Los privilegios penales de la Familia Real

El titular del Juzgado Central de Instrucción número 6, Juan del Olmo, acaba de acordar la prosecución del procedimiento penal que se dirige contra Manuel Fontdevila y Guillermo Torres, autores del texto y del dibujo de una viñeta aparecida en la portada del número 1.573 de la revista El jueves, que anteriormente había sido ya secuestrado por orden del mismo juez. Previamente, el Ministerio Fiscal (MF) había interpuesto una denuncia contra esos dos periodistas por estimar que la viñeta constituía un delito de injurias al Príncipe heredero -art. 491 del Código Penal (CP)-. En la viñeta se caricaturiza a los Príncipes de Asturias manteniendo una relación sexual, al tiempo que Felipe de Borbón expresa que, de esa manera, podría obtener los 2.500 euros con los que el Gobierno ha acordado subvencionar a todas las parejas por cada nacimiento, y que, si Letizia quedara embarazada, ello sería, según el Príncipe, «lo más parecido a trabajar que [he] hecho en mi vida».

Que el chiste publicado en El jueves no integra delito alguno se sigue: en primer lugar, de que constituye un ejercicio legítimo de la libertad de expresión [art. 20.7º CP en relación con el art. 20.1 a) de la Constitución Española (CE)]; a continuación, de que, en ese ejercicio de la libertad de expresión, como establece la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 8 de julio de 1986 (caso Lingens contra Austria), «los límites de la crítica admisible son más amplios respecto de un hombre político», a diferencia de lo que sucede cuando se dirige contra un particular, ya que el personaje público «se expone inevitable y conscientemente a un control atento de sus hechos y gestos tanto por los periodistas como por los ciudadanos y debe, por tanto, mostrar una mayor tolerancia» (en el mismo sentido, y entre las innumerables, la sentencia del TC 216/2006, de 3 de julio), siendo así que en España, naturalmente, en la jerarquía de los hombres políticos, el Príncipe de Asturias figura en segundo lugar detrás del Rey; y, finalmente, de que, si bien es cierto que el animus iniuriandi (elemento subjetivo imprescindible para que pueda concurrir un delito de injurias) puede coexistir con el animus criticandi y con el animus iocandi, en este caso la presencia de estos dos animi excluye la existencia del primero, ya que es perfectamente creíble que, con su chiste, los autores no hayan pretendido vulnerar el honor de los Príncipes, sino simplemente criticar, por una parte, la subvención lineal por nacimiento de 2.500 euros, poniendo como ejemplo de ello a Felipe y a Letizia, de quienes no se tiene noticia que estén atravesando por una difícil situación económica, y, por otra parte, y como es perfectamente legítimo, la regalada vida que llevan los miembros de la Familia Real a costa del erario público, formulando esa crítica dentro de un marco satírico y jocoso.

La denuncia contra los dos periodistas se habría interpuesto por iniciativa exclusiva del MF, ya que, según fuentes de la Casa del Rey, ésta no sólo no habría formulado sugerencia alguna para que se ejercitara la acción penal, sino que incluso estaría preocupada por la gran difusión nacional e internacional que ha tenido la viñeta precisamente como consecuencia de la admisión a trámite de la denuncia y el posterior secuestro de la publicación.

Sobre todo ello hay que decir que evitar que en el futuro se produzcan estas discrepancias entre los presuntos deseos de la Familia Real y los criterios del MF tiene una fácil solución, a saber: la de tratar al Rey y a sus familiares como a simples mortales, ya que para estos últimos la injuria constituye un delito privado en el que no interviene para nada la acusación pública y que sólo puede ser perseguido a instancias del ciudadano que se siente lesionado en su honor.

Pero la evolución de la legislación española en lo que se refiere a las calumnias y a las injurias contra los integrantes de la Familia Real ha caminado precisamente en la dirección opuesta, habiendo extendido el así llamado Código Penal de la democracia de 1995 -a pesar de que, según su Exposición de Motivos, estaría informado por el principio de «intervención mínima»- la protección penal a los padres del Rey (esto es, y mientras vivieron, al Conde de Barcelona y a doña María de las Mercedes) y a sus descendientes, de tal manera que, actualmente (algo a lo que no se habían atrevido ni los Códigos Penales de la monarquía autoritaria del siglo XIX, ni siquiera el de 1928, de la Dictadura de Primo de Rivera), una injuria contra, por ejemplo, los hijos de la Infanta Elena, Froilán o Victoria Federica, constituye también un delito del art. 491 CP, sancionado con una pena superior a la que el CP prevé para las injurias comunes, entre otras razones porque, a diferencia de estas últimas, donde la ley distingue entre delitos y faltas de injurias, las proferidas contra el Rey, sus padres, sus hijos y sus nietos integran siempre, independientemente de su entidad, un delito del citado art. 491, del que entiende, también a diferencia de las comunes, no la jurisdicción ordinaria, sino la especializada de la Audiencia Nacional, creada fundamentalmente para perseguir los delitos de terrorismo.

Por todo lo expuesto, y en atención al principio de igualdad ante la ley (art. 14 CE), hay que proponer al legislador español: que desaparezca el delito del art. 491 CP, que, como sucede en muchos países democráticos, no exista diferencia alguna de penalidad entre las injurias expresadas contra el Jefe del Estado y el resto de los ciudadanos, que, sustrayendo la competencia a la Audiencia Nacional, entienda de ellas siempre la jurisdicción ordinaria y pasen de ser un delito público a uno privado. Con esta última exigencia se satisfarían también los supuestos deseos de la Casa del Rey, en el sentido de que, opine lo que opine el MF, las injurias contra los miembros de la Familia Real sólo serían perseguibles a instancias de éstos, por lo que, si estiman que han sido lesionados en su honor, deberán interponer una querella firmada por abogado y procurador ante los juzgados de Plaza de Castilla.

