Los próximos cinco años de China después del Congreso

Si hay una conclusión inmediata que podemos extraer del discurso que Xi Jinping pronunció en el congreso del Partido Comunista de China el pasado día 16 es que la continuidad y no la innovación radical o audaz son el camino a seguir en la mente de la élite dirigente. El mundo que nos rodea puede estar convulsionado a causa de un cambio preocupante, con divisiones cada vez más profundas en Estados Unidos, una Europa acosada por los continuos problemas energéticos, de inflación y económicos más amplios y una Asia central centrada en la invasión rusa de Ucrania. Para China, el esfuerzo consistirá en atenerse a los compromisos ya decididos, y simplemente tratar de acelerarlos.

El largo discurso de Xi tuvo una estructura similar al de tres horas y media que pronunció en el anterior congreso, hace ya cinco años. Pero el mundo en el que ahora habla, y su propia posición, han cambiado. Por entonces, Donald Trump acababa de ser elegido presidente en Estados Unidos. Él mismo acababa de iniciar su segundo mandato como líder del partido, algo que todos esperaban. El resultado casi seguro esta vez es que se le concederá otro nuevo mandato de cinco años, algo que romperá con los precedentes recientes. La “nueva era” es una de las muchas palabras de moda en el discurso político chino contemporáneo. En lo que respecta al dominio de Xi, este término es el adecuado. Nunca antes China había sido tan poderosa como país, y nunca antes se había permitido a la persona que la dirige el tipo de libertad y agencia que tiene Xi. Su discurso sonaría muy extraño si su país estuviera en una posición más débil y menos dominante. Sería motivo de burla. Pero, por supuesto, China no es ni remotamente débil o marginal en este momento. El miedo, por tanto, es la respuesta más probable a sus continuas afirmaciones a lo largo del discurso de este año sobre la absoluta centralidad del Partido Comunista en la vida política china, sobre la necesidad de que China tenga su propio estatus y espacio internacional, y de que esté, como dijo Xi, en una posición de “preparación para el combate”. Los funcionarios también tienen que ser disciplinados y estar dispuestos a seguir luchando con rectitud, sirviendo de ejemplos morales a sus electores: la gran masa del pueblo chino, al que tienen que servir y poner en primer lugar. China significa negocio, al menos en la visión de Xi que puede extrapolarse de este discurso. La “misión histórica” de construir una nación fuerte y poderosa ha alcanzado un hito importante, y su finalización está cada vez más cerca. Esta ha sido siempre la razón de ser del estilo político de Xi. Pero ahora se ha intensificado.

Al igual que en sus discursos anteriores, se trata de una declaración en gran medida desprovista de objetivos concretos y tangibles, pero repleta de aspiraciones y de un lenguaje aspiracional. La simple frase “lo haremos” la utilizó de forma casi obsesiva durante gran parte del discurso. Aquí Xi comparte la misma mentalidad que todos sus predecesores como líderes del partido: ver la historia como algo que siempre es positivo en su dirección, que siempre conduce al final a cosas cada vez mejores, predecible, llena de patrones que pueden ser leídos y entendidos, y luego trabajados. China se encuentra ahora en la “fase primaria del socialismo”. Ha logrado, como señaló, la eliminación de la pobreza absoluta. Ahora tiene que hacer algo más en cuanto a la calidad del crecimiento económico y, en particular, no limitarse a las infraestructuras materiales de la sociedad, sino a las informáticas: educación, sanidad y desarrollo social. También hay que mejorar el medio ambiente (Xi siempre ha sido un ecologista, incluso antes de llegar al poder central durante sus años en Zhejiang a principios de la década de 2000). Las personas deben ser siempre lo primero. Pero lo que esto significa en concreto es que China tiene que proteger dos cosas con firmeza: su propio y fuerte sentido de la cultura y la singularidad, y su capacidad para proteger sus intereses y guiar su propio destino.

Para este último aspecto, el continuo déficit tecnológico y de confianza en algunas áreas frente a Occidente sigue siendo un gran problema. China se ha esforzado cada vez más en mejorar su historial de innovación. Para ello ha destinado enormes sumas de dinero. Xi ha declarado que quiere mejores universidades y hacer que estas estén más vinculadas a una estrategia nacional, dirigida por el Gobierno, en la que el país alcance una mayor autonomía tecnológica. ¿Es esto realmente posible? ¿Puede prosperar la innovación cuando hay tanta centralización e instrucción política? En muchos sentidos, la actitud del Gobierno es que si se ponen a disposición suficientes recursos, al final ocurrirán cosas buenas. Pero en un entorno económico cada vez más complicado, es fácil ver lo difícil que puede resultar esto.

Xi como líder ha aportado mucha previsibilidad a la política china. En el pasado, siempre había preguntas, dudas y rumores sobre el rumbo del país. En muchos sentidos, Xi es un líder fuerte en procedimientos burocráticos, leyes y reglamentos —de aquellos que llevan adscrito el importante calificativo de “con características chinas”—. Lo que hemos visto este año en el congreso no es tanto Xi 2.0, sino Xi, el tercer acto. Las líneas maestras de la política en China han sido claramente expuestas y articuladas. La cuestión es ahora simplemente si funcionarán en una nueva situación global y económica en la que el mayor riesgo que plantea China no está dentro del país, sino fuera de él.

Kerry Brown es catedrático de estudios chinos y director del Instituto Lau de China en el King’s College de Londres. Traducción de Marc López.

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