Los peligrosos derroteros de la partitocracia

Desde que, recién aprobada nuestra actual Constitución comencé a darle vueltas al tema de la participación política, vengo quejándome de la indudable hegemonía de los partidos políticos, tanto en la redacción constitucional cuanto en la práctica política, en claro deterioro de otras formas participativas. Sobre todo de la participación directa, por lo demás explícitamente amparada en el Art. 23 de nuestra Ley de Leyes. Por supuesto, mis quejas no han tenido el menor resultado a la hora de tomar decisiones. Pero siempre teniendo en cuenta el sabio consejo de Antístenes («Con la política hay que comportarse como con el fuego: no alejarse tanto que uno se hiele y no acercarse tanto que uno se queme»), procuro no caer en el desánimo, ni distanciarme en demasía de algo que, por lo demás, afecta muy directamente a la misma estabilidad de nuestro sistema político. Y todo se puede mejorar en democracia.

No me olvido de algunas premisas que sintéticamente resumo. Que la constitucionalización de los partidos es un fenómeno que se produce por doquier en la segunda mitad del siglo XX, cuando es la misma democracia la que experimenta el proceso que Fernández Carvajal llamara de «babelización». Se mundializa incluso con su «aceptación adaptada» en países que nada tenían de demócratas. Que, en virtud de ese proceso, democracia, partidos políticos y sufragio universal van a constituir elementos insustituibles en el mundo occidental: no hay democracia sin partidos, viene a ser verdad política intocable (y eso aunque algunos protagonistas del juego político, como fuera Salvador de Madariaga pretendiera lo contrario en su «Anarquía o jerarquía» con el sabido vapuleo de Azaña). Que en la mente de nuestros constituyentes estaba la experiencia y hasta el dolor de muchos años de prohibición y persecución: había llegado el momento de «desquitarse» y optar, sin recato alguno, por la democracia representativa, según explicitaran en el hemiciclo representantes de izquierda, derecha y centro. Únicamente Fraga se atrevió a poner algún reparo a la clara hegemonía partidista. Sin éxito, naturalmente. Y que, por todo ello, se aprobó un Art. 6 que es la veneración cuasi-religiosa de los partidos, con letra y fervor absolutamente desconocidos en el Derecho Constitucional comparado.

Nos encontramos, por ende, en lo que, pese a la negatoria de algunos, se viene a denominar «Estado de Partidos». El límite entre ámbito del partido y esfera de órgano del Estado, quizá encuentre su mejor aclaración en la distinción que realiza el inolvidable y llorado maestro García Pelayo. Dice así: lo que ocurre en la actualidad es que se produce la interacción de dos sistemas: el jurídico-político y el sociopolítico. Y los partidos políticos se han convertido en los protagonistas principales de este segundo sistema, hasta el extremo de una situación en que un Estado en el que las decisiones y acciones de un partido o de unos partidos llevadas a cabo en el marco de la organología estatal se imputan jurídicamente al Estado, aunque políticamente sean imputables a la «mayoría parlamentaria» o «el partido en el poder». Sin duda, el esfuerzo de García Pelayo puede ser perfectamente válido en el terreno científico. Pero creo que de difícil comprensión y aceptación para el ciudadano corriente: ¿Qué lo que hace un partido equivale sin más a lo hecho por el Estado? ¿Qué la voluntad de los partidos es la voluntad del Estado? Con personal modestia, mi respetuosa discrepancia.
Porque, sin dudar de su necesidad, lo que el españolito de nuestros días percibe y hasta se cansa es de la total invasión de los partidos en el conjunto de la vida social. Cuando andábamos en la Transición y antes de la elecciones de 1977, era Felipe González quién hablaba de «sopa de partidos», algo que, con sagacidad, corrigió el electorado en las primeras elecciones de dicho año, dejando a nuestro sistema en un razonable pluripartidismo moderado. Lo imposible de realizar, por mil razones, quedó en la cuneta o desapareció. Pues bien, en la actualidad de lo que cabe hablar es de «partidos hasta en la sopa». En todos los órganos del nivel que sean. En todas las instancias en que algo se decide: desde la composición de los Ayuntamientos hasta el seno de las Juntas de Gobierno de una Universidad. Y eso es lo peligroso. Tanto más cuanto, en la práctica, se han introducido formas de actuación como el reparto o establecimiento de «cuotas» que dañan claramente tanto la necesaria independencia de los propuestos, como cualquier asomo de que prime y se constante el criterio de las valías personales. De los méritos que justifiquen la elección. La voluntad del ciudadano se recorta hasta límites insospechados. Y así surge el «cratos», el poder. La partito-cracia. Que suele ocasionar luego, por parte del propuesto, «la lealtad inquebrantable al partido», en un país sin duda bastante cansado de tantos años de «lealtades inquebrantables».

Esta situación de partitocracia constituye un mal en sí. No hay que olvidar que en su condena han basado sus raíces «justificativas» la mayoría de los movimientos totalitarios. Al igual que en el antiparlamentarismo.Y creo que no hay más que dos vías para cercenar el mal.

En primer lugar, lo que vendría a ser un ejercicio de autolimitación por parte de los mismos partidos. Ciñéndose a sus principales funciones de medios para facilitar el sufragio (simples «máquinas electorales» suelen ser en los países anglosajones), instancias de selección de líderes y agencias de socialización o educación política de sus miembros. Sin olvidar, naturalmente, el requisito que hasta constitucionalmente se les impone de un funcionamiento interno democrático. No habrá una sólida democracia sin partidos que previamente no la practiquen y todo quede limitado a un mundo de codazos y luchas internas. Ejercicio de autolimitación que hay que combinar, necesariamente, con algún amplio margen de libertad para el ciudadano a la hora de depositar el voto. Con lo cerrado y bloqueado en forma de menú único no se va a ninguna parte.

Y, en segundo lugar, con la introducción de algunas parcelas de lo que modernamente se ha dado en llamar «corporatismo», no confundible con el corporativismo de los regímenes autoritarios. Algo cada vez más necesario en la medida en que lo que hoy prolifera en el mundo occidental es la tendencia hacia los «partidos cógelo-todo» o «partidos de todo el mundo», según el término hace tiempo acuñado por Otto Kircheimer («El camino hacia el partido de todo el mundo»). Surgen las renuncias ideológicas, mientras que proliferan las ofertas válidas para toda la ciudadanía. Como así es y el elector acaba prefiriendo a quien resuelve «su» problema, nada impide que el ciudadano haya tenido antes algún protagonismo en los diversos procesos de elegir. En función de méritos, experiencia y conocimiento. Tal como los catedráticos proponen a nuevos catedráticos, notarios a notarios o militares a militares. Si estos procesos parten de bases no oligárquicas, ni de francas tendencias a nepotismo o localismo, el sistema democrático no resultará en absoluto dañado. Al contrario, llenará su vida de entusiasmo y la alejará del hastío.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.