Los retos que no afrontará McNamara

El fallecimiento del ex secretario de Defensa de EEUU, Robert McNamara, a los 93 años de edad, no supone tanto la débil reverberación de una época que se cierra como un recordatorio de que las mentalidades son el rasgo definitorio de cada era, y de que ciertas mentalidades estadounidenses se repiten con regularidad metronómica.

McNamara llegó a Washington desde el próspero Detroit para convertirse en secretario de Defensa del presidente John Kennedy. Dirigía la Ford cuando los fanfarrones fabricantes de automóviles de EEUU disfrutaban de un porcentaje del mercado mundial del 90%. Confiado, en apariencia, en que gestionar la competencia entre distintas naciones podía ser tan metódico como hacerlo con los tres gigantes del sector del automóvil, McNamara ingresó en la Administración siete meses antes del nacimiento del actual presidente Obama, actual propietario y mecánico seguro de General Motors.

Algo inquietantemente similar a la misteriosa confianza plena que manifestaba McNamara impregna hoy el pensamiento más extendido en la Casa Blanca. La máxima es: hay que tener confianza porque todo está bajo control, o lo estará dentro de poco.

El apogeo de la vida profesional de McNamara -primera mitad de los 60- coincidió con la creencia de que la etología política había hecho por fin una ciencia de la política. El principio básico es que las ciencias sociales y naturales no son tan distintas, ya que unas y otras están dedicadas al descubrimiento de regularidades parecidas a leyes que rigen el comportamiento ya sea de los átomos, de los ratones de laboratorio o de los seres humanos.

Dos premisas confirmatorias de la etología política eran que las cosas que se pueden medir, se pueden controlar, y que todo se puede medir. Por consiguiente, cualquier problema debe ser cuantificado y, a partir de ahí, resuelto. Todos los problemas. Así, pensó McNamara, que si había insurgencia militar en Indochina, la solución era crear una contrainsurgencia. ¿Y qué se podía y, por tanto, debía cuantificar en un caso así?: las bajas, claro. Bingo: ya tenían una forma de medir el éxito.

Sin embargo, el comportamiento de los norvietnamitas y del Vietcong no respondió como se esperaba al estímulo controlado y refinadamente calibrado de EEUU, es decir, a las bombas. Los etólogos quedaron decepcionados, pero no desalentados.

Como reacción a la mentalidad que representó McNamara, nació el interés de la Nación. Sus fundadores fueron intelectuales, muchos de ellos tachados en su momento de neoconservadores. Su empeño era insistir en que, como decía Daniel Patrick Moynihan -sociólogo de Harvard por entonces-, la función de las ciencias sociales no es decirnos qué hacer, sino qué no funciona. Y durante la década de los 60 fueron muchas cosas las que no funcionaron en la política estadounidense, tanto en el ámbito doméstico como en el internacional.

McNamara falleció el pasado lunes, justo un día antes de que llegaran noticias preocupantes desde Asia, la región de sus mayores desvelos. Los disturbios raciales que se han destado esta semana en China, y que ya se han cobrado decenas de muertos, refutan de manera redundante los augurios de un científico social del siglo XIX: Karl Marx. Convencido de haber discernido las leyes de la física en su variante social, afirmaba que la llegada de la modernidad, el ascenso de la ciencia y la retirada de la religión bajo el peso del raciocinio de las sociedades de mercado significaría que factores preindustriales tales como la religión o la etnia perderían su papel destacado en la formulación de la Historia.

No obstante, la conclusión de Marx mutó en lo que Moynihan llamaba «la expectativa progresista». Ésta consiste en la esperanza de los progresistas respecto a que la desaparición de esos atavismos y supersticiones haya puesto al mundo rumbo a una tranquilidad perpetua.

Pero de momento no parece que estemos en esa dirección. Por lo pronto, el mundo podría verse sacudido dentro de poco por las tentativas internacionales de modificar el comportamiento del régimen iraní. Puesto que un amplio abanico de incentivos han resultado del todo ineficaces, se están, contemplando medidas más contundentes. Ataques quirúrgicos quizá, una fórmula que evoca la mentalidad de McNamara.

Algunas personas culpan al presidente Obama de no tener planes más ambiciosos para orientar a los iraníes hacia el cambio de régimen. Se trata, sobre todo, de neoconservadores cuya certidumbre en torno a la factibilidad recuerda -paradójicamente- la que, hace décadas, el propio neoconservadurismo atacaba.

Frente a quienes creen que todo es cuantitativo, que todo responde a leyes fijas y predeterminadas, cabe recordar cómo cada cuatro años saturamos New Hampshire -esa pequeña, anglófona, culturalmente homogénea y étnicamente templada región de Nueva Inglaterra- de políticos, consultores, periodistas y politólogos, ávidos por conocer el resultado de las primeras primarias de la larga carrera presidencial estadounidense. Y con frecuencia nos sorprende y hasta nos confunde lo impredeciblemente que los habitantes de ese Estado, con su perversidad característica.

McNamara, al igual que muchos que abandonan un alto cargo público, nunca se marchó de la capital de esta nación que cree que la gente aprende de la Historia, y que, por tanto, considera que la ésta es lineal y progresiva. Pero Washington, presa una vez más de la audaz esperanza de dominarlo todo, haría bien en conservar un atisbo de duda en torno a que esto sea cierto.

George Will, columnista de The Washington Post y Premio Pulitzer.