Los «silencios» de la Constitución

En nuestra Constitución hay numerosas indeterminaciones e indefiniciones y también «silencios», especialmente en lo que atañe a la organización territorial del Estado y que alcanza incluso a la definición misma del Estado compuesto por ella alumbrado, que la Constitución no nombra y al que sólo de una manera informal ha dado en llamarse «Estado de las Autonomías».

En las Constituciones pluralistas resultado de un compromiso entre las diferentes fuerzas políticas en presencia, como es sin duda la nuestra de 1978, fruto de la singularidad de una transición pacífica de la Dictadura franquista a la Democracia, hay también determinaciones, contenidos constitucionales, que no se dicen explícitamente y que sin embargo encierran decisiones fundamentales de los constituyentes. Son los «silencios» de la Constitución a los que ahora quiero referirme.

Los «silencios» de la ConstituciónEsto, lo que no se dice en la Constitución, «es un punto decisivo –como afirma Gustavo Zagrebelsky– para comprender si el compromiso debe interpretarse como un simple armisticio, destinado a romperse en cuanto se presente una ocasión favorable para alguna de las partes implicadas, o como un pacto duradero, un auténtico tratado de paz sobre el cual construir un futuro común».

«En el primer caso, las partes omiten –renunciando temporalmente, en vista del acuerdo del momento– a dar valor a lo que “no se dice” en la Constitución. En el segundo caso, “no se dice” porque se abandonó, se olvidó, porque las partes, los partidos que entraron en el proceso constituyente armados de sus identidades históricas e ideológicas, salieron de él transformados por la Constitución. En el primer caso, la Constitución es un acuerdo transitorio condenado a no durar; en el segundo, el acuerdo se convertirá en un terreno común que forjará la propia identidad de las partes en sentido constitucional».

Y eso es lo que cabalmente ocurre –a mi modo de ver– con el art. 2º de la Constitución. Un precepto capital en la arquitectura política de nuestro Estado y en el compromiso del pacto constitucional de 1978. Me refiero concretamente al «silencio» respecto de la distinción entre «nacionalidades y regiones» dentro de «la unidad indisoluble de la Nación española» y a su secuela: la apertura y relativa indefinición del Título VIII respecto de una organización acabada territorial del Estado. Silencio que late en el fondo de la deriva separatista del nacionalismo catalán y vasco; que, en el primer caso, se ha exacerbado en estos últimos años hasta devenir en el desafío político y constitucional más grave al que ha tenido que enfrentarse España desde 1978.

Es significativo señalar que la Constitución de 1978, después de nombrarlas en el art. 2º, sin embargo no define las «nacionalidades»; ni dice cuáles son los rasgos o cualidades que las especifican, ni tampoco señala ningún criterio que las distinga de las «regiones». Y lo que es todavía más importante, no atribuye a esa denominación efecto jurídico alguno (ni siquiera a efectos de las vías de acceso a la autonomía de la Disposición Transitoria 2ª) y mucho menos un estatus jurídico especial diferenciado dentro de la organización territorial del Estado. La incorporación del término «nacionalidad» o «nacionalidad histórica» a algunas Comunidades Autónomas en las reformas de sus Estatutos en los años noventa, así como la tendencia a la igualación del techo competencial, no ha hecho más que añadir mayor indeterminación a aquel significante constitucional y a la dicotomía del art. 2º.

Ese silencio constitucional acerca del significado constitucional del término nacionalidades en modo alguno es una laguna o vacío normativo, antes al contrario es una decisión fundamental, consciente y deliberadamente querida, del constituyente de 1978. Es un «silencio» de la Constitución que encierra un «compromiso apócrifo», en la conocida expresión de Carl Schmitt (de «pacto tácito» habla Herrero de Miñón), pues mediante esa fórmula se dejaba indeciso en el pacto constitucional de 1978 precisamente aquello que era objeto de controversia: el significado mismo y el alcance de aquel término «nacionalidades».

Y en la medida en que no se trata de una «laguna» u omisión del texto que pueda ser llenada mediante las técnicas de interpretación constitucional, eso no puede ser alterado sino por la vía de otra decisión constitucional; esto es, de la reforma de la Constitución.

La función del art. 2º de la Constitución y su dicotomía «nacionalidades y regiones» encierra una decisión fundamental: reafirmar la Nación española ante su pluralidad constitutiva (In pluribus unus) y ante los nacionalismos periféricos, evitando posibles equívocos que pudieran suscitarse respecto de la inclusión del término «nacionalidades» que la integran. España, para la Constitución, no es una Nación de naciones ni tampoco un Estado plurinacional. Desde el punto de vista jurídico-político, no hay en la Constitución otra Nación que España. Por otra parte, la Historia nos enseña cómo han terminado las experiencias europeas de «Nación de naciones» construidas sobre la identidad nacional y lingüística de sus singulares componentes: el Imperio austro-húngaro, la URSS o Yugoslavia; nos lo ha recordado lúcidamente F. Sosa Wagner [«El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España», 2006].

Es preciso llamar la atención sobre el hecho NIETO de que, a través de los Estatutos de Autonomía, se quiera reinterpretar la Constitución fijando un sentido determinado al término «nacionalidades» del art. 2º, que en la Constitución no puede equipararse al de nación, reservado exclusivamente al pueblo español en su conjunto.

Nación, Pueblo y Soberanía son conceptos jurídicos fundamentales, íntimamente enlazados entre sí, sobre los que se asienta todo el entramado jurídicopolítico de nuestra Constitución. No son únicamente meras palabras de sentido polisémico, «discutido y discutible», como se ha pretendido por alguno.

Pero hay más; de acuerdo con nuestra Constitución las Comunidades Autónomas no son un sujeto político preconstitucional sino el resultado de un doble proceso: el constituyente de la Nación española y el autonómico de cada nacionalidad o región, que resulta constituida con arreglo a la Constitución y a su Estatuto. Es decir, el Estatuto de Autonomía no es una Constitución.

Lo que ha puesto de manifiesto el desafío independentista de Cataluña de hoy es que el pacto constitucional originario de 1978 implícito en el art. 2º C.E. significó para los nacionalistas catalanes (y acaso también para los vascos) sólo un aplazamiento de la cuestión constituyente, un compromiso destinado a romperse tan pronto como las circunstancias políticas lo permitieran, pero no una aceptación común y compartida de la integración constitucional de España como Nación.

Álvaro Rodríguez Bereijo, presidente emérito del Tribunal Constitucional.

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