión Social Cristiana, su socio en Baviera, ha adoptado posturas contrarias a la inmigración, ante el empuje del ultraderechista Alternativa por Alemania.

La derecha francesa, que no llegó a la segunda vuelta en las presidenciales del año pasado, también está desarbolada. Ha sufrido problemas de corrupción y es menos atractiva que otros actores que se presentaban como rupturistas, como la apuesta transversal y europeísta de Emmanuel Macron o el populismo euroescéptico de Marine Le Pen del Frente Nacional. En países del este de Europa, como Polonia y Hungría, una derecha autoritaria y xenófoba se aleja de la democracia liberal.

Hasta ahora en España no han prosperado las propuestas eurófobas que han funcionado en otros lugares de Europa. Pero tampoco parece sensato pensar que somos inmunes a sus tentaciones. Especialmente después de la acumulación de problemas de la centroderecha y la centroizquierda.

A partir de los años ochenta, la derecha se volvió revolucionaria, creyó que los mercados desregulados eran la respuesta a todos los problemas y defendió que se podía “exportar” la democracia a otros países. Al mismo tiempo, la izquierda se hacía conservadora.

Un reproche frecuente a la izquierda reformista era que hubiera aceptado las fórmulas económicas de la derecha (cuando le preguntaron a Margaret Thatcher sobre cuál era su legado, ella respondió “Tony Blair”). Pero, pese a las críticas a las peores consecuencias de ese sistema económico, la derrota de los conservadores en el plano moral ha sido todavía más inapelable. Aunque no gusten a algunos conservadores europeos, muchas de las reformas progresistas —el matrimonio igualitario o la despenalización del aborto— ya forman parte del sentido común de nuestra época y no parecen tener apoyo para oponerse a ellas.

También, tras la crisis económica de 2008, la defensa de las virtudes morales del capitalismo resulta más difícil y la derecha parece haberse resignado a decir que esto es lo que hay: un mundo económicamente más inseguro e inestable.

Pero no es el único desafío que ha enfrentado la derecha. El descrédito de las élites y el temor ante la inmigración han provocado que los populismos ganen adeptos y que partidos tradicionalmente moderados coqueteen con sus ideas. Aunque existe un debate legítimo sobre los efectos de las políticas identitarias de izquierda —se puede discutir su eficacia, pero aspiran y contribuyen a incluir a sectores que estaban excluidos—, no es fácil encontrar aspectos seductores en el ascenso de una política identitaria de derecha.

La crisis de la centroderecha y de la socialdemocracia son la misma crisis: la que afecta a los partidos que se perciben como parte de la política tradicional. La Unión Europea podría resquebrajarse por una cuestión de fronteras y el resurgimiento de los nacionalismos: sería la victoria, un tanto paradójica, del impulso xenófobo contra el que se creó.

En España y en Europa debe haber una respuesta decidida de las fuerzas situadas en el centro del espectro político. La centroderecha y la socialdemocracia deben presentar una alternativa viable en un mundo más inseguro, pero alejada de los impulsos de la exclusión, la reacción moral y la demagogia. Si no lo logran, la insatisfacción con las cosas que funcionan mal en el sistema también puede llevarse por delante sus logros más valiosos.

Daniel Gascón es editor de Letras Libres España y autor de El golpe posmoderno (Debate, 2018).

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