Los problemas de fondo

A estas alturas de la «preocupante desaceleración» que se reconoce oficialmente, hasta los niños de primaria saben que la economía española está inmersa en una crisis de mal aspecto cuyas causas inmediatas son el derrumbamiento del sector de la construcción y el desfallecimiento del consumo de las familias, precisamente los dos pilares sobre los que se sostenía el modelo de crecimiento de los últimos diez o doce años. Esta crisis, que en pocos meses ha puesto en negativo el saldo de las cuentas públicas, es, por tanto, una crisis interna, aunque es cierto que algunos factores externos (precio del petróleo y de los alimentos, elevación de tipos de interés, restricción del crédito) han venido a empeorarla y, sobre todo, a complicar las salidas.

Las advertencias sobre las debilidades del modelo español de crecimiento han sido muy numerosas y autorizadas en los últimos años, incluidas las del comisario europeo de Economía, Joaquín Almunia; pero, por decirlo suavemente, las autoridades económicas han vivido anestesiadas por el fenómeno denominado 'la complacencia de los números', sin aceptar en la práctica la existencia de elementos de insostenibilidad a medio plazo del modelo. Dicho con palabras más sencillas, mientras nuestro PIB aumentaba a tasas anuales que casi duplicaban la media europea, la economía española perdía productividad y competitividad a chorros, porque nuestro crecimiento estaba basado en emplear más máquinas, más ladrillos y más trabajadores de escasa formación para hacer más de lo mismo. Y eso muchos economistas sabían que era jugar con fuego, porque la productividad lo es casi todo en el largo plazo si tenemos en cuenta que «la idoneidad de un país para mejorar su nivel de vida en el transcurso del tiempo depende casi enteramente de su capacidad para elevar la producción por trabajador» (Paul Krugman).

La evolución de la productividad de cualquier país depende de un conjunto de factores entre los que destacan el capital, la tecnología, los recursos naturales que están a disposición del sistema productivo y la formación de la mano de obra. La productividad es, además, un condicionante muy importante de la capacidad competitiva, aunque no sea el único factor a tener en cuenta, pues la competitividad de un país es un concepto más difuso relacionado con la capacidad de aumentar su presencia en los mercados exteriores en un contexto internacional abierto y eso depende también de otros elementos (tipo de cambio, calidad general del clima de los negocios, estrategias empresariales, eficiencia de las administraciones públicas...). Pues bien, la productividad por trabajador en España ha tenido un comportamiento particularmente malo desde mediados de los años noventa hasta la fecha. De hecho, la tasa media anual durante el periodo 1996-2006 fue negativa (-0,44%), lo que constituye la excepción dentro de la UE-15, puesto que todos los demás países comunitarios obtuvieron ratios positivos, aunque dispares. A este pésimo registro ha 'contribuido' la incorporación durante este período de varios millones de inmigrantes a tareas de poco valor añadido (compensado de sobra con su aportación al crecimiento y a las cuentas de la Seguridad Social); pero los datos son, sobre todo, la consecuencia lógica de una especialización productiva inapropiada para el grado de desarrollo alcanzado y los actuales niveles de costes. Lo que ha ocurrido es que los buenos resultados de algunas actividades han desviado la atención de los inversores hacia sectores y activos que no son los que necesita un país de nuestras características para competir en una economía como la actual, basada en el conocimiento. Por su parte, en la clasificación mundial de competitividad elaborada por el World Economic Forum, España permanecía en el humillante puesto 39 del informe correspondiente al año 2007, diez lugares más abajo que dos años antes.

stos son los problemas estructurales, la mar de fondo de la economía española que ha generado el tremendo déficit por cuenta corriente en nuestra Balanza de Pagos, el más elevado del mundo desarrollado en porcentaje del PIB; un déficit que hay que financiar, que pone en riesgo el crecimiento de la Renta Nacional y que reclama igualmente reformas imprescindibles en la orientación de muchas actividades. Lo preocupante de la situación es que los cambios estructurales necesarios para superar la diabólica combinación déficit exterior/baja productividad llevan tiempo y, sin embargo, se están retrasando.

¿Y qué pueden hacer los gobiernos central y autonómicos ante una situación como esta? Pues justo lo contrario a cruzarse de brazos y lamentar su escasa capacidad de actuación como consecuencia de la cesión de competencias a las instituciones europeas. Tampoco sería de recibo que esperaran a que la oleada de despidos provocada por la crisis contribuya a mejorar la productividad por trabajador y la competitividad. Las políticas para la mejora de la productividad existen y son bien conocidas (estabilidad macroeconómica, liberalización de mercados, impulso a la incorporación de nuevas tecnologías y a la innovación de procesos y productos, inversión en capital humano y formación profesional, modernización de las administraciones), pero tienen que aplicarse con decisión y mantenerse en el tiempo, porque cambiar las estructuras es un asunto que, por definición, es de medio y largo plazo.

En el caso español, el Gobierno aprobó en 2005 un primer paquete de acciones bajo el título de '100 medidas de impulso a la productividad', al que debían seguir otros, pero ni se han evaluado sus resultados en relación a los compromisos adquiridos, ni han aparecido nuevos programas de actuación directamente relacionados con este importante objetivo. Por eso siguen vigentes las advertencias que una y otra vez pone de manifiesto el Informe COTEC: en la última edición, correspondiente a 2006 y presentado el pasado junio, puso de manifiesto que, pese al importante crecimiento del gasto en I+D, seguimos gastando menos de la mitad que otros países del entorno europeo, como Francia o Alemania; y que las deficiencias del sistema provocan que «aunque sembramos el 90% de la media europea, faenamos al 60% (la actividad innovadora empresarial) y sólo cosechamos el 30% de esa media» (J. A. Sánchez Asiaín).

Hay, por tanto, mucho esfuerzo pendiente y gran urgencia en poner las bases de las reformas necesarias, tanto por parte del sector público como del sector privado. Para ello es imprescindible alcanzar el máximo consenso político y social posible acerca de las recetas a utilizar, incorporando en él a unas comunidades autónomas que no sólo controlan una parte sustancial del gasto público, sino que diseñan y desarrollan políticas muy influyentes en la productividad de sectores tan determinantes como el industrial. Y en lugar de armar programas con cientos y cientos de medidas, se deberían seleccionar las cinco o seis que se consideren más importantes y comprometerse a aplicarlas hasta el final. Es una urgencia de la economía española, con crisis o sin ella. Los períodos de coyuntura dulce ocultan las vergüenzas más profundas de la economía y las crisis las destapan: por eso las épocas amargas, como la que se avecina, son más propicias para las reformas. Ojalá que su aroma inunde el ambiente general de la economía y nos ayude a capear el temporal a la vuelta de las vacaciones.

Roberto Velasco, catedrático de Economía Aplicada en la UPV-EHU.