Los sirios que escapan del infierno

Estos días, en un café de Jerusalén, con un televisor sin sonido colgado de la pared, escucho a una mujer detrás de mí decirle a su amiga: “Esta oleada de refugiados, estos sirios, no sé yo…”

“¿Qué es lo que no sabes?”, pregunta su amiga.

“Desde que empezaron a sacarlos por la tele, con sus mujeres e hijos… no sé, para mí ni siquiera tienen aspecto de sirios”.

“¿Y entonces de qué tienen aspecto, para ti?” “Ese es el tema… que yo… simplemente parecen… sus caras, y cómo hablan, ves su miedo, con los niños cargados a hombros…”

Su amiga respondió inmediatamente: “Incluso así, en su condición actual, ahora mismo, en este instante, ellos nos masacrarían a todos. Mira lo que se hacen los unos a los otros en Siria, a sus propios hermanos, y piensa en lo que nos harían a nosotros si pudieran”. “Tienes razón”, dijo la que habló primero, bajando la voz hacia la docilidad. “Desde luego. Y deberían haber pensado en eso antes de empezar con todo este desastre que han creado”.

Los sirios que escapan del infiernoYo las escuchaba a las dos y pensaba en los sirios, que, para nosotros los israelíes, constituyeron durante décadas la mismísima personificación del diablo: los comandos femeninos sirios devoradores de serpientes vivas, el ahorcamiento del espía israelí Eli Cohen, la tortura de nuestros prisioneros en sus cárceles, el bombardeo de las aldeas de Galilea, que en una época fue cotidiano, y, por supuesto, la guerra civil siria.

Y pensaba que ahora, con Siria destruida y la oleada de inmigrantes todavía en tránsito, ha pasado algo: de repente, nosotros, los israelíes, somos capaces de verlos con otros ojos: hombres, mujeres, jóvenes, y esos niños tan cruelmente tratados por el destino, desarraigados de todo lo que han conocido y de todo lo que les resulta familiar. Hay un nuevo quiebro en nuestra mirada juzgadora, nuevos rasgos que descubrir en sus rostros, expresiones, movimientos, que no habíamos visto en el banco de imágenes de sirios que guardábamos en nuestra mente. Imágenes que eran casi exclusivamente de guerra: maniobras, marchas, saludos y juramentos de enemistad inmortal hacia Israel.

Y de súbito, he aquí los gestos de unas personas: padres con sus hijos, chicas en vaqueros, chicos con sus auriculares y reproductores de música. Vemos sus ojos llenos de dolor, de desesperación y esperanza; o el lenguaje corporal íntimo de una pareja.

¿Tal vez el tumulto que ha azotado a los refugiados sirios les permita contemplar sus propias vidas de otra manera? ¿Quizá entre ellos haya quien se alegre de liberarse de los corsés que han dado forma a su actitud hacia Israel, esos yugos de demonización y odio?

Y uno podría decir que ya nacieron bajo este yugo, y que por lo que parecía lo veían como la mejor forma de vida para ellos, o la única disponible; amarrados a la circunstancia de sus vidas, atados con fuerza por las políticas y la retórica de sus despóticos gobernantes, el continuo estado de guerra entre Israel y Siria, y el lavado de cerebro, que mamaban con la leche de su madre, respecto de Israel.

Y sin duda también estaba el yugo al que los ató Israel: la amenaza que representa, el poderío militar que les ganó en batalla una y otra vez, y quizá, así, también, se formó la cara de guerra que la gente de Siria se acostumbró a dar ante Israel —siempre y solo la cara de guerra— y que es la cara que nosotros, en Israel, presentábamos ante ellos, como un espejo.

¿De forma que tal vez fuéramos nosotros quienes lucíamos siempre cara de guerra, y ellos se limitaban a reflejarnos de vuelta? Todos somos criaturas de contexto, y a veces prisioneros del contexto: ponnos en un estado de guerra continuo y seremos guerreros y odiaremos, seremos nacionalistas y fanáticos. Seremos personas herméticas. Pero dejadnos condiciones óptimas, respetables, seguras, o simplemente miradnos: vednos, rescatad con decisión nuestros rostros humanos del gran borrado que daña a todos los que resultan difuminados en un movimiento inmenso, arrancados de nuestros entornos, y hay una gran probabilidad de que encontréis en nosotros algo familiar.

Y, de nuevo, emergen a la superficie pensamientos sobre cómo nos ha distorsionado esta hostilidad profunda, no solo respecto de Siria. Sobre el precio que pagamos, las maneras como reducimos y aplanamos a todos los que se nos oponen, a todos los que han sido marcados como el enemigo, incluyendo los enemigos internos, de la derecha y de la izquierda, que, desde el momento en que se les coloca la etiqueta, pierden, a nuestros ojos, su complejidad, la plenitud de su existencia.

Y la sensación es que los mecanismos metálicos del potro de tortura al que estamos amarrados, el potro de la guerra y del odio, nos comen la carne, hasta el punto de que es fácil creer que las cinchas y ataduras son los huesos y la musculatura de nuestro propio cuerpo; que son nuestra naturaleza; que son la naturaleza del mundo entero, para siempre, por toda la eternidad.

Y lo que va royendo por debajo de la realidad desnuda es el insulto de una existencia bajo una guerra continua, que nadie intenta ya detener con ninguna seriedad. Y el insulto de aclimatarnos obedientemente a los movimientos coreografiados de la guerra. Y el insulto de habernos convertido en marionetas en manos de aquellos para quienes la guerra es su respuesta automática. Y royéndonos también está la hábil invención de ideologías diversas diseñadas para excusar y justificar la perversidad, que clama al cielo, de nuestra situación.

Una nación inmersa en la guerra escoge como sus líderes a guerreros. Hay hilos de lógica en esta decisión, en que él o ella puedan ser de ayuda en la batalla por la supervivencia. Pero es posible que lo contrario sea verdad: ¿quizá los líderes que son guerreros, militantes, cuya conciencia está empapada de sospecha y temor, estén condenando a sus pueblos a la guerra eterna?

Deberíamos mirar las caras de los hombres y mujeres sirios que escapan del infierno que ha echado raíz en su tierra. Sin olvidar los años de guerra y odio que nos dividen, deberíamos mirarles detenidamente, porque de repente, como observó esa mujer en el café, algo familiar resplandece en esas caras. Quizá sea el recuerdo grabado en nosotros de nuestra propia historia como refugiados, o una cierta vulnerabilidad humana que nos resulta más que familiar, y vinculada a la conocida fragilidad de la existencia y al terror que atrapa a quienes han sentido temblar la tierra. Por un instante, casi surge una sensación de asombro porque fuera contra estas gentes y sus amigos contra quienes libramos una guerra durante décadas.

Y de esto surge la mayor pregunta de todas: ¿Qué más nos estamos perdiendo, a qué más estamos cegados, con nuestras cabezas tan firmemente asidas al potro?

David Grossman es escritor israelí. Traducción de Eva Cruz.

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