Los símbolos y la memoria del Franquismo

INTRODUCCIÓN:

La discusión, acrecentada en los últimos años, sobre la presencia de símbolos del Franquismo en pueblos y ciudades de buena parte del territorio español, y sobre qué hacer con ellos, se inscribe en un debate más amplio que desde hace algún tiempo ocupa a la sociedad civil, al mundo académico y, por supuesto, a los políticos y a sus partidos: aquél que tiene que ver con el recuerdo colectivo de la Guerra Civil y del posterior régimen de Franco; con la herencia del pasado y la justicia retroactiva; en definitiva, con las políticas de memoria y olvido llevadas a cabo desde la reinstauración de la Democracia en España.

Al tratarse de un tema delicado, como todos los relacionados con la memoria histórica, la discusión en los medios de comunicación y en el ámbito político ha alcanzado un tono poco recomendable como para abordarlo con unos mínimos de serenidad y sentido común.

Por el contrario, al desenvolverse la contienda en un marco simbólico, la intensidad del debate y la radicalidad de las posturas han tendido a ser extremas. En este sentido, llama la atención el planteamiento desenfocado que de este asunto, independientemente de su ubicación ideológica, ha realizado, salvo honrosas excepciones, la clase política, haciendo más que recomendable, por tanto, un análisis en profundidad de estas cuestiones, con el fin de establecer los criterios generales de la discusión.

A pesar del aparente localismo del tema, se trata de un fenómeno (la presencia simbólica del pasado en la esfera política) que ha sido y es común a otros países que han protagonizado procesos de cambio político. En el caso de las transiciones a la Democracia, el legado de la Dictadura (qué se hace con él) es, por acción u omisión, fundamental para alcanzar acuerdos entre los distintos actores políticos implicados en el cambio. Así lo fue en la transición española, donde uno de los elementos clave de la misma, el tan traído “consenso” entre los distintos actores implicados, se apoyó en parte en el olvido de la Dictadura, es decir, en su no utilización política. Lo paradójico de este proceso, al menos en cuanto a la presencia física de símbolos, es que, al tratar de olvidarse lo que seguía presente a través del callejero, de la toponimia, de las estatuas y monumentos, de los ritos, etc., algo a todas luces imposible, tan sólo se estaba aplazando la resolución de problema: para que éste se solventara definitivamente, bien debían transcurrir varias décadas (el tiempo acaba desactivando los símbolos por un efecto de olvido en sentido estricto), bien debían retirarse dichos símbolos para que dejaran de ser política de memoria y pasaran a ser política de olvido.

En los últimos años, al menos en las dos últimas legislaturas (la de la mayoría absoluta conseguida por José María Aznar en 2000 y la de la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero tras las elecciones de marzo de 2004), el debate sobre la memoria de la Guerra Civil, del Franquismo y de la misma Transición ha ocupado un lugar preferente en la agenda política española. De ello dan cuenta no pocas de las polémicas suscitadas en los últimos tiempos y de las decisiones tomadas por los poderes legislativo y ejecutivo recientemente: en noviembre de 2002 se aprobaba una declaración parlamentaria de condena al Franquismo con el fin de restituir moralmente a sus víctimas y a los represaliados por la Dictadura; en diciembre de 2003 se realizaba un homenaje institucional de todos los grupos parlamentarios a las víctimas de la represión franquista y a sus familiares; en 2004, por iniciativa del nuevo Gobierno, se creó una comisión interministerial para estudiar las eventuales reparaciones a las víctimas de la represión franquista; en 2005, la retirada de algunas estatuas de Franco en ciudades como Madrid, Guadalajara o Melilla (en este caso con reposición inmediata) reabrió el debate sobre los símbolos del Franquismo; en febrero de 2006, el Congreso aprobaba un texto de condena del 23-F, el golpe de Estado puesto en marcha en febrero de 1981; en marzo, el Consejo de Europa aprobó una condena explícita de las violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen franquista; en abril, el Congreso de los Diputados aprobó una proposición de ley declarando 2006 como Año de la Memoria Histórica; en julio, el Parlamento Europeo condenó el régimen de Franco y el golpe de Estado que lo originó, del que se cumplía su setenta aniversario. Finalmente, el 28 de julio de 2006, el Gobierno aprobó, para su tramitación en el Parlamento, el “Proyecto de ley por el que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura”, la hasta ese momento conocida como “Ley de la Memoria Histórica”, aplazada por el Gobierno una y otra vez ante la gran cantidad de asuntos candentes abiertos en los dos primeros años de legislatura (reformas estatutarias, tregua de ETA...) y sobre la que volveré más adelante.

