Los pies de Sánchez

El 7 de enero de 2015, gritando “¡Alá es grande!”, dos terroristas armados con rifles de asalto entraron en la sala de redacción de Charlie Hebdo. A uno de los supervivientes, Philippe Lançon, le dispararon en la cara: tumbado en su propio charco de sangre, mientras esperaba el tiro de gracia, vio los zapatos de uno de los asesinos y el cerebro de uno de los periodistas saliendo del cráneo.

Un año y medio después hubo otro atentado yihadista en el Paseo de los Ingleses de Niza. Uno de los supervivientes recuerda los zapatos, las gafas y los bolsos tirados por el suelo.

¿Cómo sería la Historia, desde la flecha en el talón de Aquiles hasta las zapatillas de los agresores de Alsasua, si, en vez de verla con los ojos, la moldeásemos con los pies, con los zapatos…? Al fin y al cabo, no hay que empezar la casa por el tejado.

En uno de sus diálogos, escribió Platón: “Tales de Mileto, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo al mirar hacia arriba, y se dice que una despierta y divertida muchacha tracia se burló de él porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía ante sus pies”. Y en las Confesiones, cuenta san Agustín que, llegada la hora de apuntarse para el bautismo, “estaba ya revestido de la humildad propia del hombre que accede a tus sacramentos y había sometido su cuerpo a tan severa disciplina que hasta podía andar con los pies descalzos sobre el suelo gélido de Italia”.

Siglos después, Mussolini invadiría Abisinia. Durante uno de aquellos días, le entrevistó la periodista estadounidense Virginia Cowles: “Me dirigí hacía él y los tacones de mis zapatos hicieron mucho ruido sobre el suelo de mármol”. El líder fascista acabaría colgado boca abajo, “con sus grandes botas pisando el cielo”, como escribió un cronista. En las Olimpiadas de Roma de 1960, el etíope Abebe Bikila, sin zapatillas, ganaría la maratón acariciando las imperiales piedras. En los Juegos Olímpicos de México de 1968, en el podio de la final de los 200 metros, los estadounidenses Tommie Smith y John Carlos —los calcetines negros como símbolo de la pobreza propia de su raza— alzaron puños enguantados, pintando de Black Power el firmamento. Sus ojos, sin embargo, no miraban el cielo, sino los pies descalzos.

Adolfo Suárez había llegado a Madrid hacía pocos años. Los primeros meses acarreaba maletas en una estación y vendía electrodomésticos: “Hasta el punto me sentía solo que ponía tacones de suela a mis zapatos para oír mi pisada; me interesaba profundamente escuchar el eco de mi propia pisada porque era una persona joven llena de ambiciones, pero viviendo en condiciones difíciles”. Mientras, como cuenta Paul Preston en Franco, al caudillo le salía un callo grande en el dedo meñique del pie derecho: “El callo había sido provocado por los zapatos baratos y pesados que Franco utilizaba habitualmente. Cuando Pozuelo le explicó que la mayor sensibilidad de su piel, a causa de la edad, requería que utilizara unos zapatos más ligeros, Franco protestó porque tenía montones de los zapatos habituales, que el fabricante le regalaba y que, según explicó, le hacían daño ‘solo hasta que se acostumbraba a ellos’. Pozuelo señaló que los médicos creían que el zapato debía ajustarse al pie y no al revés. ‘Ustedes son unos comodones’, replicó Franco”.

Don Juan Carlos había conocido al generalísimo en el Palacio del Pardo cuando era un niño de diez años: “Para ser sincero, no presté mucha atención a lo que me decía Franco porque, desde el comienzo de la visita, había descubierto yo un ratón que se paseaba entre las patas del sillón en el que estaba sentado el general”. Cuando ese niño se convirtió en príncipe, fue uno de los primeros que pensó en legalizar al Partido Comunista, como le confesaría a José Luis de Villalonga: “Mi problema consistía en hallar la manera de tomar contacto con Carrillo por medio de una tercera persona […]. Recordé que Ceaucescu me había dicho que conocía muy bien a Santiago Carrillo, quien tenía la costumbre de pasar sus vacaciones en Rumanía […]. Y entonces convoqué a un amigo […]. En Bucarest, a pesar de mi carta de presentación, lo encerraron durante dos días en una especie de entresuelo donde solo podía ver la luz a través de un ventanuco con un par de barrotes. El ventanuco se encontraba a la altura de la acera, y nuestro amigo veía pasar los pies de los transeúntes que, demasiadas veces para su gusto, estaban calzados con botas militares, lo cual le hizo pensar que le habían encerrado en un cuartel”.

