Los réditos de Karl Marx

La verdad, la vida de Karl Marx no fue pródiga en satisfacciones. Al conmemorar el segundo centenario de su nacimiento –5 de mayo de 1818–, han sido publicados múltiples trabajos. Nadie pone en duda que fue un gran intelectual, un gran filósofo, sociable, simpático, amigo de la buena mesa y del buen vino, y fumador de buenos puros. Entre lo mucho escrito, llamó mi atención una frase que le dijo su madre: «Hubiera preferido que reunieras un capital en vez de escribir sobre él». Ciertamente vivió siempre «a la quinta pregunta», hipotecado, empeñado y tocando el forro de los bolsillos. Menos mal que tuvo la generosa ayuda de su mecenas, Engels, incluso como continuador de su obra. Algún préstamo, de vez en cuando, y las herencias que caían eran recibidas con alborozo: algo tardía la del tío de su mujer, el abogado e historiador Heinrich Georg von Westphalen, fallecido con noventa años, y poco después, en el verano de 1856, la de su suegra, permitieron saldar cuentas y salir del cuchitril en que vivían en 64 Dean Street, en el Soho londinense.

La alegría de aquel traslado del matrimonio con sus tres hijas –Jennychen, Laura y Eleanor «Tussy»– a la casa de Grafton Terrace no duró demasiado. Entre unas y otras cosas: desembargo de mantelerías y plata, compra de muebles –aunque de segunda mano–, cambio de colegio de las niñas y, sobre todo, su notoria prodigalidad, con fiestas y reuniones, pronto liquidaron cualquier asomo de ahorro. No, al escritor de «El Capital», las cuentas nunca le salían bien. «Creo que nadie ha escrito sobre el dinero cuando anda tan escaso de él», comentó un día. Sin duda, Karl Marx recibió con toda razón aquella reprimenda materna.

Nunca le faltó el cariño, el respeto y la devoción de su esposa, Johanna Bertha Julie Jenny von Westphalen, perteneciente a la nobleza prusiana, y para Marx «la más linda joven de Tréveris». Tras recorrer las universidades de Bonn y Berlín estudiando Derecho, se doctoró en Filosofía. A Heinrich Marx, abogado en Tréveris, nunca le gustaron los devaneos filosóficos de su hijo, ni su trayectoria estudiantil. Para la familia Westphalen, aquella boda con un judío, desempleado y sin un céntimo, solo podría traer desgracias. Celebraron su matrimonio el 19 de junio de 1843. ¡Qué distintas hubieran sido las cosas si Karl hubiera seguido la trayectoria profesional de su padre!

Expulsado de Alemania, Bélgica y Francia, Inglaterra fue su refugio desde 1849; allí descansan sus huesos. Entendía que el proletariado industrial británico, más preparado que el francés –más agrícola–, llegaría a ser el mejor terreno para demostrar la ley que según su hipótesis rige la marcha de la historia: la lucha de clases. Aquel discípulo de Hegel había salido respondón. Y así se escribiría la historia: «Tan pronto cada clase empieza a luchar con la clase que está encima de ella, se ve enredada en la lucha con la que está debajo». Pero su hipótesis nada tenía de científica. Marx veía que el desarrollo industrial no empobrecía al proletariado, ni deshumanizaba, ni degradaba espiritualmente al trabajador. Esto le contrariaba casi aún más que los dolorosos y recidivantes forúnculos que padeció toda su vida.

En eterna espera de la revolución, con aquella especie de catecismo, «Manifiesto del Partido Comunista», Karl Marx vio y relató con todo su vigor en «Neue Oder Zeitung» cómo entre porras y abucheos eran sofocadas en nombre de la reina Victoria aquellas revueltas en Hyde Park en junio de 1855. La Comuna de París, entre marzo y mayo de 1871, ya fue –aunque breve– algo más serio. Ahí empezaron sus desavenencias con Bakunin y su anarquismo, pero al menos tuvo el consuelo de escribir el epitafio de aquel «mequetrefe» ahora derrotado en la guerra franco-prusiana, sobre el que había escrito en 1851 su profético ensayo «El 18 de Brumario de Luis Felipe Napoleón».

Tampoco Karl Marx tuvo buena prensa: «Si tuviera que desmentir todo lo que se ha dicho de mí, necesitaría un ejército de secretarios», declaró a un periodista del «Chicago Tribune» en 1879. Parece ser que su última carta, escrita en inglés, con su pésima caligrafía, la dirige al doctor Williamson, preocupado por los honorarios que tenía pendientes de pago. Siempre las deudas. Finaliza 1882 y le felicita el Año Nuevo con una foto suya. Tres meses después, el 14 de marzo de 1883, fallece. Ni le salieron bien las cuentas ni las revoluciones pronosticadas. No concluyó «El Capital», cosa que hizo Engels, y por fortuna no llegó a ver todo lo que vino después. En nombre del marxismo le cayeron encima millones y millones de muertos, la tiranía de regímenes totalitarios que aún perduran y la esclavitud de pueblos y naciones. Para un filósofo como Marx, ser revolucionario fue un mal negocio; para la humanidad, en palabras de Juan Pablo II, «una trágica utopía».

Juan José Fernández Teijeiro, escritor y académico de número de la Real Academia de Medicina de Cantabria.

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