Los silencios de Severo Ochoa

Decía ser hombre de pocas palabras y, en cierto modo, lo era. En las muchas horas que permanecíamos solos llegué a pensar que estaba abstraído en un diálogo interior. De pronto, se le escapaba una palabra o varias preguntas en cadena: «¿Por qué me la llevó...?» «¿Qué pecado cometí yo para recibir este castigo?» «¡Y el caso de Negrín!... Yo le quería, aunque quizás el no haberme votado para la cátedra fue por darme en la cabeza, cuando fui a trabajar con Jiménez Díaz…».

Severo Ochoa era todo claridad, en la vida y en la ciencia. Su genuina naturaleza asturiana que conservó inserta a un patriotismo veraz, había desarrollado su formación en laboratorios de Europa con grandes maestros de la Edad de Plata de la Bioquímica, que corresponde a los años veinte.

Cuando Negrín abandonó a su grupo de discípulos más brillantes para dedicarse a la política, fue captado por Jiménez Díaz, en cuyo Instituto desarrollaría su labor hasta que los cañones de la guerra civil le expulsaron del laboratorio de la Ciudad Universitaria. Entonces inició su peregrinaje por una Europa en guerra, como exiliado científico, que no político, sin interrumpir sus trabajos de investigación, amparado por becas hasta llegar a los Estados Unidos. Su carrera meteórica en la Universidad de Nueva York, no le impidió pensar en la precaria situación de la ciencia española, con inmediata voluntad de ayuda, admitiendo en su laboratorio a unos quince posdoctorales.

A partir de la I Reunión celebrada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander (1961), homenaje a Severo Ochoa, la Bioquímica española recibió un impulso considerable que culminaría con la fundación del Centro de Biología Molecular. Pero Ochoa tuvo dificultades para aplicar su experiencia a una colectividad que se resistía a renunciar a la práctica de la ciencia con criterios obsoletos. Sus doloridos razonamientos están expresados en una veintena de artículos publicados en ABC. Considerado mundialmente, por general consenso, un gentleman, el resplandor de su aureola no había modificado en el sabio, su carácter bondadoso, extrañamente humilde. No necesitó discutir con nadie, ni siquiera en los momentos de mayor tensión, con el grupo que competía para lograr el desciframiento del código genético.

Carmen me decía que en tantos años de matrimonio, ni ella ni probablemente nadie, había logrado discutir con su marido. Arthur Kornberg, su discípulo, era de la misma opinión.

Sin embargo, he sido testigo de una ardorosa discusión con su fraternal amigo el farmacólogo Rafael Méndez. El encuentro fue en Méjico, donde Méndez desempeñaba el cargo de coordinador de los Institutos Nacionales de Salud. Discípulos muy distinguidos de Negrín, iniciaron ambos una revisión de hechos sobre su vida, mostrándose Ochoa radicalmente contrario al criterio idílico de Méndez sobre Negrín. «No vas a convencerme -dijo enérgicamente- porque no cambiaré respecto a la personalidad de don Juan. Ha sido nuestro maestro a quien quisimos y admiramos; los dos hemos creído en él como hombre de ciencia; pero tú, a pesar del daño que te hizo, conservas hacia él una fe ciega, porque también lo justificas como político. Negrín, que prometía mucho, al final se ha visto que no ha hecho nada y como político fue bastante negativo. Arrastró tras él a algunos de sus discípulos, como a Paco Grande, a quien desvió de su orientación inicial hacia la nutrición, que no es una ciencia básica. Negrín se aprovechó de vuestra fe en él y de su simpatía personal, para someteros a su voluntad; pero conmigo no pudo, porque Carmen me quitó la venda de los ojos. Don Juan era un hombre muy sensual y tú sabes que sobre su vida trascendieron algunos hechos de penosa inmoralidad».

Resultará improbable hallar otro episodio semejante en la vida de Ochoa, un ser para quien todo estaba bien, siendo capaz de tomar un pescado dudoso por no causar molestia. Durante los seis meses de hospitalización previos a su muerte, no hizo uso del timbre para quejarse. Si le preguntábamos que cómo había pasado la noche respondía invariablemente: «Bien; bastante bien», cuando sabíamos por su médico el doctor Merchante, que lo había pasado mal.

En aquellas tardes silenciosas junto a Ochoa, en que nos comunicábamos sin que ninguno de nosotros hablara, mientras observaba yo las gotas de suero que se deslizaban por el gotero, la luz de los lentos crepúsculos estivales, con la Moncloa al fondo, facetaba el perfil del preclaro paciente. Cuando ya caminaba hacia su amada tierra luarquesa bajo la que iba a reunirse con las dos Cármenes, aún perduraba el sentimiento de no haber logrado implantar en su patria una ciencia robusta, base de la prosperidad de los países más avanzados.

En recuerdo de sus elocuentes silencios, escribo esta página cuando se cumplen XXV años de su muerte.

Mario Gómez-Santos es escritor y periodista.

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