Los salvadoreños nos estamos matando menos, pero seguimos siendo una sociedad violenta

El fiscal general salvadoreño, Rodolfo Delgado, llegando a una conferencia de prensa en un cementerio clandestino descubierto en la casa de un expolicía en Chalchuapa, El Salvador, el 21 de mayo de 2021.(REUTERS/José Cabezas/File Photo) (Jose Cabezas/Reuters)
El fiscal general salvadoreño, Rodolfo Delgado, llegando a una conferencia de prensa en un cementerio clandestino descubierto en la casa de un expolicía en Chalchuapa, El Salvador, el 21 de mayo de 2021.(REUTERS/José Cabezas/File Photo) (Jose Cabezas/Reuters)

El Salvador es una de las sociedades más feroces del continente. La tasa de 21 homicidios por cada 100,000 habitantes que el país tuvo en 2020 fue la más baja de la que se tiene registro, pero aún duplica la tasa que tuvo Costa Rica, triplica la de Ecuador, cuadruplica la de Argentina y sextuplica la de Chile.

Los mismos 21 asesinatos que pararían los pelos en Uruguay o Perú generan, cuando hablamos de El Salvador, una incómoda sensación de satisfacción. Y digo incómoda porque, apenas en 2015, la tasa fue de 106 homicidios. Aunque los 21 de 2020 implican un desplome de 80% en apenas un lustro, todavía dibujan a El Salvador como un país intolerablemente violento, con más de un centenar de familias que cada mes pierden a un padre, una hija, un hermano.

Este 2021 está ocurriendo algo similar. Hasta el 31 de mayo se contabilizaron 575 homicidios —cuatro cada día—, una monstruosidad para un país de apenas 6.3 millones de habitantes; pero ese monstruo luce menos fiero cuando se recuerda que tan solo en enero de 2016 hubo 740 asesinatos: 24 cada día.

Falta un semestre, pero 2021 parece encaminado a competirle a 2020 el título de año con la tasa más baja de violencia homicida en la historia del país, con el aliciente de que este año los salvadoreños no han estado confinados en sus casas por la pandemia de COVID-19.

Sin embargo, este pronunciado y sostenido descenso en la violencia homicida, que debería ser una noticia cuanto menos esperanzadora, no lo está siendo. Sea por desconfianza, por tirria o por politiquería, ni siquiera parece haber un consenso social sobre la importancia del momento histórico que en este tema atraviesa El Salvador, mucho menos sobre las causas o las rutas a seguir para consolidar los logros.

El gobierno del presidente Nayib Bukele no está actuando a la altura. En el mundo Bukele —en el que la oposición es la fuente de todos los males, él es el redentor, y todo aquel que no lo aplaude sin rechistar deviene un enemigo—, ni siquiera se admite que el descenso en la violencia homicida arrancó en 2016, tres años antes de que el bukelismo se instalara en el Ejecutivo.

La opacidad gubernamental con las cifras oficiales sobre las distintas expresiones de violencia no contribuye a la credibilidad. Sin ir muy lejos, el gobierno de Honduras comparte a diario en internet los registros policiales de homicidios. Bukele prefiere el hermetismo y dosificar bajo estrictos criterios propagandísticos esa información pública. La tolerancia a la crítica es nula y el gabinete de seguridad solo concede entrevistas a espacios periodísticos propios o domesticados.

Todos los logros se atribuyen en piloto automático al rimbombante Plan Control Territorial, que fue presentado en junio de 2019, en la tercera semana de Bukele como presidente. Sin embargo, nadie sabe qué es ese plan ni cuáles son sus metas o sus hojas de ruta; lo que sí se sabe es que las maras o pandillas todavía retienen el control territorial en las colonias y cantones en los que operan desde hace décadas.

El deseo del gobierno por controlar qué se dice y cómo se dice sobre la violencia homicida roza lo surrealista, y de tanto en tanto le explota en las manos.

El 7 de mayo, tres semanas antes de que El Salvador se convirtiera por unos días en la capital mundial del surf —deporte clave en la estrategia de Bukele para construir una marca país—, se destapó un caso con todos los ingredientes para convertirse en una serie.

Un expolicía fue detenido junto a cuatro cadáveres en una vivienda del barrio Apaneca de la ciudad de Chalchuapa. Pero lo que en principio iba a ser una masacre más se convirtió en siete fosas clandestinas en la parte trasera de la casa del asesino, que aún no han sido procesadas, pero en las que se estima que hay más de 40 cuerpos, la mayoría de mujeres, niñas y niños.

A escasos días de la fiesta surfera que trajo al país a delegaciones de más de 50 países, el gobierno se desvivió por bajarle el perfil al caso. Cuando gracias a filtraciones a la prensa se empezó a dimensionar la magnitud de la tragedia, el gobierno se escudó en una mentira: que los homicidios habían ocurrido antes del Plan Control Territorial. “Es un caso que lamentablemente data desde 2009”, dijo en televisión nacional y sin pudor alguno Mauricio Arriaza Chicas, el director de la Policía.

Esos manejos siniestros siembran dudas más que legítimas sobre la honestidad de la administración Bukele a la hora de informar. Y no es un caso aislado.

Sucedió también con la respuesta a una investigación periodística que demostró que funcionarios del círculo de confianza del presidente comenzaron a reunirse, desde diciembre de 2019, con líderes de la pandilla MS-13 en cárceles de máxima seguridad. El gobierno se limitó a negarlo todo y a despotricar contra el periódico digital El Faro y sus periodistas, a pesar de la documentación inapelable que aportaba la investigación.

Es cierto que desde algunos sectores adversarios a Bukele se está informando con mezquindad sobre la violencia. Hay políticos, activistas, periodistas y académicos cuya razón de ser es negar, empañar o distorsionar con malicia el descenso en los homicidios. Un tema recurrente es sobredimensionar y tergiversar las desapariciones de personas, fenómeno enraizado en la sociedad desde antes incluso de la guerra civil. Los desaparecidos siguen siendo un problema real y doloroso para sus familias, pero tan cierto es eso como que las denuncias por desapariciones muestran mejores números que hace tres, cinco o nueve años, algo que se oculta premeditadamente desde esos sectores cuya máxima es el ataque al gobierno.

El Salvador sigue siendo una sociedad violenta. Y aún lo será por años, décadas, quizá generaciones, porque el arraigado recurso a la violencia para dirimir diferencias personales o grupales es algo cultural, que no desaparece de un chasquido. El notable descenso en los homicidios de los últimos años emerge como un escenario ideal para sentarse, dialogar y consensuar políticas públicas que permitan deconstruirnos como la sociedad violenta que somos. Pero, hoy por hoy, todo indica que ni el bukelismo ni la oposición están por esa labor.

Roberto Valencia es periodista y escritor salvadoreño nacido en Euskadi. Su libro más reciente es ‘Carta desde Zacatraz’.

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