El atentado contra Donald Trump de hace una semana no es, desde luego, el primer episodio de violencia política en la historia de Estados Unidos. Nuestro país ha vivido épocas violentas, en las que la política estaba muy polarizada y en las que figuras políticas hacían llamamientos implícitos a la violencia contra quienes discreparan de ellos. Sufrimos el auge del partido No Sé Nada en los años centrales del siglo XIX, con políticos que fomentaban la violencia contra los católicos y los inmigrantes, luego la Guerra de Secesión y la violencia contra los manifestantes de los derechos civiles en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.
La violencia y las amenazas por motivos políticos han ido en aumento en Estados Unidos durante gran parte de la última década, contra políticos en todas las instancias, desde personas que se presentan a consejos escolares y cargos locales hasta legisladores estatales y candidatos nacionales. Los delitos de odio se han disparado, las amenazas contra los miembros del Congreso se han multiplicado por diez desde 2016 y las amenazas graves contra jueces federales se han duplicado en los últimos años. Por suerte, la mayoría eran amenazas que no llegaron a materializarse, pero contenían la violencia suficiente para hacerlos creíbles.
El reciente recrudecimiento de la violencia política recuerda vagamente a los años sesenta, cuando Estados Unidos tuvo que lidiar con un aumento de los actos violentos y los intentos de asesinato contra múltiples políticos. A medida que la violencia se normalizaba como solución política, los asesinos acabaron con la vida de John F. Kennedy, Malcolm X, el líder del Partido Nazi estadounidense George Lincoln Rockwell, Martin Luther King Jr. y Robert F. Kennedy solo entre 1963 y 1968. Lo que siguió después fue la normalización de la violencia más en general; en Estados Unidos se duplicaron los homicidios y hubo un incremento constante de los asesinatos que siguió acelerándose hasta principios de los años noventa.
Muchas democracias de todo el mundo afrontan una violencia en ascenso. Me temo que el panorama internacional se parece mucho al de principios de los años treinta del siglo XX, cuando, en muchos países, como Italia y Alemania, los actos violentos de los fascistas de extrema derecha desembocaban en enfrentamientos con los comunistas de extrema izquierda. Por supuesto, en aquella época había una gran depresión mundial y verdaderas luchas callejeras. Hoy todavía no hemos llegado a ese punto, pero tampoco nos hemos enfrentado a un cataclismo similar. Lo que tenemos son unos políticos que nuestras propias democracias han elegido y que están utilizando la polarización para impulsar su carrera política.
Sabemos qué factores pueden agravar la violencia política. Cuando los gobiernos no exigen responsabilidades por los actos violentos, estos tienden a empeorar. Por eso, es muy probable que las recientes sentencias del Tribunal Supremo sobre la inmunidad presidencial y la imposibilidad de enjuiciar a los asaltantes del 6 de enero por interrumpir un procedimiento institucional hagan pensar a la gente que la violencia no es un acto delictivo, sino una forma de expresión política. También hacen pensar a muchos que las instituciones políticas normales no consiguen evitar la violencia y que deben encargarse ellos mismos. Por eso es crucial que a las instituciones concebidas para resolver nuestras diferencias —principalmente el sistema electoral y los tribunales— se las considere legítimas y despolitizadas.
También sabemos qué cosas pueden mejorar la situación. Lo que hace falta es recuperar el sentido de los matices políticos y la complejidad que tienen las ideas de la mayoría de la gente. Hay pocas personas que correspondan a las caricaturas políticas en blanco y negro que nuestra política actual está convirtiendo en realidad.
No sabemos si el autor de los disparos contra Trump, que estaba inscrito como republicano, actuó empujado por ideas de izquierda o de derecha, o si simplemente estaba trastornado, y no debemos sacar conclusiones precipitadas. Pero personas convencidas de que puede utilizarse la violencia para resolver diferencias políticas las hay en todas las partes del espectro ideológico. En Estados Unidos, durante los años sesenta y setenta, la mayor parte de la violencia política tenía su origen en la izquierda; en los últimos ocho años, como demuestran las investigaciones, procede en su inmensa mayoría de la derecha, aunque también ha habido una normalización de la violencia por parte de la extrema izquierda que se ha manifestado en una serie de agresiones contra personalidades políticas y en campus universitarios. El objetivo no es solo el otro bando, sino, en muchos casos, los más moderados dentro del mismo bando que los agresores, porque la violencia política se utiliza para vaciar el centro y empujar a la gente a los extremos.
Por eso es tan importante acabar con la normalización de la violencia como herramienta política, porque se extiende y puede crear una espiral de represalias. También por eso es tan importante recuperar la voz de la inmensa mayoría de los estadounidenses.
Me gustaría confiar en que este acto violento sirva para sacudir el sistema y obligue a los políticos a dejar de señalar y dividir a la sociedad estadounidense, pero me temo que va a ocurrir lo contrario. En cualquier caso, son los ciudadanos de a pie quienes deben alzar la voz. La mayoría de los estadounidenses de todas las tendencias condenan la violencia política en todos los casos, contra cualquier persona, y dicen que está inequívocamente mal. Esa voz debe oírse alto y claro.
Aquellos a quienes no les gusta el presidente Trump también deben tener en cuenta que, históricamente, la violencia extremista tiende a desembocar en una centralización del poder y en la violencia por parte del gobierno. Cuando hay un intento de asesinar a un personaje autoritario, la consecuencia suele ser más autoritarismo.
Rachel Kleinfeld es investigadora sénior del Programa de Democracia, Conflictos y Gobernanza en el Fondo Carnegie para la Paz. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.