Los restos de Franco

Aunque parezca mentira, el actual Gobierno ha conseguido en pleno Halloween levantar de su tumba el cadáver de Franco, y éste amenaza, como El Cid, con ganarle una batalla después de muerto. Está claro que el señor Sánchez esperaba que ante su propuesta de exhumación, el PP se arrancase con furia al capote reproduciendo el consabido escenario guerracivilista al que se acogen siempre las izquierdas de un tiempo a esta parte.

El presidente Casado, al preocuparse más por los dictadores vivos, que hacen más daño, que por los dictadores muertos, ha esquivado la maniobra y todo lo que fue planteado como el mayor conflicto político de la España actual queda reconducido a un enfrentamiento privado de todo un gobierno y sus acólitos contra los seis nietos del finado.

En este punto, el Gobierno español no ha tenido otra ocurrencia, ante la inteligente pasividad de la derecha política, que intentar que sea la Iglesia quien le dé resuelto el problema y, desoyendo el consejo de don Quijote, lo único que ha conseguido es que el Vaticano desautorice el comunicado del Gobierno español.

Así las cosas, a nuestro Gobierno se le estrechan los espacios de tal modo que solo tiene, a mi modo de ver, una salida realista que ya apuntó sabiamente el ministro Ábalos al pedir humildad a la familia de Franco.

Consiste en lo siguiente: en el Derecho español el cadáver de una persona por el mero hecho de la muerte, al extinguirse la personalidad jurídica, deja de ser sujeto y se convierte en un objeto de derecho, como nos enseñó la doctrina «Juscivilista». Este objeto, «cosa mueble de naturaleza especial», pertenece a la familia del finado, con preferencia de los descendientes a los colaterales y, por tanto, en nuestro caso el cadáver pertenece pro indiviso a los nietos de Franco, quienes ostentan pleno derecho a mantenerlo en el lugar donde mejor les parezca, con la dignidad y decoro que para ellos merece, sea cual sea la opinión del resto de los españoles sobre la ejecutoria vital de aquel a quien en vida tal cuerpo perteneció.

El Estado, que todo lo puede y que ya ha conseguido aprobar su exhumación del Valle de los Caídos, también puede decidir su nuevo emplazamiento, pero sólo puede hacerlo cumpliendo la Ley, ya que estamos en un Estado de Derecho, donde cualquier arbitrariedad o vía de hecho se encuentran proscritas, y en el cual la privación del derecho de propiedad debe adecuarse al procedimiento expropiatorio y al pago de un justiprecio.

A tal efecto, bajo el amparo normativo de la Ley de Memoria Histórica que por impulso del propio Gobierno se encuentra en vigor, y ante la negativa de la familia propietaria de los restos a aceptar la ubicación que el Gobierno decida, puede éste, por razones de utilidad pública e interés social proceder a su expropiación y así evitar actos de exaltación y homenaje a la dictadura y a quien en vida la encarnó. De tal modo que el conflicto con la familia quedaría reducido, una vez firme el acuerdo expropiatorio, a la determinación del justiprecio en los términos previstos en la Ley de Expropiación Forzosa.

Alguien puede plantear con razón que el cadáver de una persona en nuestro Derecho es «res extra commercium», no susceptible de compraventa, pero este obstáculo quedaría superado a mi modo de ver al tratarse no de una venta especulativa por iniciativa de los vendedores, como la venta de órganos para trasplantes, sino una venta forzosa, a instancia de un Gobierno y amparada en razones de interés público.

Por otro lado, al encontrarse el bien expropiado fuera del comercio es difícil cuantificar la indemnización expropiatoria. Pero dentro del convencionalismo que toda determinación de valor implica, habría que aplicar la doctrina del «precio del dolor» de los nietos al verse despojados de los restos de quien para ellos fue en vida una persona querida y admirada, y para los que «aunque la vida perdió dejolos harto consuelo su memoria».

Antonio Hernández Mancha, expresidente de Alianza Popular.

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