Los riesgos de la expansión monetaria competitiva

Las políticas monetarias no convencionales que adoptaron muchos países avanzados en respuesta a la crisis económica internacional de la que el mundo intenta recuperarse parecen gozar ahora de amplia aceptación. Pero en las economías que están muy endeudadas, inseguras respecto de sus políticas o con la demanda interna limitada por la necesidad de encarar reformas estructurales, es lícito preguntarse si los beneficios obtenidos por la flexibilización monetaria en los países de origen compensan sus efectos perjudiciales sobre el resto.

Los riesgos de la expansión monetaria competitivaPeor aún, no tener en cuenta los efectos derrame puede llevar al mundo a una peligrosa escalada en la aplicación de políticas no convencionales. Para asegurar un crecimiento económico estable y sostenible, es necesario que los líderes mundiales reexaminen las reglas internacionales del juego monetario, para que tanto las economías avanzadas como las emergentes adopten políticas monetarias que beneficien a todos.

Es indudable que políticas no convencionales como la flexibilización cuantitativa tienen su razón de ser: cuando los mercados están destruidos o altamente disfuncionales, los bancos centrales tienen que ser innovadores. De hecho, muchas de las medidas aplicadas inmediatamente después de la caída del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers en 2008 fueron totalmente acertadas, a pesar de que los bancos centrales no tenían un manual que les dijera qué hacer.

El problema es cuando esas políticas se extienden más allá de esa función reparadora de los mercados. En el caso de economías que están profundamente dañadas o necesitan reformas importantes, los beneficios internos de las políticas de flexibilización son inciertos en el mejor de los casos, mientras que sus derrames estimulan la volatilidad en los mercados cambiarios y de activos, tanto en la economía de origen como en los países emergentes.

Una mayor coordinación entre los bancos centrales contribuiría sustancialmente a asegurar que la política monetaria cumpla su misión en el país de origen sin provocar al mismo tiempo efectos colaterales excesivos en otros países. Esto no implica, por supuesto, que los bancos centrales deban estar todo el tiempo organizando reuniones o teleconferencias para definir estrategias comunes, sino más bien que el mandato de los bancos centrales con influencia sistémica debería incluir la obligación de tener en cuenta los efectos derrame de sus políticas y evitar medidas no convencionales que afecten seriamente a otras economías, especialmente si los beneficios locales no son seguros.

La mayoría de los economistas coincide desde hace tiempo en que cuando las políticas de los bancos centrales son localmente óptimas, su coordinación puede no aportar grandes beneficios. Pero en la actualidad, no es seguro que los bancos centrales estén actuando en forma óptima, ya que hay una variedad de restricciones internas (entre ellas, una política local disfuncional) que pueden estar motivándolos a tomar medidas más expansivas de lo estrictamente necesario o útil.

Además, los flujos internacionales de capitales exponen hoy más que nunca a las diversas economías a los efectos de las políticas ajenas, y esos flujos no dependen necesariamente de las condiciones económicas de los países receptores. Existe el riesgo de que los bancos centrales, al intentar contener la entrada excesiva de capitales y mantener un tipo de cambio bajo, queden atrapados en un círculo vicioso de políticas de flexibilización competitiva con el objetivo de maximizar la participación de sus economías en la escasa demanda mundial existente.

Salvo pocas y loables excepciones, los funcionarios de las instituciones multilaterales se han mostrado en gran medida entusiastas de las políticas no convencionales. Pero esto conlleva dos riesgos fundamentales.

El primero es que se rompan las reglas del juego. Avalar incondicionalmente las políticas monetarias no convencionales equivale a decir que distorsionar los precios de los activos es aceptable cuando hay otras restricciones internas al crecimiento.

Con este mismo criterio, sería legítimo que los bancos centrales practiquen lo que podrían denominar “flexibilización cuantitativa externa” (FCE), esto es, intervenir para mantener un tipo de cambio bajo y al mismo tiempo acumular enormes reservas de divisa extranjera. Si los efectos derrame netos no determinan una política internacionalmente aceptable, las instituciones multilaterales no pueden decir que la FCE, cualquiera sea la inestabilidad que genere, vaya en contra de las reglas de juego.

Y no se trata de una mera hipótesis. La flexibilización cuantitativa y sus parientes cercanos se suelen implementar en situaciones en que los bancos están incondicionalmente dispuestos a acumular grandes reservas, algo que por lo general sucede cuando los canales crediticios están trabados y otras fuentes de demanda que responden a las tasas de interés están deprimidas. En estos casos, si la flexibilización cuantitativa “funciona” es más que nada porque altera las relaciones cambiarias y transfiere demanda entre países. Dicho de otro modo, se diferencia de la FCE sólo por una cuestión de grado.

El segundo peligro es que al no tener en cuenta los efectos derrame, las políticas de los países de origen provocan daños colaterales no previstos en otras economías, y estas responden con medidas que apuntan a proteger sus intereses. Aunque los bancos centrales de los países de origen han explicado hasta el cansancio de qué manera las condiciones internas los guiarán en el abandono de las políticas no convencionales, no han dicho nada respecto de cómo responderán ante perturbaciones externas.

Para los países receptores, la conclusión obvia (que la reciente turbulencia en los mercados financieros tras la decisión estadounidense de poner fin a más de cinco años de flexibilización cuantitativa no hace más que confirmar) es que se las tendrán que arreglar solos. Por eso las economías emergentes se cuidan cada vez más de incurrir en grandes déficits y priorizan mantener tipos de cambio competitivos y acumular grandes reservas que les sirvan de protección en caso de perturbaciones. ¿Es esa la respuesta que esperaban provocar los países de origen, justo ahora que hay una escasez tremenda de demanda agregada?

Aunque incorporar la cuestión del efecto derrame en los mandatos de los bancos centrales traería beneficios evidentes, sería difícil de implementar en momentos en que las dificultades económicas internas tienen un enorme peso político. Una solución más viable, al menos por ahora, sería que haciendo una reinterpretación de sus mandatos, los bancos centrales de los países de origen tengan en cuenta los efectos a mediano plazo de las políticas de respuesta de los países receptores (por ejemplo, la intervención sostenida en los mercados cambiarios).

Esto permitiría a los bancos centrales reconocer explícitamente la existencia de efectos derrame adversos y minimizarlos, sin excederse de sus mandatos actuales. Sería una forma reducida de “coordinación”, a la que se podría complementar con una reevaluación de las redes de seguridad globales.

La actual falta de un sistema global genera riesgos que no son problema exclusivo de los países avanzados o de las economías emergentes. La amenaza que plantea la flexibilización cuantitativa competitiva concierne a todos. En momentos de escasez de demanda agregada, los países se están lanzando a una inútil competencia por apropiarse de una tajada mayor de lo poco que hay. Esto crea riesgos financieros y transfronterizos que se harán cada vez más evidentes cuando los países abandonen las políticas no convencionales.

El primer paso para poder recetar la medicina correcta es reconocer la causa de la enfermedad. Y en relación con los problemas que aquejan hoy a la economía global, el exceso de flexibilización cuantitativa ha sido más causa que remedio. Cuanto antes lo admitamos, más sólida y sostenible será la recuperación económica mundial.

Raghuram Rajan is Governor of the Reserve Bank of India.

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