Los peligros de la historia virtual

Cataluña y, sobre todo, Barcelona, eran ya un mundo lejano a comienzos del siglo XX. Barcelona, ganada por el modernismo artístico y literario, era una capital cultural alternativa a Madrid, con la que no había demasiada voluntad de establecer lazos consistentes. Francisco Giner de los Ríos, en Madrid, y Joan Maragall, en Barcelona, ejercían una especie de pontificado cultural en sus respectivas ciudades y procuraban que sus discípulos se comunicasen, pero los resultados habían sido muy pobres. Eugenio d’Ors, Josep Pijoan, Fernando de los Ríos, Luis de Zulueta y algún otro participaron de esos proyectos.

Tampoco se pudo obtener mucho más del interés que Miguel de Unamuno, el solitario de Salamanca, mostró hacia Cataluña. Su viaje a Barcelona, en octubre de 1906, dejó muy insatisfecho al escritor vasco con el movimiento catalanista, en el que apreciaba «mucha exterioridad y muy poca solidaridad», en abierta alusión a la respuesta política de Solidaridad Catalana.

Pero el proyecto de construcción de una identidad nacional empezaba a dar sus primeros pasos, aunque Jordi Canal, uno de los más brillantes historiadores catalanes actuales, haya podido escribir que «antes del siglo XX, no existía ninguna nación llamada Cataluña».

El nuevo siglo consolidó un catalanismo político que tuvo un notable protagonismo en los años anteriores a la Segunda República. Su principal protagonista fue Francesc Cambó, al que Maura incorporó a los gobiernos de la Monarquía en dos ocasiones, por los años en los que Cambó defendía su programa de «una Cataluña libre dentro de una España grande».

Sin embargo, la indudable generosidad de ese proyecto no cuajó en grandes realizaciones y, pese al considerable protagonismo que muchos empresarios catalanes tuvieron en la implantación de la dictadura de Primo de Rivera, la política del nuevo régimen derivó hacia medidas de represión al proyecto de construcción de la identidad catalana y se prohibió la enseñanza del catalán en las escuelas y en las iglesias de la región.

La respuesta de algunos intelectuales españoles fue tan generosa como rápida. En marzo de 1924, casi ciento veinte escritores de otros lugares de España, secundando la iniciativa del monárquico Pedro Sáinz Rodríguez, reclamaron del dictador que se pusiese freno a la persecución política contra la lengua catalana. A finales de marzo de 1930, cuando ya había caído el dictador, algunos intelectuales madrileños, entre los que se contaba Azaña, pero no Ortega, viajaron a Barcelona para recibir el homenaje de sus colegas catalanes por la protesta de siete años antes.

En esta nueva ocasión Azaña tomó la palabra para reconocer las apetencias autonomistas dentro de «unos términos de convivencia y de igualdad», que serían garantizados por la República.

Para entonces, Cataluña constituía ya un problema político insoslayable y el llamado Pacto de San Sebastián, del verano de 1930, sólo consistió en la aprobación de un procedimiento para que las fuerzas políticas catalanas se integraran en los trabajos encaminados al establecimiento de la República en España.

Se acordó un itinerario legal que los dirigentes republicanos catalanes pusieron en peligro desde el mismo 14 de abril de 1931, cuando Francesc Maciá proclamó la República catalana, dentro de una supuesta Federación Ibérica. Hubo que restablecer la vigencia de la ley y esa fue, siempre, la idea directriz de Azaña cuando volvió a tomar la palabra sobre la cuestión catalana en el Congreso de los Diputados, tanto en el debate constitucional de octubre de 1931, como en el debate específico en torno al Estatuto catalán, en mayo de 1932. En ambas ocasiones, Azaña reiteró su disposición a asumir las demandas autonómicas de los políticos catalanes si las presentaban dentro de los cauces legales establecidos.

Los acontecimientos posteriores no respondieron a estas esperanzas, especialmente durante los años de la guerra civil, en los que Azaña mantuvo unas relaciones muy conflictivas con los dirigentes republicanos catalanes. De ahí que no deje de ser comprensible que, una vez acabado el conflicto, en una carta a Carlos Esplá de junio de 1939, Azaña escribiera: «Estos catalanes se tienen muy merecido lo que les pasa. Lo malo es que su locura ha dañado a todos».

En cuanto a Ortega, que había huido desde muy joven del concepto de nación, al que consideraba «el octavo pecado capital», abordó la cuestión catalana en sus intervenciones parlamentarias de la primavera y el verano de 1932. Fue entonces cuando, ante la imposibilidad de resolver el problema del nacionalismo catalán, puso en circulación la repetida imagen de que era un problema que, ya que se consideraba irresoluble, habría que «conllevarlo». Una expresión que, como algunas otras orteguianas, se quedaba muy por debajo de las expectativas de quienes buscaban unos criterios claros para abordar el problema.

En todo caso -y esto marca una indudable distancia con los muchos que pretenden instrumentalizar el pensamiento orteguiano- unos planteamientos que no se apartaban un ápice del respeto a la legalidad de aquel régimen. Y, desde luego, no por consideraciones de mero afán conciliador ni, mucho menos, por razones de oportunidad política.

Hacer historia virtual -qué habría pasado si...- es un juego intelectual legítimo y no son pocos los historiadores que lo han practicado con profundidad y brillantez. Pero, cuando se cambian algunos datos para reflexionar sobre el pasado, conviene advertirlos honestamente, no escamotearlos.

Octavio Ruiz-Manjón de la Real Academia de la Historia.

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