El relato de don Juan Carlos recuerda otro de H. G. Wells, La miseria de los zapatos: un niño que pasa su infancia en la cocina de un sótano solo puede ver los zapatos de los viandantes, lo cual le hace distinguir las clases sociales.

Antes del 18 de julio de 1936, los limpiabotas poblaban las calles de Madrid. En la Puerta del Sol había un local cuyo lema era: “Limpia, fija y da esplendor”. Sin embargo, cuando llevar limpios los zapatos empezó a considerarse fascismo, fue desapareciendo el oficio. García Lorca decía en las entrevistas que arrancaría de los teatros las plateas y los palcos y traería abajo el gallinero: “En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas”.

En Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina se pregunta qué zapatos llevaba Lorca “cuando lo subieron a culatazos a una camioneta para fusilarlo. Si es verdad que iba en pijama, si se puso los zapatos a toda prisa y no tuvo tiempo de ponerse calcetines y no acertaba a atarse los cordones”. Por las páginas de Un andar solitario entre la gente (un libro en el que Muñoz Molina denuncia el ruido extremo del capitalismo con la grabadora de su iPhone), también desfilan las botas remendadas de Poe, los botines mínimos de Emily Dickinson, las botas de caña alta de Stevenson, los zapatos de suela fina de Pessoa, los austeros de Virginia Woolf, los zapatitos de bailarín de Truman Capote…

Lord Byron nació cojo; el general MacArthur puso las botas encima de la mesita de té del emperador japonés; Kruschev amenazó a la ONU con su zapato; Picasso tenía la costumbre de mirar el suelo para buscar inspiración en los objetos cotidianos; recién aterrizado en Moscú tras haber hecho historia en el espacio, Gagarin dio sus primeros pasos con un cordón desatado del zapato; Maureen O’Hara aseguraba que nunca vio a John Wayne sin las botas; Imelda Marcos colecciona 3.000 pares de zapatos; Bob Marley murió por un cáncer en el pie; Antonin Artaud con un zapato en la mano; Kim Jong II usa plataformas; Benedicto XVI calzaba unos mocasines de Prada rojos; el papa Francisco los mismos viejos zapatos negros que cuando era cardenal…

Cuando la izquierda creía en el mundo —no en las aldeas—, Bertolt Brecht compuso un poema: “Cambiábamos más frecuentemente de país que de zapatos…”.

En Los cínicos no sirven para este oficio, Kapuscinski afirma que la nueva potencia económica en África es China: “Pekín produce mercancías que África puede comprar. Son productos que cuestan poquísimo dinero y son cosas necesarias para los africanos: zapatos, lápices, sandalias…”.

El pasado mes de octubre, un sindicato denunció que mozos de escuadra habían ejercido de antidisturbios con zapatos y pantalones de pinzas. También en octubre, también en Cataluña, en las alcantarillas de Olot unos altavoces emitieron mensajes del Rey y de Rajoy. Muerto Ernesto Giménez Caballero, autoproclamado “inspector de alcantarillas”, quien mejor ha definido a los independentistas catalanes (avisando de paso a ese hombre sin principios que es Pedro Sánchez) ha sido Felipe González: “Llegan con votos y gobiernan con botas”.

Decía Keats que había que vivir con los pies en el jardín y los dedos tocando el cielo. A Pedro Sánchez le recomiendo que, en vez de posar con sus “determinantes” manos, se vaya a los jardines de la Moncloa descalzo y se deje fotografiar los atléticos pies de jugador de baloncesto. (Respecto a tocar el cielo, me ahorro el consejo porque, desde hace tiempo, vive en las nubes gracias al Falcon y a su ego).

José Blasco del Álamo es escritor y periodista.

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