Los persas

No cabe duda de que el ser humano da grandes saltos por sentimientos muy contradictorios. La ilusión, la creencia en un futuro mejor, ha sido en ocasiones la palanca de grandes saltos en nuestra historia. La seguridad optimista y racional en la educación universal como base de un progreso continuo e inevitable de los Ilustrados fue el punto de partida de una época que no pocos consideran dorada. El último tercio del siglo XIX estuvo presidido por una explosión de riqueza y progreso. La mejor alimentación, los adelantos en la higiene y en la medicina produjeron una expansión demográfica sin parangón. La electricidad introdujo a las sociedades de las postrimerías de aquel siglo en un mundo desconocido. París había pasado en un siglo de 600.000 habitantes a poco menos de cuatro millones. La representación más recordada fue la Exposición Universal de París, que unía a las futuras potencias mundiales con las que en aquel momento lideraban el mundo. Fue una época de ilusión, de paz en términos generales, de progreso y de avances sociales, que no podía oscurecer la cara oscura de la moneda.

Pero también se dan grandes avances cuando el miedo nos obliga a no quedarnos como estamos. La invasión que, con todo su poderío militar, realiza estos días Rusia sobre Ucrania puede ser uno de esos momentos que nos hacen avanzar, que nos sacan de la somnolencia. La tragedia griega, que podríamos definir como el choque inevitable, desigual e injusto de dos poderosas fuerzas, la observamos hoy en la desigual oposición de los ciudadanos ucranianos a los tanques del arrogante Putin. ¡Sí!, esa guerra entre el totalitarismo y la libertad, entre un pueblo que quiere ser dueño de su futuro y un jerarca que niega el suyo a su propio pueblo; ¡Cómo no recordar en estos momentos la más antigua tragedia griega!, Los Persas, de Esquilo: «Adelante, hijos de Grecia, liberad vuestra patria, a vuestros hijos, a vuestras mujeres, a vuestros templos de vuestros dioses ancestrales, a las tumbas de vuestros antepasados: esta es la batalla por todo ello».

En medio del anfiteatro terriblemente real de Ucrania han aparecido protagonistas sorprendentes. Zelenski, nuestro general De La Rovere, que ha galvanizado a su pueblo y nos ha inquirido con la fuerza que tienen los héroes involuntarios. Porque a su pueblo le ha dado motivos para la lucha y la defensa heroica de cada metro cuadrado de su país (constituirse en una nación siempre ha costado mucho sufrimiento.... y es por lo que sabemos que algunos iluminados cercanos nunca lo lograrán). Pero también a nosotros, principalmente a los europeos, nos ha puesto ante un espejo que refleja una imagen muy desagradable de nosotros mismos. Ante esa cita, la Unión ha terminado respondiendo. Nos ha costado, las horas de retraso en la respuesta parecían meses y los días años, pero al final la Unión ha respondido con una firmeza que no entraba ni en los cálculos de Putin ni en nuestras esperanzas menos embridadas.

A algunos les parecerá poco, a otros la causa les desagradará, pero la Unión hoy es más Unión que hace unas semanas. Ya tomó un camino esperanzador cuando decidimos juntos combatir la covid y sus consecuencias, pero el salto en la historia lo estamos dando ahora, interpelados uno a uno y todos por el sufrimiento de los ucranianos, por el peligro que supone nuestro vecino ruso, tantas veces comprendido, impulsados más por nuestras necesidades que por nuestras exigencias éticas.

Algunos, sin atreverse a defender a Putin, se encaran con la OTAN, olvidando que la integración en la organización militar es voluntaria y olvidan preguntarse las razones de los antiguos integrantes del Pacto de Varsovia para querer pertenecer a esta organización. Tal vez tenga mucho que ver con la memoria reciente del paradójico paraíso comunista del que todos querían huir. Tal vez tenga que ver con su fuerte aprecio a la seguridad y a la libertad que no tuvieron durante medio siglo de servidumbre ideológica.

Otros, con ese desdén anarquista tan español, dicen que la Unión es un desastre y fracaso radical de los europeos. ¡Qué alegría sintieron cuando Borrell anunció que expulsábamos a Rusia de Eurovisión! Enseguida vinieron las declaraciones, con el pecho henchido: ¡para esto queremos a la Unión!, ¡menuda amenaza!, ¡qué cara más dura la de Bruselas. El regocijo se veía en las caras, en las voces y en los rostros de muchos. Pero al día siguiente se publicaron otras sanciones, al siguiente otras más duras y poco después se llevaron a cabo algunas que eran impensables hace sólo una semana. Los países de la Unión empezaron a rearmar a los ucranianos, primero uno, luego los demás, todos cerraron el espacio aéreo a los aviones rusos y, para finalizar, Alemania ha salido del embotamiento causado por su terrible historia reciente y ha dicho al mundo que está dispuesta a hacerse cargo de las responsabilidades que acarrea ser una gran potencia económica.

Hoy podemos empezar a sentir el orgullo de ser europeos y ese sentimiento lo ha originado, como en otras ocasiones, algo que nunca habríamos querido que sucediera: la devastación de toda una nación. Ahora debemos seguir adelante, dando nuevos pasos, después de consolidar lo andado. Aún nos queda un acto de valor supremo, un acto constituyente, de los que convierten una estructura administrativa en algo más y distinto. Y no es otra cosa que agradecer a Ucrania que hayamos descubierto que somos más que españoles, alemanes o franceses: que somos europeos. Y la forma de agradecérselo no es otra que hacerles partícipes en el primer momento que podamos de nuestro futuro e integrarles con urgencia en nuestro ámbito político. Si ellos nos han dado la razón de ser europeos que no tuvimos durante décadas de egoísmos nacionales, démosles la esperanza de formar parte de nuestro gran club. No nos quedemos tan sólo en la ayuda con armas o alimentos, démosles la esperanza de encontrarse con nosotros en los pasillos de Bruselas y Estrasburgo. ¿Le sentará mal a Rusia?, seguro que sí. Pero no nos debe importar, porque los ucranianos se lo merecen y los rusos, los que se manifiestan con valentía y dignidad por las calles de sus grandes ciudades, se sentirán reconfortados: sabrán que su sacrificio inmenso y muy desapercibido es reconocido a la espera de volver a encontrarnos.

Nicolás Redondo Terreros fue dirigente del PSE.

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