Veo cómo salen de la Macarena los restos tan honrados durante décadas de dos asesinos, y recuerdo el momento en el que encontramos a Francisco, asesinado por los colegas de esos mismos hombres. Su cráneo. Huesos pálidos en la cuneta de una carretera. Ochenta años de nieves y sol tórrido para su cuerpo, ochenta años de ausencia y de silencios llenos de miedo para los que quedaron detrás. Francisco Alonso, carnicero de Trobajo del Camino, en León, que regresaba en el otoño de 1937 a su casa tras la caída del frente del Norte. Fue reconocido y detenido en Geras de Gordón, y “paseado” en plena noche por el capo falangista de la zona y sus secuaces. Pero fueron las mujeres del pueblo quienes tuvieron que subir a enterrarlo, excavando una tumba levísima a través de la tierra escarchada, allí mismo donde lo habían matado, junto a la gran curva en la subida hacia el espectacular puerto de Aralla.
Esas mismas mujeres mantuvieron vivo su recuerdo, y el del emplazamiento de su sepultura, a lo largo de las décadas. Mientras cosían o lavaban en la fuente se lo repetían unas a otras en voz baja, Francisco Alonso, carnicero de Trobajo del Camino, enterrado allá arriba, en la cuneta. Que no se nos olvide. Un día, cuando su viuda se atrevió a aparecer por el pueblo y les pidió que le dijeran dónde estaba, la acompañaron dando un paseo hasta allí, y a una de ellas se le cayó un pañuelo en el lugar exacto. En silencio. Siempre en silencio.
Dos niñas guardaron la memoria de todo aquello. Y fueron ellas, ya ancianas, las que se lo contaron al hijo de Francisco —Luis— y a su nieta Camino cuando Luis decidió buscarlo y llevar sus restos junto a los de su mujer, que apenas sobrevivió un breve tiempo a aquel dolor. No hizo falta decir su nombre. Ellas lo sabían: Francisco Alonso, carnicero de Trobajo del Camino. Tenían casi 90 años, y mantenían todo eso escondido en algún rincón de su cerebro, con los recuerdos de travesuras infantiles y los primeros enamoramientos secretos, esperando que llegase el momento de contárselo a la persona adecuada, porque los demás afirmaban que estaban locas.
Pero sus recuerdos eran reales. Como amiga de la familia, yo estaba allí aquel día de septiembre de 2017, cuando lo encontramos. Tuve el inmenso privilegio de participar en la excavación con un grupo de miembros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, dirigidos por Marco González. Todos voluntarios. Tres días de trabajo de arqueólogos, profesores y forenses, durante lo cuales nadie cobró nada, por supuesto. Fue uno de los momentos más extraordinarios de mi vida. Me llenó de tristeza y, al mismo tiempo, de un raro sosiego. Me pareció estar participando de un rito antiquísimo, que me hacía sentirme más que nunca parte de la especie humana: devolver a alguien querido a los suyos, un gesto de amor y de justicia.
A veces visito de nuevo esa curva de la carretera. El lugar ha vuelto a cubrirse de hierba, y los robles siguen creciendo. Como si nunca hubiera pasado nada. Pero yo sé lo que pasó. Sé cómo fue ese momento extraordinario en el que encontramos los primeros huesos. Sé cómo reposaba la calavera maltrecha a golpes de Francisco entre la tierra húmeda. Sé cómo mucha gente del entorno empezó a acercarse para susurrarnos pistas de otros muertos olvidados: aquel anciano que pasó con su coche hacia arriba y luego regresó, se detuvo, bajó la ventanilla, mencionó con la voz temblorosa una fosa cercana y volvió a arrancar, con el corazón latiéndole muy fuerte, imagino, y la sensación de un deber cumplido al cabo de tanto, tantísimo tiempo.
Y sé también la vergüenza que sentí como española cuando supe que los modestísimos gastos de todo aquello —la pala excavadora, el hostal rural de los voluntarios, los bocatas del mediodía, las cenas y las pruebas de ADN— se pagaba con dinero donado por un sindicato de electricistas noruegos: ninguna institución de este país aportaba fondos para recuperar a las víctimas desaparecidas, a los asesinados por esos asesinos que al fin van saliendo de las basílicas. Espero que ahora, igual que ha habido valentía para tomar esas decisiones, haya presupuesto para llevarse a los muertos solitarios de sus tristes cunetas y enterrarlos con la ternura que la humanidad ha concedido desde el origen de los tiempos a quienes se van y merecen ser recordados. Solo algo tan simple, y tan profundo, como eso.
Ángeles Caso es historiadora del arte y escritora.