EL gran economista Thomas Sowell precisaba que no eran las teorías formales heredadas de economistas ya muertos –como predijo Keynes– las que controlan la acción de los políticos, sino los sentimientos, los marcos morales de referencia, los esquemas de valores y las creencias generales que se transmiten desde el pasado, y precisaba: «En este sentido, los mercantilistas aún ejercen una fuerte influencia en las creencias y actitudes en el mundo de hoy, siglos después de que fueran refutados contundentemente dentro de la profesión de la economía» ('Economía Básica', 2012). Más que un corpus teórico, el mercantilismo fue –y sigue siendo—un magma de emociones e intenciones morales que genera interpretaciones económicas pintorescas: la riqueza no es un logro individual sino un fondo social cuyo titular es el Estado y que se cifra en la cantidad de medios de pago que posea; el mercantilismo cree que la nación, no los individuos, son los protagonistas de la economía; que lo colectivo es moralmente superior a lo individual, que es poco relevante; supone que el comercio es un juego de suma cero porque la riqueza es una suma fija que no crece con el intercambio; y que la población ha de ser abundante y laboriosa, aunque no necesariamente próspera.
Tanto nuestros pensadores del siglo pasado como nuestros antiliberales de ahora recurren a las referencias del mercantilismo para incurrir en los mismos errores. Los Mallada, Costa, Ganivet, Ortega, Maeztu o Vicens compartían un diagnóstico catastrófico de la realidad y añoraban un pasado imaginario a cuya prosperidad y orden había que volver. Mallada preguntaba con dolor patrio «¿en qué país del mundo se soportaría con paciencia tanta el cúmulo de males y el enjambre de infortunios que sobre nosotros pesan»? ('Los males de la patria', 1890) y Ortega insistía: «... esta meseta superior de Castilla ¿habrá algo más pobre en el mundo?» ('El espectador', 1911).
La ignorancia (cuando no el desprecio) del análisis económico y el desconocimiento del resto del mundo impedían a los regeneracionistas de entonces conocer y analizar mejor nuestra realidad social. Desconocían que durante el medio siglo previo a 1936 España había sufrido una mejora profunda que –aunque nos había alejado de Europa porque ésta había crecido aún más rápidamente– había transformado nuestro país. Benito Arruñada se ha referido a «la impotencia productiva de los intelectuales del primer tercio del siglo XX» para las ciencias sociales ('The Objective', 26-12-21) y esto es un buen ejemplo de ello. Los regeneracionistas de entonces –como los actuales– comparaban los campos castellanos con la campiña francesa, acusaban a los latifundios de todos los males, no distinguían entre la productividad de la tierra y la del trabajo y no sabían de la importancia de la proporción entre estos factores.
Desconocían que España era un país pobre si la comparación era con Francia o los Países Bajos, pero no tanto en el contexto de los demás países periféricos. Pero lo más grave del pensamiento social regeneracionista no era el diagnóstico de nuestros males, sino el remedio propuesto para aliviarlos. España tenía que ser defendida de los extranjeros porque el comercio impedía crecer a nuestra industria. La economía patria era tan pobre y nuestro mercado tan débil y pequeño que había que reservarlo todo a los productores nacionales. La justificación de la autarquía por el argumento de la insuficiencia de la demanda interna aún se enseña en nuestras universidades y fue aceptado por la mayoría de nuestros regeneracionistas, incluso por muchos que se tildan de liberales.
La oposición al liberalismo vuelve a encontrar hoy en el regeneracionismo una nueva fuente de inspiración. De nuevo, algunos tertulianos, eruditos, académicos y políticos sienten el impulso palingenésico de reinventar nuestra geografía y nuestra historia demográfica para regenerar la economía nacional. Como la autarquía ya no es posible –aunque la sigan viendo deseable– los mercantilistas actuales buscan el remedio a los males de la patria en otro arbitrio: la corrección de los desequilibrios demográficos territoriales con planes públicos.
Ya en el siglo XVII decía sir William Petty que la ausencia de gente es la auténtica pobreza y otro gran mercantilista, Bernard Mandeville, recordaba: «En una nación que no tenga esclavos la forma más segura de riqueza consiste en una multitud de pobres laboriosos». ('La fábula de las abejas', 1714). Trescientos años después la abundancia de personas en todo el territorio vuelve a ser la clave para los regeneracionistas modernos. La falta de uniformidad en la distribución territorial de la población se presenta como un drama cuya 'corrección' forma parte programática de muchos partidos localistas y, además, del partido leninista en el Gobierno, que ha logrado instituir una secretaría general para el reto demográfico, observatorios de cohesión territorial, y centros de innovación poblacional, dotados de presupuestos millonarios. El problema se origina, cómo no, con el franquismo y su «desarrollo dependiente y esquilmador que asignó al mundo rural una función subordinada al desarrollo urbano» ('Papeles de relaciones ecosociales'). La precarización de la vida rural provocó «el gran trauma» (Del Molino, 'La España vacía', 2016), es decir, el vaciamiento traumático provocado por una emigración forzada hacia las ciudades para dar lugar a una relación explotadora de dependencia centro-periferia. Ausentes del análisis quedan las diferencias salariales entre sectores y territorios, las grandes ganancias en la productividad laboral agraria, la mejora en las condiciones de la vida rural, la integración territorial que han supuesto las infraestructuras viarias, o el cambio de actividad en los núcleos pequeños.
No es necesario ser un geógrafo experto para ver sobre un mapa que nuestras NUT –las unidades territoriales estadísticas que establece la UE– son diferentes de las centroeuropeas porque algunas están menos llenas. Pero la comparación no puede ser con Alemania o Bélgica, sino con las penínsulas mediterráneas, los Balcanes, los países bálticos, Escandinavia, Escocia, es decir, toda la periferia europea donde la población se agrupa según un modelo que los geógrafos llaman 'clumped dispersion' en territorios de baja población. Como destacan Collantes y Pinilla en 'The true story of the depopulation of rural Spain' el gran trauma no fue en realidad tan grande: «los datos no sostienen que nos encontremos en un momento de gravedad extrema… los datos tampoco sostienen que el caso español contraste vivamente con el de otros países europeos», es decir, que «el caso español aparece como una buena ilustración del proceso europeo de despoblación rural. En términos llanos, lo que ha venido a llamarse 'España vacía' ya estaba vacía incluso antes de la despoblación» (AEHE, DT- 2001) y tiene que ver más con una larga herencia que se remonta a la Reconquista y a la política arancelaria agraria de hace siglos, y menos con un imaginario plan siniestro para empobrecer a nuestros campesinos. Fueron ellos los que, como en toda Europa, vaciaron el campo. Pero lo hicieron de forma individual y voluntaria buscando otros lugares y sectores con salarios más altos y mejores condiciones de vida. Como hace un siglo, nuestros regeneracionistas modernos no están interesados en que cada español decida en libertad dónde vivir o dónde trabajar. Han descubierto también que reordenar el territorio o corregir los desequilibrios demográficos pueden ser una potente palanca del poder político para mantener redes clientelares, redistribuir ingresos y asegurarse votos en las elecciones. Lo único que deberíamos de regenerar en España con urgencia es la libertad de mercado y las instituciones que la sustentan.
Pedro Fraile Balbín es catedrático de Historia Económica de la Universidad Carlos III.