Los reyes son los padres

El rey Felipe VI de España el 11 de diciembre de 2018 en Madrid. Credit Carlos Álvarez/Getty Images
El rey Felipe VI de España el 11 de diciembre de 2018 en Madrid. Credit Carlos Álvarez/Getty Images

Papá Noel se fue, van a llegar los Reyes Magos. Entre padres y reyes sigue todo, aunque vengan de culturas distintas: en principio, los niños hispanos creen en esos tres señores pomposos montados en camellos; los niños anglos, en un solo señor gordo montado en un trineo. Se podría decir que la versión anglo exalta la iniciativa individual contra la colectiva hispana; que el traje rojo y blanco reivindica lo directo frente al embrollo de los paños reales; que el buen viejo trabajador se contrapone a los reyes altaneros; que el frío, por supuesto, es anglo y el calor, hispano. Es el famoso choque de civilizaciones, que al final nunca chocan sino que se acomodan —siempre que se vislumbre algún negocio—.

Y es cierto que ambos requieren una fe más o menos ciega, interesada, y los envuelven misterios parecidos. Del estatus de Papá Noel se sabe tan poquito: ¿cuánto cobra por el trabajo que hace, quién se lo paga, tiene seguridad social, cómo pasa sus largas vacaciones, cómo trata a sus renos, no está harto de hacer siempre lo mismo? De los Reyes Magos casi menos: ¿dónde reinan, son crueles con sus súbditos, se hicieron con el poder o lo heredaron, tienen esposa o un harem, en qué dios creen, se emborrachan con licores finos? Y, sobre todo, ¿cómo es que pueden viajar tanto, abandonar sus territorios? A menos que se acepte que no reinan, que solo sirven para el viejo engaño: esconder a los padres, los verdaderos responsables. Lo mismo que tantos otros reyes de tantos otros cuentos.

Porque, aunque suene tan rancio, el viejo cuento de los reyes todavía funciona. Aquí en España, por ejemplo, hay uno. O dos, incluso: uno en ejercicio, otro jubilado. Y la mayoría de los españoles los toleran o quieren. Para eso deben pretender que olvidaron su origen —que está, faltaba más, muy bien documentado—. Circula en internet la filmación de aquel momento decisivo en que el viejo general Francisco Franco, asesino de tantos, declaraba solemne: “Don Juan Carlos de Borbón y Borbón […], he decidido proponerle a la patria como mi sucesor”. Y el aludido contestaba, tan solemne como el alusor, que “quiero expresar en primer lugar que recibo de su excelencia, el jefe del Estado, el generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936”. Esa legitimidad —recuerdo, para los que no— consistió en alzarse en armas contra un gobierno democrático y desencadenar una guerra civil que mató a cientos de miles e inauguró una dictadura de cuarenta años que mató a otros tantos.

Tiempo después, cuando asumió, el señorito que Franco había hecho rey juró “por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las leyes fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”. Ese movimiento —recuerdo, para los que no— era la columna vertebral del franquismo. El señor Juan Carlos de Borbón e ídem, exrey y padre y razón de este rey, declaró que reinaría en nombre de esos asesinos y guardaría lealtad a sus principios fascistas. Si lo hizo es cómplice; si no, traidor. La elección es difícil, pero los reyes no saben de elecciones.

La historia es dura de tragar, oscura. Casi todos intentan olvidarla; quizá la toman en cuenta esos jóvenes que empezaron, últimamente, un movimiento de repudio. En estos días, agrupaciones estudiantiles de 33 universidades públicas españolas organizaron referéndums sobre la monarquía: sus resultados la condenan 10 a 1.

Son consultas simbólicas, por supuesto, pero lanzaron algo. Quizá por eso, en estas ¿páginas?, David Jiménez discutió el tema con argumentos que me sorprendieron. Su tesis central fue que “la monarquía necesita un referéndum para garantizar su continuidad a largo plazo y renovar su legitimidad democrática”. “Legitimidad democrática” parece significar que muchos voten algo. Pero ¿cómo puede tener legitimidad democrática una institución que niega la esencia de la democracia: la abolición de los privilegios de sangre, la igualdad de todos ante la ley y la libre elección de las autoridades?

Es el truco habitual. Confundir democracia con mayoría electoral es el mecanismo clásico de los grandes sistemas autoritarios del siglo pasado y de los que intentan repetirlos ahora: Bolsonaro, Orbán, Trump, Le Pen, Duterte, Vox y compañía ilimitada. Pretender que la cantidad alcanza para legitimar cualquier opción es su recurso más trillado.

Siempre es más fácil contar que pensar, blandir números que sostener principios. Y te permite argumentar que “lo decidió la mayoría”. Durante milenios la mayoría fue esclavista y solo dejó de serlo porque hubo minorías que pelearon contra eso. Durante milenios la mayoría relegó y usó a las mujeres y solo dejaron de hacerlo porque hubo minorías que pelearon contra eso. La mayoría es conservadora, teme, se refugia en lo que ya conoce; muchas veces la voluntad mayoritaria es un error a corregir. Por supuesto, es mucho más fácil cobijarse en ella que aceptar la intemperie de la crítica. Pero esa disidencia minoritaria es necesaria para crear, con su insistencia, con el tiempo, las mayorías que impondrán esos criterios que antes rechazaban: la democracia en acto. Y entonces esas mismas mayorías mirarán atrás y no podrán creer que apoyaban lo que antaño apoyaban: esclavos, esclavas, reyes, supersticiones varias.

La otra línea de defensa monárquica es su supuesta utilidad. Jiménez dice que algunas de las democracias más avanzadas, como las escandinavas, mantienen sus monarquías y no les va mal. Se supone que los reyes sirven como símbolos —de la unidad nacional, básicamente, de “la patria”—. Es lo que hacían hace siglos, cuando las sociedades eran más primarias y los dueños ejercían su poder de formas más directas. Entonces, los súbditos aceptaban que alguien fuera el amo de todo y de todos si, a cambio, les prometía protección y simbolizaba la unidad de esas tierras. Sin rey de Francia no había Francia —un suponer— sino una cantidad de pequeños señores que hacían lo que se les cantaba.

Después, hartos, los ciudadanos fueron decidiendo que la síntesis de un país no debía ser una persona sino el conjunto de personas que lo habitan, y que ese conjunto se representa a su vez en símbolos más abstractos —colores, canciones, historias—; que se precise carne y huesos para simbolizar una comunidad es tan primario. Y que un Estado sea simbolizado por alguien que representa todo lo contrario de los principios declarados de ese Estado es pura paradoja, un despropósito.

Por eso, aún si su origen no estuviera lleno de sangre y dictadura, aún si no viniera de unas matanzas del siglo XX sino del siglo XVI o XVIII, como las otras, esta monarquía ya no tiene sentido. Solucionarla sería simple, fácil. En 1931 declarar la república fue cambiar muchas cosas; ahora, si se hiciera, casi todo seguiría igual. La función práctica del rey es tan poco importante que anularla no cambiaría gran cosa. Cambiaría, sí, el símbolo, la forma de verse y de representarse: un país se haría mayor de edad. Se enteraría de que los Reyes son los padres, y que los padres y los mitos estamos para quedar atrás cuando los chicos, por fin, se lanzan al camino.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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