Los pensionistas ‘devorando’ a sus hijos

Las pensiones se han convertido en España en un tabú sacrosanto contra el que nadie puede opinar, ya sea por solidaridad, cariño a nuestros abuelos o porque la política se lleva muchos votos a cambio. Sin embargo, la precariedad hostiga tanto a las nuevas generaciones que estas se han emancipado de varias consideraciones morales que venían imperando. En mi entorno de 25 a 30 años son comunes las suspicacias, así voten a la derecha, a la izquierda, o al falso centro. Se advierte de un cambio generacional de mentalidades que poco tiene que ver con las ideologías.

La prueba es la facilidad lógica con que muchos jóvenes asumen ya sin complejos que es un despropósito la indexación de todas las pensiones a un IPC desbocado. Ellos, tan precarios, saben de sobra que no es lo mismo sobrevivir con la pensión mínima que cobrar la más alta. Los recelos se agravan al entender que ese gasto se cargará sobre sus hombros a largo plazo y lamentar que sueldos bajos tengan que sufragar el electoralismo político. No todos los jubilados son iguales, pero las nuevas pensiones son de media hoy un 20% más altas que el sueldo más habitual en este país.

Da igual que el ministerio de Seguridad Social diga que la indexación al IPC es sostenible por el crecimiento de los ingresos en cotizaciones por empleo, lo que evita que haya déficit este año. Ese argumento es cuestionable y sólo económico, no de implicaciones democráticas. Tampoco sirve excusarse con que se carga a los jóvenes para que ellos también tengan pensiones mejores en el futuro. El problema no va de eso, aunque la miopía impida apreciar el bosque.

El debate de las pensiones esconde en el fondo que el paradigma de la “solidaridad intergeneracional” ha reventado. La solidaridad, a saber, se ejerce con quienes más lo necesitan, no con los menos necesitados. Y los jóvenes han empezado a entender que si sus padres y abuelos creyeron en ese paradigma y ellos poco, o mucho menos, es porque algo ha cambiado: que hace 30 años quienes aspiraban a ser pensionistas pretendían un nivel de rentas, en proporción, mayor que el suyo. La injusticia generacional no latía en el ambiente como en la actualidad.

La evidencia es que muchos de los jubilados del escalafón pudiente tienen hoy la casa pagada. Su necesidad de rentas quizás no es tan elevada. En cambio, la juventud se ve compartiendo piso al borde de los 35 años, en el mejor de los casos, sin acceso a una propiedad. No es baladí, pues la vivienda es un factor clave de desigualdad en nuestras sociedades. Muchos pensionistas a menudo hasta cuentan con bonificaciones en el abono del transporte, sean cuales sean sus ingresos.

Huyendo del maniqueísmo, esto no va de que tu abuela te esté quitando el pan, mientras exista una coyuntura económica detrás de tu salario mísero. Asimismo, las cotizaciones no son impuestos, pero sí un importe que igualmente se sustrae al trabajador presente, en un sistema de reparto. Lo cierto es que el dinero que vaya a pensiones sí supone una renuncia a otras prioridades que también son políticas.

En consecuencia, a nuestros conciudadanos de 50 o 60 años ya no les vale el viejo mantra de “es que es mi dinero, me lo he ganado, lo he cotizado”. Eso ya no convence por dos motivos. Primero, porque no es solidario con los más jóvenes: la necesidad de ayuda se ha invertido entre generaciones. Segundo, porque si el progresismo cree en la igualdad y en la justicia social entonces las únicas pensiones que deberían revalorizarse son las más bajas. Mientras, la derecha se debate entre anunciar que la indexación debe acabarse o no decir nada, no sea que pierdan votos.

La cuestión es que la democracia española ha venido tapando sus vergüenzas y cargándolas sobre nuestros pensionistas, ya fueran ricos o pobres. En la crisis de austeridad se vendió como una hazaña que tu abuela te pusiera el plato de comida a ti y a toda tu familia en paro. Desde cuándo solidaridad es que tu abuelo tenga que alimentarte, y no que tú puedas emanciparte. Y a este ritmo la juventud tiene cada vez más difícil construir una vida propia.

Hoy a los jóvenes cada vez les vincula menos este sistema, falta un nuevo relato que los aglutine. El llamado “pacto intergeneracional” hace agua para quienes asumen que su pensión futura será mucho más mísera que la de sus familiares. Los abuelos creían que el nieto o el hijo iba a casa a devorarles las croquetas. Otros creen ya que quienes les están devorando son sus abuelos, o peor, sus padres.

Estefanía Molina es politóloga y periodista, y autora de El berrinche político (Destino).

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