Los residuales

Por Francisco Rodríguez Adrados, de las Reales Academias Española y de la Historia (ABC, 21/09/06):

LEO que, según el señor Maragall, el Estado español (y supongo que la lengua) es residual en Cataluña. Ya lo habíamos sospechado, ahora lo confirma una voz autorizada.
Aunque me choca un poco el vocablo. Yo había oído hablar de las aguas residuales y hasta de los residuos sólidos. No de un Estado residual.
Vean «residuo» en el Diccionario de la Academia. Tiene varias acepciones:
1. Parte o porción que queda de un todo. 2. Aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo. 3. Material que queda como inservible después de haber realizado un trabajo.
Elijan. Creo que cualquier acepción vale para España. Y para cualquier nacionalismo.
Y conste que nada tengo contra los residuales. Yo mismo lo soy: un hombre que se ocupa de los clásicos griegos, latinos e indios y de historia y lenguas y literatura, ¿cómo no va a ser residual en estos tiempos? Es un título que me honra. Y me parece que el señor Maragall, por lo que leo, es más bien residual en la política catalana. Alguna ventaja tenemos los residuales: podemos decir las verdades que nos da la gana. Vean al señor Maragall, vean su discurso residual, que fue su canto del cisne.
Porque, en cuanto a la España residual o el español residual, me gustaría decir algo.
España fue creciendo siglo tras siglo después de que los árabes la hicieron residual: unos trocitos en los montes cántabros y pirenaicos. No invadió a nadie: ni a Galicia ni a los vascos ni a Cataluña. Vinieron a ella todos por bodas o tratados. Les atraía un gran faro, el modelo antiguo de Hispania. Que ofrecía amparo y guía. Sólo invadió al islam, que la había invadido.
Un poco triste que ahora se quede en un residuo. En un residuo entre residuos. Mal para todos.
¿Y qué decir del español, que es el castellano ampliado? Venían a buscarlo todos. En él escribían gallegos como Valle o la Pardo Bazán, asturianos como Palacio Valdés o Pérez de Ayala, vascos como Unamuno, valencianos como Blasco Ibáñez, alicantinos como Azorín. ¡Y catalanes como Verdaguer y tantos más!
Y no es que no existieran otras lenguas. Dignas y respetadas. Un lingüista muy distinguido, Moreno Cabrera, ha escrito un libro «La dignidad e igualdad de las lenguas». Yo lo suscribo. Los sistemas de comunicación son semejantes. Y despiertan semejante amor.
Pero en España sobre lenguas hay mucha ignorancia. Hay los hechos sociales: cada lengua tiene su función, no se las puede imponer por coacción ni desterrarlas con coacción. Y el hecho social fundamental es este: la gente, allí donde hay varias lenguas, busca una común para entenderse. La más extendida, la de más prestigio. En España es el español, en él hablan todos, hasta los separatistas. Por eso es la lengua oficial de España: no a la inversa.
Y esto no es desdoro para nadie. Hay quien tiene otra lengua materna y la usa con los que también la tienen: no hay nada que objetar. Pero tiene además la común, para participar en la voz de la nación total. Para otros, la lengua materna y la común coinciden. Es igualmente normal. No vamos a lamentarnos como aquél que se quejaba de que en Valladolid, decía, no tenían «lengua propia».
Pero cuando un problema de convivencia, que la gente resuelve, lo toman en sus manos los que buscan estropear las cosas, todo se envenena. ¿Por qué ese afán por hacer residual lo que era (y es) central, por meterlo en el trastero? ¿Por qué ese afán por hacer residual, también, a España?
Mal para todos. No es que sea anticonstitucional, es que es suicida. Fueron unos pequeños grupos que aspiraban, simplemente, al poder. Casi lo han logrado. Mal asunto. Los que estamos fuera de toda apetencia de poder, lo vemos claramente.
