Los socialistas

Dicen que estamos viviendo el final del bipartidismo en España. No resultará fácil erradicar esa bipolaridad en un país siempre dual; tierra de moros y cristianos, realistas y afrancesados, de Joselito y de Belmonte, o meapilas y comecuras. Podrán cambiar los abanderados actuales de una y otra orilla, la derecha lo hizo en los años ochenta, pero mientras el país siga siendo el mismo los españoles seguirán prestos a alistarse unos frente a otros, incluso dentro de cada familia. Como hace tres cuartos de siglo se enfrentaban socialistas de Prieto a los de Largo Caballero, o monárquicos y republicanos en la derecha de Calvo Sotelo y Gil Robles. Hoy, y más allá de que Rubalcaba y Rajoy no las tengan todas consigo dentro de sus propias filas, la dialéctica democrática sigue siendo bipolar, por encima de indignados, bisagras, minorías nacionalistas y de radicales.

La arquitectura de nuestro sistema político está asentada sobre los dos pilares que sostienen el juego dialéctico en la mayoría de los regímenes democráticos del mundo. Liberales y socialistas, progresistas y conservadores, centristas y socialdemócratas, suelen ser las parejas que se reparten las grandes bolsas de votos de las clases medias en su confrontación por el poder.

Entre nosotros, uno de los dos soportes, el centenario PSOE, hoy apenas se reconoce a sí mismo, víctima de la carencia de proyecto que afecta a la socialdemocracia europea desde los años 90. Hecho este agravado aquí por la fragmentación provocada por el seguidismo nacionalista en que han caído algunos dirigentes regionales. También por la debacle electoral sufrida en los últimos dos años. Y sobre todo, por la dilución de principios que asuela nuestra sociedad.

Lastrado por esas y otras debilidades, el partido que hace cuarenta años refundó Felipe González sobre la memoria del que cien años antes creara Pablo Iglesias se está mostrando incapaz de articular una política nacional, propia y consistente. La pura negación del adversario acaba devaluando la dialéctica propia de toda democracia.

Desde hace ya un lustro la política española se desarrolla en un escenario de crisis que pesa sobre el PSOE como una especie de pecado original; sus dirigentes se autoinculpan de no haber sabido, o querido, cortar los desvaríos de su último gobierno. El trauma de dejar el poder en manos de una mayoría absoluta del adversario tal vez sea demasiado fuerte como para que una organización volcada al ejercicio del poder, que es en lo que han caído los dos actores del bipartidismo, se rehaga sin una revisión radical de su situación.

Cuestiones como qué papel corresponde hoy a un partido socialista y español no se resuelven en un congreso al uso, ni eligiendo un líder para el cartel electoral ni transando equilibrios entre apoderados regionales. Esto no va de repartos de poder ni de fotogenia; va de ser como realmente se quiera ser. Tal vez se requiera más tiempo del disponible para acometer un diagnóstico riguroso de las crisis abiertas y poner sobre la mesa un tratamiento integral, un proyecto político en el que se pueda reconocer la gran mayoría de la izquierda nacional.

Hoy la situación del partido no es suficientemente sólida como para liderar la izquierda del país, como de una u otra forma lo ha venido haciendo desde el período constituyente. Ese ha sido uno de sus grandes valores durante los últimos treinta y seis años. Pero no es menos cierto que en este tiempo los socialistas han ejercido de socialdemócratas, radicales, populistas, posmodernos, nacionalistas y algunos incluso liberales; demasiadas caras para una sola moneda. De todo se ha dado entre las sucesivas cúpulas del partido para asombro y desconcierto de sus electores. ¿Qué queda de las raíces que sustentaron al PSOE a lo largo de su historia centenaria?

Es lamentable ver a un partido de gobierno andarse por las ramas a la hora de reconstituir un proyecto consumido tras el abandono de más de un tercio de sus electores y en caída libre según posteriores sondeos. La econometría aplicada al estudio de los resultados electorales suele reflejarse en una campana de Gauss prácticamente simétrica, terca constatación de que la victoria se alcanza conquistando el centro del espectro, que es donde se acumula el mayor número de sensibilidades políticas.

De otra forma: donde quiera que esté anclado, sea a babor o a estribor, un partido de gobierno tiene que echar sus redes hacia el caladero de las clases medias, los intereses generales, la sensatez. Sin embargo el mando socialista se muestra empeñado en competir por banderas de minorías más o menos radicales. Parece presa del cuento con que trataron de exculparse –¿frente a quién?– por la debacle de hace año y medio: apenas hemos perdido votos en favor de los populares, dijeron. Pocos días después quedó sentado que de los cuatro millones y pico disipados, un millón y medio se les fueron por su derecha, el doble de los que se deslizaron hacia la izquierda.

No es la primera vez que cuando les vienen mal dadas los socialistas se enganchan a aquello tan francés y radical del pasd’ennemisà gauche que tan caro les costó en los años finales de la II República; a ellos y al país entero. Y más recientemente, año 2000, al candidato Almunia en las elecciones que dieron la mayoría absoluta a los populares. Pero esa pulsión izquierdista, quizá reveladora de un complejo –¿de legitimidad?– frente a la izquierda unida en torno a los comunistas, no es la única. Hoy pesa más sobre su futuro la deriva nacionalista latente en sus dirigentes vascos y en la que está embarcada su organización catalana.

Los efectos sufridos por el abandono de su vocación española son evidentes: en Cataluña han perdido más de la mitad de sus votos y dos tercios de sus diputados en los últimos trece años, siete de ellos gobernando la Generalitat. Tan exitosa trayectoria comenzó con la letal iniciativa de hacer un nuevo Estatut y hoy sigue con apuestas por el federalismo asimétrico, el derecho a decidir y cuantas banderas tremolen en la calle. Cuando un partido renuncia a sus señas de identidad deja de tener sentido para quienes se siente representados por él. Y en el ADN del socialista no están las nacionalidades centrífugas, está España, el «Estado integral compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones» de la Constitución de 1931, la misma «patria común e indivisible de todos los españoles, que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía…» según la del 78.

Siendo grave para sus propios intereses partidistas, para el conjunto del país más grave aún es que desde su dirigencia nacional no se remedie el vacío que abre la desnaturalización de uno de los dos soportes de nuestro sistema democrático de representación. El PSOE necesita articular algo más que un relato, todo un proyecto superador de los complejos y tentaciones que vienen arruinándolo. Un programa nacional, basado en la defensa de los valores constitucionales, la libertad, la justicia y la igualdad entre los españoles; realista y claro, capaz de liderar la marcha de las izquierdas por la vía constitucional y así contribuir a ensanchar un futuro de progreso compartido por toda la Nación.

Por Federico Ysart, miembro del Foro de la Sociedad Civil.

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