A la vista de que en materia penal los integrantes de la Familia Real tienen unos derechos que se le niegan al resto de los españoles, se podría pensar que tales privilegios tienen su contrapartida en un mayor nivel de exigencia por lo que se refiere a su responsabilidad penal cuando son aquéllos los autores de un delito. Pero sucede todo lo contrario: el art. 56.3 CE establece que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo». Ello quiere decir que el Rey puede matar, violar o robar sin que por esos hechos sea posible abrir diligencias penales contra él, lo que vulnera no sólo el ya referido principio de igualdad ante la ley, sino también el de la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), pues los perjudicados por los eventuales asesinatos, violaciones o robos reales ni pueden exigir ante los tribunales que esas conductas punibles sean compensadas con la imposición de una pena al autor, ni tan siquiera obtener un resarcimiento económico por los daños sufridos con la prestación económica que lleva consigo la responsabilidad civil derivada de delito.

Esta inviolabilidad del Jefe del Estado español apenas tiene paralelo en el Derecho comparado actual. Y así, el hecho de que el Estatuto de la Corte Penal Internacional, en cuyo art. 27.1 se dispone que «[e]l presente Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de gobierno, en ningún caso la eximirá de responsabilidad penal ni constituirá per se motivo para reducir la pena», pone de manifiesto que en los más de 150 países que hasta ahora han ratificado el Estatuto es desconocido un precepto legal que consagre la impunidad de los jefes de Estado, sean éstos emperadores, reyes o presidentes de República.

Este Estatuto, que representa uno de los mayores progresos del Derecho penal de todos los tiempos, está destinado a reprimir los más graves delitos imaginables, como son los de genocidio, lesa humanidad y de guerra, y establece expresamente la responsabilidad penal de las más altas instancias políticas de los Estados precisamente porque, como suelen ejecutarse por aparatos organizados de poder, es difícilmente concebible que puedan llevarse a cabo sin el conocimiento, o sin la participación como autores, inductores, cómplices o encubridores de los jefes de Estado y de Gobierno de la correspondiente nación.

La adopción del Estatuto por la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios convocada por la ONU, y reunida en Roma el 17 de julio de 1998, colocó al Estado español ante la siguiente disyuntiva: bien derogar el art. 56.3 CE y ratificar un estatuto que no sólo no exime, sino que consagra la responsabilidad penal de los jefes de Estado, bien mantener la vigencia de ese precepto constitucional, renunciando así -tal como han hecho, como era de esperar, EEUU, Rusia y China- a la ratificación de ese tratado multilateral y, con ello, al más importante instrumento que conoce la Historia para, por fin, poder perseguir efectivamente los delitos más graves que conoce la Humanidad. Sin embargo, y amparándose en un Dictamen emitido por el Consejo de Estado el 22 de julio de 1999, la decisión legislativa que finalmente se adoptó fue la disparatada de ratificar el Estatuto de la Corte Penal Internacional sin suprimir el art. 56.3 CE..

Según ese Dictamen, para ratificar el Estatuto no haría falta derogar la inviolabilidad penal del Rey, porque «la irresponsabilidad personal del Monarca no se concibe sin su corolario esencial, esto es, la responsabilidad de quien refrenda y que, por ello, es el que incurriría en la eventual 'responsabilidad penal individual' a que se refiere el art. 25 del Estatuto». Con todos mis respetos al Consejo de Estado, ese argumento no se puede tomar en serio. Porque si el Rey resuelve eliminar de la faz de España a todos los miembros de la raza gitana, ésa sería una decisión que, como es de cajón, se tomaría de espaldas a la legalidad y no, como sugiere el Consejo de Estado, mediante un Real Decreto refrendado por el jefe de Gobierno o el correspondiente ministro del ramo -quienes, según el Dictamen, serían los responsables del genocidio, dejando a salvo al Rey- que posteriormente sería publicado en el BOE. Y si el Rey tomara esa decisión o permitiera que otros la tomaran, en todo caso sería autor o partícipe del delito de acuerdo con las reglas de autoría y participación recogidas en los arts. 25 y 28 del Estatuto.

Teniendo en cuenta que la Constitución, tal como establece su propio texto legal y ha sido reafirmado por el TC en su declaración de 1 de julio de 1992, no puede ser reformada por tratados internacionales, sino exclusivamente por el cauce previsto en su Título X, de ahí que dicho Estatuto -que, según su art. 120, tiene que ser ratificado en su totalidad, sin que sea posible formular reserva alguna frente a su articulado- sea inconstitucional por oponerse al art. 56.3 CE, siendo su pretendida vigencia en España nula de pleno Derecho.

En la presente Tribuna Libre, he tratado de poner de manifiesto cuáles son los intolerables y antidemocráticos privilegios penales de los que goza la Familia Real, tanto cuando es sujeto pasivo como cuando es sujeto activo de delitos. Esos privilegios deben desaparecer de raíz y para siempre; y cuanto antes, mejor: «Nadie es más que nadie, porque, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito» (Antonio Machado).

Enrique Gimbernat Ordeig es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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