Es triste lo que ha pasado con esa Constitución de 1978, no ya lo que pasa ahora. No es sino más de lo mismo: ya que no tienen los votos para abrogarla, la dan por no existente. En fin, todos la hemos elogiado, yo también: es o era la Constitución de la concordia. Pero hay un hecho claro: lo de la «unidad indisoluble» de España y lo del español (no se atrevieron, dijeron castellano) como lengua oficial y lo de exigir a los partidos respeto «a la Constitución y a la Ley», jamás se ha cumplido. Desde el comienzo mismo hubo partidos legales (de los ilegales no hablo), nacionalistas o separatistas, como quieran llamarlos, que pasaban de esto. Y desde el principio hubo campañas contra la lengua española.
Ningún Gobierno hizo frente al problema. ¿Por evitar males mayores? Quizá. Y porque todos han necesitado, en algún momento, los votos de esos partidos. Unos partidos que en sus regiones jamás lograron mayoría, en España, sin embargo, daban la mayoría.
Y, así, los buenos deseos (pia desideria, wishful thinking) de la Constitución sobre la nación y la lengua y los partidos se quedaron en residuales. Como, en pequeño, Maragall o yo. ¡Somos tantos los residuales! Casi dan ganas de gritar «uníos, hermanos residuales». A lo mejor, al final, no lo somos tanto.
En fin, disculpen: mejor reír que llorar. Bromas aparte, lo que sucede es serio, potencialmente trágico. ETA y Batasuna estaban ya casi acabadas y ahora esperan lograr con ayuda del «proceso» lo que con las pistolas no lograron. Esperemos que fracasen. En Cataluña casi todo lo tienen «transferido». Y ¿qué decir de la lengua? Me invita gente amiga a un simposio sobre algún tema clásico: la portada del programa está en catalán, francés e inglés. Lenguas con mil méritos, pero algo falta. Ya sé, las circunstancias que decía don José. Pero hay también hay el «yo»: no voy.
Y, por cierto, ¿no será residual también, ya puestos, el Partido Socialista? Porque no es que vaya a llegar el Socialismo, no, hace tiempo que llegó. El Socialismo lo han incorporado a su programa todos los partidos, con los matices que sean. Ya los liberales ingleses del siglo XIX (¡si no, se les escapaban los votos!), los conservadores españoles (Dato), Franco (el Instituto Nacional de Previsión). Y hasta Pericles: no lo invento ahora, lo he escrito antes y otros lo han escrito conmigo.
Llegadas las masas a la escena política, consolidada la democracia igualitaria, la atención a lo social se impone. La cuestión es hacerlo de manera inteligente, no arrasándolo todo.
Pero al triunfar el Socialismo, el Partido Socialista se ha quedado sin doctrina, sin programa propio. Lo de obrero y español otros lo han criticado, yo me limito a criticar lo de socialista. No porque no sea cierto, sino porque es una marca que es ya de uso común.
¿Qué hacer, entonces? Porque, evidentemente, no quieren cerrar el partido, se comprende. Tienen que buscarse un nuevo programa, desde el momento en que eligieron la democracia liberal dejando la revolución, que a algunos les suena bien todavía, pero ya no es acorde con los tiempos.
Y ¿qué hacer, entonces? Ya lo ven: los pactos consabidos, el uso abusivo de la palabra «paz», la ayuda de profesionales del follón, los dicterios contra el otro bando, una leyes que a muchísimos irritan y son de dudosa constitucionalidad, pero que esperan que les traigan votos. Anestesiar a la gente con propaganda que suena a humana y populista. Falsificar la Historia. Más o menos, como en la segunda República, tan elogiada ahora.
Todo esto no encubre demasiado el carácter residual del Partido. Y de sus sindicatos y de tantos aspectos de su política.
El pobre Pericles no tenía esos recursos o los utilizaba tímidamente, pese a lo que dijeran sus críticos, que ya los había. Su democracia acabó por derrumbarse. Y él se quedó en residual a secas dentro de la Historia de Grecia.
Al menos, creó un ideal para el futuro.
En fin, discúlpennos a los residuales. Algunas verdades decimos.