Además, la utilización de la historia como argumento legitimador de conductas o como presunta prueba que demuestra hechos condenables (pasados o actuales) se ha instalado en el juego retórico que los políticos utilizan en su día a día. Las acusaciones mutuas entre los principales partidos de ámbito nacional o autonómico por “resucitar” el recuerdo doloroso de la Guerra Civil, en un caso, o por tibieza en la crítica al Franquismo, cuando no justificación directa, en el otro, están a la orden del día. El recuerdo de la guerra y del Franquismo ha ocupado en las últimas campañas electorales un espacio que no deja de resultar sorprendente. Las polémicas generadas en torno a las fosas comunes de la Guerra Civil y de la posterior represión franquista, los símbolos de la Dictadura o las responsabilidades del pasado (por ejemplo, de la Revolución de Octubre de 1934, del fracaso de la República o del inicio de la propia guerra) forman parte de la discusión política, periodística y, en menor medida, académica, desde hace algún tiempo.

Por todo ello, a la hora de afrontar el asunto, cabe realizar dos preguntas iniciales: ¿por qué la memoria histórica de la Guerra Civil y el Franquismo sigue siendo, en la esfera política, una cuestión sin resolverse, generadora de conflicto y enfrentamiento? Y, más aún, ¿por qué en el momento actual se ha producido un auge, insospechado hace apenas unos años, en torno a la recuperación de la memoria histórica, la reivindicación del pasado y la crítica al Franquismo? Ambas preguntas son importantes, no sólo por su actualidad, sino, de manera especial, porque su respuesta puede ser de ayuda para sentar las bases que permitan precisamente el fin del conflicto al que aluden. Además, aunque no es el objetivo de este texto, son relevantes desde el punto de vista académico, ya que su explicación supone refutar algunos argumentos hasta ahora esgrimidos por determinadas personas y colectivos, así como la elaboración de un nuevo marco de interpretación para el problema. Salvo excepciones (Aguilar, 1996; Reig Tapia, 1999; Navarro, 2002), el debate ha transcurrido por senderos poco rigurosos. Por lo demás, cada una de aquellas preguntas da lugar a otras nuevas que nos pueden ayudar a encauzar argumentos. Así, de la primera surgen inevitablemente otras: ¿qué tipo de políticas de memoria llevó a cabo el Franquismo?, ¿con qué finalidad?, ¿tuvieron éxito?, ¿qué tipo de políticas de memoria se implantaron en la Transición?, ¿cuáles fueron las necesidades del proceso de transición para llevar a cabo dichas políticas?, ¿cuál fue su resultado? La segunda pregunta, igualmente, da pie a otras más concretas: ¿qué características ha tenido el resurgir de la preocupación e interés por la memoria?, ¿qué grupos lo han protagonizado?, ¿cuáles han sido sus objetivos?

El estudio de la memoria de la Dictadura, de su papel en la Transición y de su presencia actual, debe incluir, para ser exhaustivo, el análisis de varios elementos: la represión tras la Guerra Civil, los desaparecidos, el exilio, su presencia en la cultura política, su pervivencia en comportamientos individuales, colectivos e incluso institucionales... Dadas las características y dimensiones de este escrito, me centraré de forma exclusiva en una cuestión concreta: la indagación de lo ocurrido con los símbolos franquistas desde sus orígenes a la actualidad.

Intentaré, por tanto, dar respuesta a esas preguntas a través del análisis de lo ocurrido con los símbolos del Franquismo, en especial con tres de ellos: las estatuas del dictador, el nomenclátor franquista presente tanto en la toponimia como en el callejero y, por último, los grandes monumentos, en especial el Valle de los Caídos. En cuanto al propósito de las páginas que siguen, no sólo incidiré en la descripción de los procesos y en la formulación de los debates, sino que, de forma especial, insistiré en la parte final en los aspectos prescriptivos que considero deben formularse, sobre todo teniendo en cuenta cómo han quedado reflejadas estas cuestiones en el proyecto de ley preparado por el Gobierno para su discusión parlamentaria.

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Jesús de Andrés Sanz, profesor de Ciencia Política en la UNED y Doctor en Ciencia Política por la misma universidad, con premio extraordinario, con una tesis sobre golpes de Estado y cambio político en el proceso de transición soviético-ruso. También es Master of Arts en Relaciones Internacionales, especialidad en Estudios Europeos, por el Instituto Universitario Ortega y Gasset. Posee un Diploma en Derecho Constitucional y Ciencia Política por el Centro de Estudios Constitucionales y sus investigaciones se centran en la memoria histórica y la simbología urbana, por un lado, y diversas cuestiones políticas relativas a las transiciones en la Europa del Este, por otro.