Los refugiados son esenciales para la respuesta al COVID-19

Para el Día Mundial de los Refugiados, conmemorado el mes pasado, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lanzó su campaña “Toda acción cuenta” para recalcar que todas las contribuciones para crear un mundo más inclusivo y humano marcan una diferencia. Todos, incluidos los refugiados, podemos generar un efecto potente en la sociedad. Pero mientras celebramos la valentía y las contribuciones de los refugiados (como la lucha por la justicia racial y estar en la primera línea de la pandemia de COVID-19) debemos reconocer los retos a los que se enfrentan y ofrecerles los resguardos que se merecen.

Consideremos, por ejemplo, que las intervenciones más efectivas para protegerse del COVID-19 (lavarse las manos a menudo, seguir las pautas de distanciamiento social y usar mascarilla) suelen no estar disponibles para los refugiados. Muchos de los 79,5 millones de personas desplazadas por la fuerza –un 1% de la humanidad- no tienen acceso a agua limpia o jabón, por no mencionar la atención de salud. Suelen habitar en carpas hacinadas en campos superpoblados. Se dan casos en que una familia completa ha tenido que compartir una sola mascarilla.

Esto pone a los refugiados en mayor riesgo de contraer el virus y fallecer a causa de sus consecuencias. En un hotel del sur de Grecia, 148 solicitantes de asilo dieron positivo a la prueba de COVID-19. En Singapur, un 93% de los casos de COVID-19 se dieron en dormitorios en que alojaban trabajadores migrantes. En Bangladesh, donde los campos de refugiados están repletos de personas de la etnia rohinyá (se estima que unas 730.000 personas han huido de la vecina Myanmar tras la brutal represión militar desde 2017) un solo paciente de COVID-19 podría causar entre 2040 y 2090 muertes. Los riesgos se agravan por desastres naturales como el Ciclón Amphan, que asoló en mayo a Bangladesh y el este de la India.

Incluso fuera de esos campos los refugiados enfrentan un riesgo de infección más alto. Para comenzar, desempeñan una parte desproporcionada de los trabajos “esenciales” que mantienen funcionando a las sociedades y economías durante la pandemia. Según los últimos datos de la Encuesta sobre la Comunidad Estadounidense, más del 15% de los refugiados en los Estados Unidos trabajan en el sector de la salud. Los trabajadores refugiados también son cruciales para el funcionamiento de la cadena de suministro alimentaria del país, con decenas de miles trabajando en plantas de procesamiento, tiendas de alimentación y restaurantes.

Muchos de estos trabajadores carecen de protección adecuada mientras desempeñan sus labores. En los EE.UU. las plantas de procesamiento de carnes –que ya son lugares peligrosos para trabajar- se han convertido en puntos calientes de COVID-19, no en menor medida porque las altas metas de producción impiden conductas de protección básicas, como el distanciamiento físico y hasta cubrirse el rostro al toser o estornudar.

Para empeorar las cosas, estos trabajos “esenciales” suelen estar mal pagados y no incluyen beneficios de vital importancia, como atención de salud y licencia por enfermedad con goce de sueldo. Aunque los refugiados aportan miles de millones de dólares cada año a la economía estadounidense, están más expuestos que los residentes locales a sufrir pobreza y hambre, y a no recibir medicamentos costosos para enfermedades preexistentes que agravan los riesgos del COVID-19.

Además, es posible que los refugiados tengan dificultades de acceso a las pruebas, en particular en campos de refugiados y estados frágiles. Pero esto es también cierto en los EE.UU.: si bien hacerse la prueba es gratuito, es menos probable que un médico refiera a refugiados y a gente de color. Un motivo clave es la nueva “regla de la carga pública”, bajo la cual se rechaza la solicitud de visado a los inmigrantes que hayan usado beneficios públicos (o parezca que vayan a hacerlo).

No hay excusas para limitar el acceso a las pruebas del COVID-19. Pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte no solo para quienes se las hacen, sino para todo aquel que entre en contacto con ellos. El Grupo de Trabajo de Innovación Directa al Consumidor sobre COVID-19 del Centro Brigham del Hospital General de Massachusetts, donde soy voluntaria, ha evaluado positivamente las pruebas rápidas y de bajo coste para el COVID-19.

Puede que el COVID-19 afecte desproporcionadamente a los pobres y los marginados, pero eso no quiere decir que todos los demás estén a salvo. Por el contrario, la única manera de abordar la pandemia con eficacia es asegurarse de que todos estemos protegidos: ricos o pobres, refugiados o residentes locales. La salud de cada uno depende de la salud de todos.

Esta es la razón por la que los gobiernos locales y nacionales deben incorporar a los refugiados a sus planes de respuesta a la pandemia, como ya lo han hecho la ACNUR y la Organización Mundial de la Salud, garantizando el acceso a mascarillas, desinfectante de manos, pruebas, trazabilidad, tratamiento y, finalmente, una vacuna. Portugal ha dado el ejemplo de un liderazgo adaptable y sido un país pionero a la hora de mostrar un enfoque inclusivo, dando acceso temporal al sistema de atención de salud a todos los migrantes y solicitantes de asilo con peticiones pendientes.

Pero para poner fin a la crisis del COVID-19 será necesaria una vacuna segura, eficaz y de amplia distribución. Para acelerar su desarrollo, los países deben compartir información vital, reconociendo que los múltiples esfuerzos pueden generar una protección más precisa (como en el caso de los adultos mayores). Para asegurarse de que el resultado sea seguro para todos, las farmacéuticas deberían diseñar ensayos clínicos inclusivos en lo étnico –ya hay 18 candidatas a vacuna cuyos ensayos cumplen estas condiciones- y reunir y compartir datos sobre raza y etnicidad. Y, para garantizar una cobertura inclusiva, los países deben incluir a los refugiados en sus programas de vacunación.

En este respecto hay avances prometedores. Gavi, la Alianza para las Vacunas, en conjunto con la financiación para adquisiciones provista por la Coalición para Innovaciones en Preparación para las Epidemias, ha creado una Instalación de Acceso Global para la Vacuna contra el COVID-19 (COVAX), que da garantías en todo el mercado para acelerar la fabricación y asegurar una distribución equitativa y proporcional a las necesidades.

Además, compañías importantes como Johnson & Johnson y AstraZeneca han manifestado su compromiso con un acceso equitativo a la vacuna. Otras organizaciones influyentes, como el Comité Asesor sobre Prácticas de Inmunización, parte de los Centros Estadounidenses para el Control y Prevención de Enfermedades, deberían imitarles.

Toda acción cuenta para desarrollar un mundo mejor. En la lucha por acabar con la pandemia de COVID-19, estas acciones deben contemplar un amplio compromiso global para asegurar que todas las personas estén protegidas, incluidos los refugiados.

Aditi Hazra, an assistant professor of medicine at Harvard Medical School and Brigham and Women’s Hospital, is the founder of PinkSari (for global breast cancer prevention), a former EMT, and student director of the H.O.M.E.S. Clinic for the homeless. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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