Los riesgos de una reforma constitucional

Como cada vez que nuestra actual Constitución celebra su cumpleaños y sin que se sepa la causa, aparece en la escena política el tema de la necesidad de su reforma. Es posible que se trate de mera casualidad o quizá ande medio oculta alguna otra razón, como la de derivar la atención de la ciudadanía que tiene problemas mucho más graves y cercanos. En el caso de estos días, el hecho de que el tema venga a colación parece aupado por dos circunstancias aparentemente muy diferentes.

En primer lugar, la consideración de establecer la igualdad entre hombre y mujer en el orden sucesorio a la Corona, eliminando la actual prevalencia del varón que establece el art. 57 de la Constitución. Se trata de establecer lo previamente señalado en el art. 14 que impide cualquier tipo de discriminación por razón de sexo. La reforma, en este caso, está reforzada con una serie de requisitos que estimo ya conocidos por el lector. Admitiendo su necesidad, no es posible soslayar que su realización requiere una gran fortaleza parlamentaria del gobierno que la inicia o una situación de total consenso en el hemiciclo. Y, en segundo lugar, se trata de una reforma que no es en absoluto urgente en los momentos actuales, salvo hecatombe de muy alto alcance. Es algo que puede esperar y que, además, hay que abordar con gran tacto político.

La segunda circunstancia bien puede denominarse colateral. Hemos estado viviendo todo un año de «magnificación» hacia la segunda República Española en base al setenta y cinco aniversario de su establecimiento el 14 de abril de 1931. Creo que el hecho ha ido mucho más allá de un adecuado recordatorio o de una merecida celebración. Se ha visto aquel evento como la conocida definición religiosa: «conjunto de bienes sin mezcla de mal alguno». Y, claro está, no fue así. Entre otras cosas por un defecto en el que solemos caer para todo: mirar con ojos de hoy los acontecimientos del ayer. Si no se rectifica este proceder, no se entiende nada. Ni la Reconquista, ni la Inquisición, ni las Cruzadas, ni la figura del Cid, ni la aparición del Quijote, ni la Guerra Civil, ni lo que vino después. Nada de nada. La Segunda República tuvo zonas de luz y zonas de sombra. Y estas últimas no pueden esconderse bajo el pretexto de su abortado final. Naturalmente, cuando algo se «engrandece» en demasía es siempre a costa de que otro algo se «empequeñece» más o menos. Y con este factor por medio, tampoco me parece el momento más oportuno para una reforma constitucional aséptica, abordada «con manos temblorosas» como aconseja la doctrina clásica.

Intima consideración de esta «magnificación» señalada conduce, casi inevitablemente a otra exaltación sin sentido. Y es lógico. Si idílica fue la Segunda República, idílico resulta el texto que reguló su corta vida: la Constitución de 1931. Ende, a la hora de reformar ya tenemos ahí, bien cerca, el texto republicano. A mi entender, el hecho de afirmar tal equiparación y sostener que nuestra actual Ley de Leyes es consecuencia, desarrollo o equiparación de la Constitución de 1931, no deja de constituir un craso dislate desde el punto de vista científico. La Constitución de 1931 fue un texto desfasado (establecimiento de la omnipotencia de la Asamblea cuando Europa y otras partes del mundo caminaban ya por el sendero del llamado «reforzamiento de Ejecutivo») e inútil para la integración de la ciudadanía (fundamentalmente por el carácter claramente sectario con el que se regula el tema religioso). De aquí su fracaso y hasta su temprano rechazo por gran parte de la ciudadanía que no tardó en explicitarlo: aquella no podía ser «su Constitución». Y sin que faltaran los juicios que empañaron sin recato la obra: «conjunto de ambigüedades huecas de verdadero contenido» (Unamuno) o «Constitución lamentable, sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza» (Ortega).
Ocurre, por otra parte, que en cuanto suena la voz de posible reforma, aparecen los cien pareceres sobre lo que una Constitución supone. Ley de Leyes. Norma Fundamental intangible. Biblia de perpetua veneración. Mera herramienta siempre cambiable y válida para regular la vida y el funcionamiento de los poderes. Conjunto de normas de aplicación directa. Y así seguiríamos.

Siendo posible que algo de verdad exista en cada una de estas afirmaciones, uno se suma a la sagaz concepción del maestro García Pelayo quien con buen tino recuerda que «la Constitución es, al fin y al cabo, un componente de un conjunto más amplio al que, en términos generales, podemos designar como sistema político, y por consiguiente, lo que sea y signifique dependerá de su interacción con otros componentes de dicho sistema entre los que podemos mencionar, a título de ejemplo, los partidos políticos, las organización de intereses, las actitudes políticas, etc». Y, siendo así, su estabilidad irá estrechamente unida a su propia «capacidad de adaptación a las diversas condiciones en que se desarrollan los diferentes aspectos y situaciones de la vida política de un pueblo». De esta forma llegamos a la conclusión de que estamos ante algo, todo lo solemne que se quiera, pero inserto en un todo que nosotros llamaríamos el régimen político que la misma Constitución está llamada a intentar regular. Y es en ese todo en el que, a la hora de hablar de reforma, hemos de poner nuestros ojos y atención.

Es por ello por lo que, aquí y ahora, las preguntas son múltiples y determinantes. ¿Vivimos una situación en que nuestras fuerzas políticas han sido capaces de crear un clima sereno de consenso para abordar tanto la reforma como la solución de otros grandes temas de Estado? Evidentemente, no. En el caso de la reforma constitucional, el partido que está en el gobierno habla de cuatro puntos concretos. El mayor de la oposición ofrece hasta catorce, de inmediato descalificados por Izquierda Unida. Y el nacionalismo de izquierda y republicano de Cataluña aprovecha la ocasión para volver a la clara aspiración de «nación». Es decir, abierto el melón, cada partido quiere mayores tajadas.

En estos instantes de sociedad mucho más virulenta que en décadas anteriores, la opinión pública manifiesta tener, como temas de interés o preocupación, otros muchos problemas: inmigración, terrorismo, etc. No conozco ninguna encuesta o sondeo en el que el tema de una reforma constitucional ocupe lugar prioritario. Y esto tiene detrás una no confesada explicación: la reforma no evitará los males que los mismos partidos crean y que no estarán en ninguna propuesta reformatoria por la cuenta que les trae en su absoluta hegemonía cercana a la partitocracia. Están a la vista: reinado de los grupos parlamentarios con minusvaloración del debate en el hemiciclo, férrea disciplina de voto diga lo que diga el contrincante, tradicional recurso al «y más tú» en cualquier debate, nula libertad del ciudadano a la hora del voto ( el partido es el que coloca o elimina nombres), progresivo desguace del Estado (la puerta abierta del art. 150,2 se cierra simplemente con su no ejercicio: ni transferir, ni delegar más, dado el carácter no obligatorio de elección por vía parlamentaria, algo tampoco establecido en ningún artículo de la Constitución y que, por demás, tanto dañoestá haciendo sobre todo en el campo del poder judicial, etc...). Podríamos seguir con los ejemplos. Y todos engendrados no en el texto, sino en la paulatina degradación del sistema político en su conjunto. ¿A qué viene entonces la urgencia de la reforma? Limpiemos antes el conjunto de lo existente y no perdamos el tiempo pensando en lo que la letra, por muy solemne que sea, en nada va a arreglar. Si no es así, el riesgo será una nueva rifa de pactos superior a la existente.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político. Universidad de Zaragoza.