Los peregrinos de Emaús

El más sobrecogedor y misterioso de los relatos evangélicos que aluden a lo ocurrido tras la resurrección de Cristo es el pasaje de San Lucas de los peregrinos de Emaús (Lucas 24, 13-35). La escena se abre el mismo día de la resurrección en el camino de dos leguas que separaba Jerusalén de Emaús. Dos discípulos hablaban y discutían entre sí de lo acontecido, cuando Jesús se les acercó y se puso a caminar con ellos, sin que le reconocieran. Jesús les inquirió el motivo de su discusión y de su tristeza, a lo que éstos contestaron refiriéndole lo sucedido en Jerusalén esos días: el prendimiento, condena, crucifixión y muerte de Jesús nazareno, profeta poderoso en obra y palabra, del que se esperaba fuera el redentor de Israel, así como la noticia de su presunta resurrección… Jesús les reprochó entonces su torpeza para creer lo anunciado por los profetas y, comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo referido a él en la Escritura.

Próximos a Emaús, Jesús hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron a quedarse y sentarse a su mesa. Fue entonces, cuando tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio, que se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Mas en ese momento él desapareció de su vista. «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» -se preguntaron-.

El texto evangélico que hemos resumido, grávido de misterio y significados, ha representado un verdadero hito para la Historia del Arte, pues ha sido fuente constante de inspiración para pintores y escultores, que nos han legado sus versiones de las distintas secuencias de este encuentro. La fascinación suscitada no puede sorprender pues, si bien se mira, todo el pasaje evangélico gira en torno a un juego visual que constituye un verdadero desafío para su traducción plástica: el acercamiento, la presencia y la palabra misma de Jesús no bastan a sus discípulos para identificarlo, pues tenían los ojos velados; el reconocimiento se produce con la partición del pan, que se asocia entonces al fuego de la palabra… Pero el momento del reconocimiento es también -en nueva paradoja- el de la desaparición de Jesús…

Como apuntaba arriba, han sido muchas las representaciones artísticas de este encuentro y algunas, seguro, forman parte de nuestra indeleble memoria visual. Me vienen a la mente la muy poética representación del encuentro camino de Emaús que se halla en el claustro de Silos o las inolvidables versiones de la «Cena» de Caravaggio, Tiziano, Velázquez o Rubens, auténticos monumentos de nuestra cultura.

Rembrandt. Los peregrinos de Emaús (1648)
Rembrandt. Los peregrinos de Emaús (1648)

Pero si ha habido un pintor al que el episodio de Emaús ha fascinado hasta el punto de hacerle volver una y otra vez sobre el mismo, ensayando diversas fórmulas para su representación pictórica, ese ha sido Rembrandt, del que se conservan varias pinturas y numerosos dibujos y aguafuertes en los que lo aborda. Seguramente la más hermosa y profunda de todas ellas es «Los Peregrinos de Emaús» (1648) del Louvre, versión de la cena en la que la representación de la figura de Jesús denota la honda reflexión teológica a la que llegó el pintor. La mirada de Cristo en ese cuadro, llena de ternura y pesadumbre, es una sobrecogedora apelación, no sé si esperanzada, a lo mejor de nuestra condición humana…

Hay otra versión de Rembrandt de este mismo motivo, pintada sobre papel veinte años antes (1628-1629), que pese a no transmitir la hondura reflexiva del cuadro del Louvre, resulta por su audacia y su modernidad pictóricas quizás más deslumbradora, o, al menos, así me lo parece. Me refiero a una pintura, de formato menor, que con el mismo título se conserva en el Museo Jacquemart-André de París y que por sí solo justifica la visita.

El motivo del cuadro es, de nuevo, la cena de Emaús, pero la composición del mismo y la disposición de los personajes que lo integran resulta del todo original. La escena se desarrolla en una estancia modesta, de la que se nos muestran desconchadas paredes. Cristo aparece sentado al borde de la mesa y el perfil de su rostro y su figura se recortan por el contraluz que proporciona una candela o candil que tapa su cuerpo y constituye la luz que ilumina la penumbra. En sus manos apenas se adivina una hogaza de pan. Sobre la mesa hay varios utensilios humildes: una escudilla, una copa, un plato, un cuchillo inestable y una servilleta. En el lado de enfrente, bajo un saco que cuelga de la pared, uno de los discípulos, que mira a Jesús y nos mira, se retrae con gesto de sorpresa y estupor. El otro es en el cuadro una mancha oscura que se postra de rodillas a los pies de Jesús. Al fondo de la habitación se vislumbra un hogar y lo que parece una mujer trajinando.

Se ha dicho de este cuadro que el tema del mismo es el claroscuro (S. Schama) y, de hecho, es el juego de luces y contraluces el que primero impacta a quien se acerca a mirarlo; mas deslumbrados quizás por el alarde pictórico, en el que un papel no menor corresponde a la simetría que Rembrandt establece entre las luces del hogar del fondo y de la candela o candil oculto del primer plano, se soslaya el acierto del pintor en la traducción visual del pasaje evangélico y del mensaje que éste encierra.

Ni el encuentro con Jesús, ni su compañía durante el camino, ni siquiera su palabra explicándoles cada uno de los pasajes de la Escritura referidos a Él, llevó a los discípulos reconocerlo; solo la propia luz que de Cristo resucitado emana les quita el velo que llevan en los ojos y les permite propiamente verlo, pues su estado natural hasta entonces -¿el nuestro?- era la ceguera. El rostro del discípulo que se aparta espantado de Jesús y el gesto del que se abraza humilde a sus piernas hasta tornarse casi invisible en el cuadro también dicen de nosotros y nos interpelan.

Francisco Pérez de los Cobos es presidente emérito del Tribunal Constitucional.

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