Los que matan y los que son muertos

Fue un caso particularmente inicuo de perversión del lenguaje. Ocurrió en noviembre de 1978. ETA había subido dos meses antes varios peldaños en la escalada de terror iniciada tras la promulgación de la Ley de amnistía por el primer Parlamento elegido tras 40 años de dictadura. El horror que provocó aquella serie de asesinatos a mansalva movió a los obispos titular y auxiliar de San Sebastián, Jacinto Argaya y José María Setién, junto al administrador apostólico de Bilbao, Juan María Uriarte, con la colaboración del consejo de vicarios de la diócesis de Vizcaya, a publicar una carta pastoral en la que, tras una defensa genérica de “la vida del hombre”, contemplaban al pueblo vasco luchando, entre la esperanza y la frustración, por conseguir las fórmulas jurídico constitucionales que le permitieran “sobrevivir como tal pueblo”. No podía faltar la manifestación de un “profundo dolor por la sangre que se está derramando”, pero lo que golpea a cualquier lector de la pastoral es que, tras tanto dolor, mostraran los obispos su “sincero amor cristiano a los que matan y a los que son muertos”.

Fue inicua, pero no insólita, esta equiparación de asesinos y asesinados en la igualdad del amor. Ellos, los que matan, eran ETA, una voz que será imposible encontrar en ninguno de los documentos emanados de la Conferencia episcopal española, o de cualquiera de sus portavoces, durante todos estos años de plomo hasta que aparezca mecionada por vez primera al término de la asamblea plenaria celebrada en abril de 1994, cuando ETA había acumulado ya varios centenares de muertos en su estrategia de terror. Pero esta golondrina no hizo verano: la conferencia episcopal se dio maña para condenar la “pérdida de la vida” de Francisco Tomás y Valiente (febrero de 1996), Miguel Ángel Blanco (julio de 1997) o Alberto Jiménez Becerril y su esposa Ascensión García Ortiz (enero de 1998), reiterando siempre su exquisito cuidado de no mencionar a ETA, una costumbre solo abandonada desde el año 2000 y que el prologuista de La Iglesia frente al terrorismo de ETA justifica con el farisaico argumento de que la Iglesia “no es nominalista en sus formulaciones” y sus condenas no responden al “efectivismo (sic) de un nombre”. Risible, si no fuera trágico.

Los que matan y los que son muertosNo fue solo la conferencia episcopal la que rechazó señalar por su nombre a los asesinos. Parecida autocensura atenazó también a intelectuales, periodistas, artistas y demás personajes públicos cuando hablaban de violencia donde correspondía decir terror. Lo que importaba a los creadores de opinión durante los años de la transición a la democracia era entender, como pedía José Luis Aranguren en su comentario crítico a la amnistía decretada por el gobierno de Suárez en julio de 1976, “qué es lo que ha pasado con estos jóvenes; qué pasa, qué pasaba con estos muchachos”. Y lo que pasaba era que “estos chicos han estado, están aún en guerra abierta con el régimen”. Y en la guerra, como todo el mundo sabe, “se mata a cualquiera del bando contrario”. ¿La medicina para que esto dejara de ocurrir?: una amnistía total que, al coincidir con el ingreso real en la democracia, equivaldría a “una declaración de paz”.

Los chicos mataban, pues, para obligar al Estado a pagar una deuda histórica que solo se saldaría con la amnistía total. Fue tan elevado el clamor, salió tanta gente a la calle, se pusieron en marcha tantas campañas, “Volved, volved, muchachos a casa”, que cuando pasó el día de año nuevo de 1977 y la amnistía total quedó en el cajón de la mesa del presidente, las manifestaciones arreciaron hasta que el primer Parlamento de la democracia promulgó, el 15 de octubre, la tan ansiada amnistía general. Hoy denigrada, aquella amnistía fue promulgada no porque ETA hubiera dejado de matar –el más reciente asesinato fue cometido el día 8 del mismo mes-, sino porque todos, desde el PNV a UCD, pasando por el PCE y el PSOE, estaban convencidos de que la amnistía “de todos para todos”, como dijo Arzalluz, era el fin de una guerra y los muchachos podrían, como hijos pródigos, retornar a la casa paterna.

La amnistía se promulgó pero los muchachos, en lugar de volver a casa, marcharon a Francia, celebrados como héroes que habían ofrecido sus vidas en la guerra contra el Estado español infligiéndole una primera y gran derrota: la amnistía total, que se convirtió de inmediato en acicate para desencadenar el asalto final. Si en 1977, año de la amnistía, ETA asesinó a 11 personas, en 1978 la cuenta de asesinados subió a 68, que fueron 80 en 1979, año del Estatuto, y alcanzaron la cima de 98 en 1980 (Vidas Rotas, p. 1210). Los muchachos seguían matando y los historiadores, sociólogos, politólogos y ensayistas convocados por el Consejo General Vasco en enero de 1979 publicaron una “Declaración sobre la violencia” en la que se emplearon a fondo para dilucidar las raíces históricas de este fenómeno, atribuyéndolo, entre otra razones de similar índole, a la crisis de identidad cultural que sufría el pueblo vasco y a la adopción por la juventud vasca de planteamientos tercermundistas. A ninguno se le ocurrió mencionar a ETA en la declaración ni señalar como verdadera y determinante “raíz” de esta escalada de terror, eufemísticamente llamada “violencia”, la decisión libremente adoptada por los jefes de una organización con nombre propio de recurrir al asesinato como instrumento para la consecución de fines políticos.

Otegi conoce bien toda esta historia: de ella procede el lenguaje perverso con el que se abordó, durante el primer gobierno de Zapatero, el llamado “proceso de paz” en el que él mismo desempeñó un papel destacado. Sin duda, Otegi habría deseado que “el conflicto” se hubiera cerrado con una solemne declaración de paz por la que dos campos en guerra reconocieran públicamente la parte de razón y legitimidad que correspondía al enemigo. Las cosas no sucedieron así, pero tal vez rebobinando la historia hasta el momento de la voladura del aparcamiento de la terminal 4 de Barajas, se podrá construir un “relato” que mueva a la izquierda abertzale a “superar la etapa de confrontación armada e instalarse en una etapa de confrontación política”. El terror quedará reducido, gracias al famoso relato, a la violencia propia de una etapa del largo proceso que, felizmente cumplida, sitúa hoy a esa izquierda en condiciones de adentrarse por la vía catalana a la independencia, ante el arrobo de unos anfitriones que, en los parlamentos europeo o catalán, reciben con aplauso a este antiguo dirigente de una organización terrorista transmutado en un “hombre de paz”.

¿Y qué pasa con las víctimas del terror diseminado durante décadas bajo la figura de “socialización del dolor” a base de asesinatos, secuestros, silencios, extorsiones, exilios? Nada, no pasa nada, excepto seguir mostrando, ya que no el amor cristiano, sí una pulcra equidistancia entre los que mataron y los que fueron muertos.

Santos Juliá es historiador.

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