«Montesquieu ha muerto», sentenció con su desparpajo habitual Alfonso Guerra hace muchos años. Y, claro, los que por entonces ya éramos lectores de novela negra activamos nuestras sospechas preventivas. En la ficción, cuando el médico forense es juez y parte del caso que certifica, sobre él recaen los primeros recelos del lector atento. Desde aquel día, el llamado Estado de derecho ha padecido un ataque premeditado y sistemático al que no fue ajeno el Gobierno de España en el que el mismo Alfonso Guerra, esquivando su responsabilidad, se autoproclamaba simple «oyente». Las mayorías absolutas y los intereses compartidos entre los partidos políticos mayoritarios han dado santa sepultura y descanso eterno a la teórica e higiénica separación de poderes del clásico Estado de derecho --ejecutivo, legislativo y judicial- establecida por Charles de Secondat, barón de Montesquieu.
Sin nocturnidad pero con alevosía, la confusión entre las misiones de los poderes legislativo y ejecutivo se ha vuelto absoluta en todos los niveles de la Administración del Estado: central, autonómico y municipal. El paso de José María Aznar por la Presidencia del Gobierno de España y de Federico Trillo por las bambalinas del poder central dejaron atado y bien atado el poder judicial, de tal forma que, en vez de ejercer de firme vigilante de los dos primeros, este es a menudo el brazo ejecutor de los excesos y desvíos de aquellos dos. Sin contrapesos suficientes, la ciudadanía, cada día más perpleja y anómica, ya no está muy segura de cuál de ellos es su peor enemigo. Los jurados populares de Valencia, los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional y hasta el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional no escapan, sino más bien al contrario, a esta dinámica ajena a los principios liberales fundacionales. Invocando la terrorífica razón de Estado, actúan -nobles excepciones aparte- solo en función de la adscripción coyuntural de sus miembros a las mayorías o minorías electorales de las que dependen en última instancia.
En efecto, las reformas legales impulsadas últimamente, con los recortes de derechos unilaterales por parte de las administraciones y, en especial, la reforma laboral, sitúan en la inseguridad -jurídica y no jurídica- a unos ciudadanos que, desde una visión ilustrada de la vida, pensábamos que nos habíamos dotado de leyes y Estado para protegernos los unos de los otros así en la prosperidad como durante las crisis. La misma Declaración del Hombre y el Ciudadano de 1789 (!) ya establecía, en su artículo 2, que «la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Bajo esta bandera, queremos creer todavía que la acción política representada por el legislativo y el ejecutivo debe ser el instrumento de creación de un clima de derechos y libertades que refuercen el binomio libertad/seguridad en el que vivimos cada día más aterrorizados. Como señala Elías Díaz, el derecho no es otra cosa que «una técnica normativa que contribuye a la implantación de un determinado orden, a la realización de un determinado modelo de organización de una sociedad». Por eso mismo el derecho, tal como señalaba el propio Montesquieu en El espíritu de las leyes, es relativo y mutable según los ciudadanos, la situación política del país, las costumbres, la religión, etcétera.
En este sentido, los padres fundadores del modelo europeo actual -desde William Beveridge, Winston Churchill, Robert Schuman, Jean Monnet o De Gasperi- entendieron que, tras la segunda guerra mundial, Europa necesitaba, precisamente, reforzar los mecanismos de seguridad de su ciudadanía. Constitucionalismo y Estado del bienestar fueron las respuestas políticas de consenso. Parece lógico pensar, pues, que en un nuevo contexto de mundialización de flujos e intereses económicos, de desregulación y deslocalización de la actividad económica allá donde los salarios sean más bajos y los controles más débiles, los aires proteccionistas en lo social -¡constitucionalismo y Estado del bienestar!- debían reforzarse como antídoto ante el ambiente «tóxico y destructivo» de los Goldman Sachs de turno y el «declive de la fibra moral de la compañía», según el ejecutivo arrepentido Greg Smith.
Contrariamente, las políticas de las derechas en el poder en Catalunya, España o Alemania, que tanto monta, monta tanto, lejos de proteger los derechos de sus ciudadanos y reforzar la cohesión social, como hizo la otrora derecha socialcristiana de los citados padres fundadores, nos expulsan a la intemperie con la erosión insistente de unos derechos que costaron años, sudores y huelgas de conquistar. Ahora, además, con un añadido diabólico que puede actuar de puntilla involucionista de nuestro régimen de derechos y libertades. El juez de la horca al que nos enfrentamos es el mismo Estado, que, como en el wéstern de John Huston, es a la vez juez, jurado y ejecutor y aplica la misma e implacable lógica de aquel: «Aquí los linchamientos se producen al amparo de la ley».
Toni Mollà, periodista.