Los salarios no son culpables

Los costes laborales unitarios (CLU) aparecen reiteradamente como los villanos de una situación económica en España que, como ya se ha reconocido, no está para tirar cohetes. A la evolución de los salarios se la señala como uno de los factores que han causado que la diferencia de inflación española con respecto a la media de la Unión Europea siga siendo superior en un punto. Ese diferencial permanece anclado en las estructuras de nuestra economía desde hace tiempo.

Con parsimonia litúrgica, se ha señalado al sector de los servicios --que cada vez pesa más en la economía española-- como el primer causante de tener mayor inflación. El argumento es que, en buena parte, son servicios no expuestos a la competencia, con escasos incrementos de productividad y unos trabajadores decididos, pese a todo, a asegurar que sus ingresos no pierdan comba respecto de los aumentos del PIB general de la economía (entendido como el crecimiento real más la inflación). En este contexto, si la productividad no aumenta, los costes laborales por unidad de producto, el servicio que se preste, se incorporan totalmente a los precios, que disparan la espiral inflacionista.

Sin embargo, esta historia, reiterada, no describe lo acontecido en el periodo último de nuestra economía. Según los datos del Informe del Banco de España para el 2007 (que acaba de aparecer), durante el periodo 2002--2007 el sector de los servicios fue el que menos contribuyó a este diferencial: el 1,3, cuando el sector de la industria y energía suponía el 2,6 y la construcción, el 3.

La segunda parte del argumento es igualmente equívoca. En el periodo analizado, 2002--2007, los CLU aportaron al diferencial de inflación mucho menos que el excedente unitario (entendido, de forma laxa, como el beneficio empresarial), que superó al primero en un 50% en la rama de la industria y la ener- gía, y en un 30% en el de la construcción. Por tanto, la evolución salarial en sí misma no parece que haya sido la principal culpable del diferencial de inflación española con la europea en estos últimos años. Basta comparar las tarifas eléctricas y de telefonía españolas con las de otros países de nuestro entorno para apuntar a otros villanos.

Cuestión aparte es que se reconozca que el aumento de los salarios ha sido superior al de la productividad. Pero hay que recordar que a esta también le afecta la evolución del empleo, que ha crecido de manera importante entre el 2002 y el 2007 --por eso se habla de productividad aparente--. Y no creo que entre más productividad con menos empleo o menos productividad con más ocupación, las familias españolas duden de cuál es la opción preferible. Ade- más, la escasa variación de la productividad (0,2 puntos) durante el periodo tampoco debe ser imputable, en exclusiva, a los trabajadores.

¿Qué han hecho, con los elevadísimos beneficios obtenidos, algunos de nuestros empresarios? ¿Dónde han ido a parar las inversiones de dos dígitos que han hecho nuestras empresas? Mucho nos tememos que los excedentes brutos de explotación con crecimientos récord no se han dirigido en general hacia aquellas inversiones que tuvieran los aumentos de productividad como objetivo. La economía del tocho, como en su día la parcelación y recalificación de terrenos, ha generado un coste de oportunidad elevado en la colocación de beneficios, lo que ha distorsionado las inversiones productivas a favor de las especulativas.

También debemos, para ser justos, ver si hay otras razones que expliquen la escasa variación del índice de productividad español. La principal ha sido la continuidad del modelo productivo que mantenemos desde hace décadas, y que ha tenido en la inmigración el recurso más fácil para contener las retribuciones salariales. Si se ponen los cálculos en su justo término, la orientación de los márgenes empresariales tiene también su parte de responsabilidad.

Estos argumentos no son una invitación a que, en el futuro, haya aumentos salariales indiscriminados. Ni tampoco debe servir para quienes ponen en duda el modelo de aumentar sueldos ex post, una vez conocida la inflación real, frente a quienes abogan porque se haga ex ante, a partir de la inflación prevista. La inflación es una variable difícil de interpretar en su evolución, al referirse a la tasa de crecimiento de los precios, siempre a partir de los niveles ya alcanzados. Su dinámica hace que, con una base del año anterior más alta, sea esperable que la tasa en el siguiente sea inferior.

Es de esperar, por ejemplo, que cada año no aumente en un 50% el precio del petróleo o de los alimentos, Y, si lo hace un año, lo más probable es que ese ritmo baje el siguiente. Por eso, la inflación de un año, extrapolada al futuro, puede generar efectos de retroalimentación peligrosos, conocidos como efectos de segunda ronda, cuyo ejemplo es el de reclamar aumentos salariales cuando la inflación se desboca por el encarecimiento de bienes básicos. Y ya se sabe que, en economía, lo que se cree que va a pasar aumenta definitivamente la probabilidad de que pase.

Guillem López, catedrático de Economía de la UPF.