Los restos de la noche

George Steiner inició su ensayo sobre Tólstoi y Dostoyevski afirmando que la novela moderna procedía de la decadencia de los dos géneros en que había nacido la literatura clásica: la épica y el drama. Según el eminente ensayista, sólo los dos gigantes de la narrativa rusa fueron capaces de restaurar un sentido de la literatura que devolvió a los hombres y a las mujeres la sensación de formar parte de la historia o la impresión de sentir en sus propias pasiones el sentido último de la experiencia humana. Tan grande ha sido ese magisterio que Steiner considera que podría analizarse el carácter de casi todas las personas sabiendo con cuál de los dos escritores se identifica: con la solemne y minuciosa presentación de los grandes ciclos históricos habitados por muchedumbres benévolas, de grandioso corazón, o con la aproximación mística al sufrimiento liberador de individuos señalados por el destino, requeridos por el terco interrogatorio del sentido de la vida, dispuestos a llegar al crimen o al suicidio para demostrar que todo o nada tiene sentido.

Durante estos últimos días, cuando se discute en el Tribunal de Estrasburgo el recurso presentado por el Estado español a la sentencia sobre la doctrina Parot, la reflexión de Steiner ha podido encontrar un lugar de penosa analogía en nuestra historia. Me refiero a lo que sólo puede ser la crónica atroz del crimen y el castigo, aunque algunos traten de presentárnosla como la conmovedora trama de la guerra y de la paz. Porque, cada vez que creemos poder levantar ya la cabeza del estiércol moral de los años de plomo, el aire vuelve a hacerse intransitable con el hedor de las palabras que se pudren en la boca de los asesinos. No hay olor más espantoso que el de la corrupción del espíritu. Y es esa podredumbre la que soportan palabras por las que se entregó la vida: el Estado de Derecho, el peso de la ley, la seguridad jurídica, la protección de los recursos institucionales de toda una civilización. No deja de resultar irónico, aunque la historia nos haya proporcionado tantas veces su vocación de sarcasmo, ver en la boca de los verdugos lo que solamente pudo ser el vocabulario de las víctimas. Esta sociedad debería cerrar filas ante esta carnicería que los terroristas hacen con las palabras esenciales de nuestro concepto de ciudadanía. Curiosos guerreros de ardor impostado, tan felizmente a salvo por la indefensión de sus víctimas, tan esperpénticos en sus insultos a los tribunales y en sus atroces sonrisas de suficiencia a los familiares destrozados olfatean ahora ansiosamente los vericuetos del Derecho Penal para averiguar si hay algo de lo que puedan servirse en un cuerpo de garantías jurídicas que astillaron cada vez que apretaban el gatillo o activaban la bomba. «Los defensores de esa terrorista, que proclama ahora que su libertad y su vida tienen rango superior al de quienes sufrieron los actos de su enfermiza voluntad, señalan que no quieren poner el crimen en su contexto social o moral, sino sólo en la lógica de las normas procesales y penales. Que tome nota la historia del despropósito y de una incoherencia que siempre ha servido para beneficiar el discurso o la práctica del terrorismo»

Cuando oigo en Estrasburgo los argumentos de algunos abogados, empiezo a creer que la Justicia es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de meros manipuladores del Derecho. No entraré aquí en la inaudita situación que permite que se cifre en un máximo de treinta años el periodo en que una persona puede permanecer encarcelada, sea cual sea la magnitud de su delito. Que esta decisión penal se tomara en el mismo momento en que caían, acribillados o despedazados, centenares de españoles, puede indicar hasta qué punto de fragilidad política y desconcierto ético se ha podido llegar en una nación democrática cuyo proceso constituyente tuvo, en asuntos que nos están estallando en la cara, más relación con el complejo de inferioridad que con la tolerancia. Tan escandalosa era la situación que una sentencia determinó que, por lo menos, esos treinta años llegaran a cumplirse en su totalidad, ya que no habíamos tomado la sabia decisión de dejar en su celda para siempre a quienes mataron para siempre.

Los defensores de esa terrorista, que proclama ahora que su libertad y su vida tienen rango superior al de quienes sufrieron los actos de su enfermiza voluntad, señalan que no quieren poner el crimen en su contexto social o moral, sino sólo en la lógica de las normas procesales y penales. Que tome nota la historia del despropósito y de una incoherencia que siempre ha servido para beneficiar el discurso o la práctica del terrorismo. Todos tenemos suficiente memoria para recordar que los asesinatos querían suavizarse con referencias a una guerra de liberación fantasiosa, a ese maldito contexto de circunstancias excepcionales que pudieran atenuar la responsabilidad del crimen. Ahora resulta que aquel contexto no sirve, que no tienen que entrar en la sala los relatos de las víctimas, la atrocidad de los asesinatos en masa, la carcajada de un terrorismo al servicio de la causa general dictada por el nacionalismo etarra contra los españoles. Ahora no cuenta eso que califican sorprendentemente de abstracto, como si no hubieran matado los asesinos por una maldita abstracción ideológica, mientras las víctimas morían concretamente, mientras sus amigos sufríamos concretamente, mientras la decencia de los españoles se vulneraba concretamente, mientras el tono moral de una época se lesionaba concretamente. El Estado de Derecho no es una mera construcción funcional y burocrática. Es el resultado de una idea de la civilización, es el fruto de una acumulación de recursos culturales en los que hemos obtenido el reconocimiento de ser individuos libres, portadores de una dignidad inviolable. ero en España, durante demasiados años, hubo y sigue habiendo quienes se declararon ajenos a estos principios. Aquí se mantuvo un estado de excepción permanente, en el que nuestras vidas pendían del hilo de la siniestra voluntad y del ideario aberrante de quienes se habían investido de un arrogante sacerdocio justificado por la fe, en el que importaba menos el libre albedrío de los ciudadanos que el estado de gracia nacionalista. Musamihicausas memora, recuérdame las causas, cantaba Virgilio al inicio de la Eneida. Recordemos cómo vivía aquella España a la que todos los días llamaba el mensajero de la muerte... Sin ese contexto, ¡honorables miembros de cualquier tribunal de derechos humanos!, nada entenderán ustedes de lo que ha significado ser hombres solamente, ser hombres nada menos, en los tiempos del cólera en que los criminales se creyeron dioses.

Me causa tanta náusea la vehemencia de quienes entonan cánticos de solidaridad en las plazas públicas, como la actitud de quienes parlotean en instituciones en las que se han encaramado no gracias a su derecho, sino merced a la incompetencia y la cobardía de quien debía haberlo impedido. Unos se creen héroes de leyenda, carne de gesta, protagonistas de la historia. Otros nos explican que lo que sucedió en aquellos tiempos terribles fue el resultado de una tragedia, en la que las víctimas fueron meros instrumentos del destino de un pueblo. La épica y el drama, de nuevo, quieren aparecer como el relato inicial de nuestra historia. Ahora, también la estupidez sucede al crimen. Quienes vuelven a sonrojarnos con sus argucias judiciales, quienes intentan amedrentarnos con sus gritos o quienes quieren desconcertarnos con sus palabras desfiguradas, no son personajes de Tólstoi. Ni siquiera son dignos de la prodigiosa abyección literaria de los demonios de Dostoyevski. Son sólo el sabor a vómito de una habitación enferma, son sólo el desorden de una pesadilla, cuando aguardamos a que la sombra caiga, son sólo el hedor a desperdicio que tienen los despojos de una noche festiva cuando la rompe la laboriosa luz del día. Son sólo los restos de la noche.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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