Los principios de Groucho

Al genial Groucho Marx suele atribuírsele una frase –en realidad, bastante anterior– muy chocante: «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros». Más allá de su humor provocativo, es el diagnóstico certero y la implacable síntesis de lo que estamos viviendo. Un medio tan mesurado como el ABC ha proclamado hace poco, en su portada: «Desmontan España». Y no ha pasado nada… Sí hubiera escandalizado, supongo, si hubiera elegido otros verbos: «rompen», «deshacen», «destrozan»…

¿Cuáles son los principios que guían, en su tarea, al nuevo presidente del Gobierno? Es un misterio profundísimo, me temo, más allá del afán de conservar el poder. Si acaso, una serie de muletillas: paz, concordia, diálogo… Sus muy activos asesores de imagen podrían convocar un concurso público para definirlos y el presidente, tan atento siempre a los gestos, ajustar su actitud a los que resultaran ganadores. Paradójicamente, esta ausencia resulta ser una de sus mejores bazas, en una sociedad desnortada y hedonista: nadie puede sentirse excluído, cuando no se afirma nada.

Los principios de GrouchoSí mantienen sus rígidos principios, en cambio, los populismos de izquierdas. Por mucho que la sociedad española haya cambiado, siguen siendo los mismos: la lucha de clases, el odio al capitalismo, la dictadura del proletariado… En nada les ha afectado la caída del muro de Berlín, ni la comprobación de los crímenes que produjo el comunismo. Para ellos, todo sigue igual.

También los independentistas mantienen sus principios, tan simples que cualquiera puede abrazarlos, sin el mínimo análisis racional: el odio a todo lo español, la necesidad de separarse de ese estado «que nos roba», el sueño de que esos nuevos estados independientes supondrán una arcadia ideal y próspera. ¿Quién no se apuntaría a ese nuevo «mundo feliz»? Para no asustar a timoratos, se suele ocultar, con pudor, la creencia en la superioridad de un pueblo o de una raza sobre los demás españoles: aunque sea la auténtica raíz, conviene disimularla porque eso, hoy, «no vende bien».

Frente a todo esto, muchos políticos españoles tenían unos principios. ¿Por qué uso el verbo en pasado? Porque la propaganda y el sectarismo han conseguido que muy pocos se atrevan ya a defenderlos. El miedo a ser tachado de «franquista» sigue atenazando a muchos, incapaces de defender aquello en lo que creen… o creían.

En cualquier conato de debate, basta con exhibir la etiqueta del fascismo y el espantajo del franquismo para que se imponga la necia conjura del silencio cómplice. De nada sirve precisar que un joven, para vivir conscientemente la Guerra Civil, debería tener veinte años, en 1939; ahora mismo, estaría rozando el siglo. Del mismo modo, sólo los mayores de 65 años pueden recordar haber vivido en el franquismo.

Aferrarse a esos viejos clichés es absurdo, cuando el desarrollo económico ha cambiado radicalmente España. Pensemos en los miles de jóvenes españoles que trabajan o estudian en otros países . Durante el franquismo, aspirábamos a equipararnos con lo que simbolizaba Europa: democracia, apertura, progreso… Ahora, muchos de nuestros jóvenes no idealizan Europa –como nosotros hacíamos– porque han disfrutado becas Erasmus, han viajado por muchos países, conocen de primera mano sus virtudes y sus defectos, carecen por completo de aquel viejo sentimiento de inferioridad. Para ellos, la figura de Franco forma parte de la historia y les queda muy lejos.

Los hijos de un amigo creían que ningún miembro de su familia había sufrido durante la Guerra Civil. Cuando se enteraron, se sorprendieron de que no se lo hubieran contado y el padre tuvo que explicarles la razón: «Creíamos que todo eso había quedado felizmente superado». Esos padres se escandalizan, ahora, cuando se pretende desviar la atención de los problemas reales con el viejo truco de querer sacar a Franco de su tumba, en el Valle de los Caídos, o con una sectaria «memoria histórica», que reivindica sólo a los de un bando y llega a disparates como el de mencionar «los crímenes de la Transición».

Podríamos creer que algunos políticos españoles van por un lado y la sociedad –sobre todo los jóvenes y mejor formados–, por otro. Me temo que sería pecar de optimismo porque esa sociedad permite esas políticas y las confirma, con sus votos. Claro está que los aparatos de propaganda –las televisiones, en concreto– poseen un enorme poder y que son maestros en utilizarlas los independentistas y los populistas. El centro y la derecha, en cambio, se asombra, se lamenta y hasta se complace con lo que ellos mismos han permitido.

Durante el franquismo, Gonzalo Fernández de la Mora proclamó «El crepúsculo de las ideologías» y defendió «El estado de obras». No parece que se haya equivocado. Si han gobernado y gobiernan importantes países Berlusconi y Trump, ¿por qué no va a hacerlo Pedro Sánchez, más allá de sus gestos, y hasta Mariano Rajoy, más allá de algunos discursos?

¿Qué piensan de todo esto unos jóvenes que se han formado en Princeton o en Bolonia, en Cambridge o en Lovaina, en París o en Viena? No es fácil averiguarlo. Parece lógico suponer que están libres de muchas telarañas mentales, que todavía atenazan a sus padres o abuelos, y que algunos de ellos se han incorporado con toda naturalidad a esa «guerra de los balcones» que, sin ningún complejo, exhibe ahora símbolos españoles.

¿Se podrían encontrar algunos principios en los que pudieran coincidir esos jóvenes con el gran centro sociológico español, que es, a fin de cuentas, el que suele decidir las elecciones? Tendrían que ser muy pocos, muy claros y muy fáciles de entender: la defensa de la unidad nacional. El respeto a la Constitución. La igualdad de todos los españoles ante la ley. Las libertades democráticas. La monarquía, como defensora de esas libertades. La familia. La propiedad privada. Un Estado laico pero que asuma la importancia decisiva, en nuestra historia, de la cultura cristiana. La asunción de toda nuestra historia, con sus luces y sus sombras. La lengua española, como lengua común de todos los españoles.

Quizá no podría añadirse mucho más, para que esos principios fueran asumibles por la mayoría de los españoles. Lo difícil, naturalmente, no sería proclamarlos sino hacerlos efectivos, en la realidad cotidiana, frente a los ataques de independentistas, populistas y nostálgicos del comunismo. Sin esos principios, la sociedad española sería como la que describe amargamente Larra: algo gaseoso, que parece subir pero se desinfla, en el aire; una colectividad en la que siga reinando la cínica frase del genial Groucho Marx. Y eso traería lo que tanto temió y combatió don Américo Castro: el «finis Hispaniae».

Andrés Amorós, catedrático de Literatura Española.

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