Los sucesos de La Granja

Fue tan inaudito lo que sucedió el jueves 31 de marzo en La Moncloa cuando, en el transcurso de un almuerzo secreto, Alfredo Pérez Rubalcaba y José Blanco torcieron la mano de Zapatero y le obligaron a mantener durante una jornada de enorme tensión una posición que desmentía su trayectoria y adulteraba lo único verdaderamente positivo de su legado, que es preciso remontarse a los llamados «sucesos de La Granja», acaecidos el 18 de septiembre de 1832 en el Real Sitio, para encontrar a la vez un precedente esclarecedor y una brújula narrativa.

En cualquier otro país importante bastaría el mero enunciado del episodio para poder obviar la trama. Pocos lectores de periódicos necesitan que les aclaren en Francia lo que ocurrió en Brumario, en Inglaterra por qué abdicó Eduardo VIII o en los Estados Unidos quién mató en duelo a Alexander Hamilton. En París, Londres o Washington se habrían publicado docenas de volúmenes y se habrían hecho varias películas sobre una peripecia tan melodramática, pero en España los «sucesos de La Granja» -presentes, sí, en cualquier obra sobre Fernando VII o Isabel II- sólo han merecido la minuciosa monografía publicada en 1951 por el historiador, sacerdote del Opus Dei y luego capellán de la Casa Real, Federico Suárez. A la austera edición del Consejo Superior de Investigaciones Científicas me remito.

Tal y como ocurrió hace 10 días, teníamos dos pretendientes a la sucesión con sus respectivas camarillas intrigando junto al lecho del rey moribundo: su hermano el infante Carlos María Isidro y su hija, la princesa Isabel representada por la reina Maria Cristina, cuarta esposa de Fernando. Esa es la estampa decimonónica que recreó Federico Madrazo en el grabado que hoy sirve de inspiración a Ricardo Martínez. La pregunta retórica del momento era la misma que le plantearon a Carmen Chacón en aquel desayuno que tanto revuelo suscitó hace unas semanas: ¿están los españoles preparados para que les mande una mujer?

Pero también entonces el calado de la cuestión era mucho más hondo. «El que don Carlos reinara o no en España tenía un alcance inmensamente mayor de lo que corrientemente suele tener un cambio de rey», explica Federico Suárez. «Con don Carlos iba una fuerte y definida ideología, opuesta a la que informaba a toda la corriente liberal». Se trataba de continuar o no la desacralización modernizadora de la monarquía que, a pesar de todos sus vaivenes, felonías y vueltas atrás, había entreabierto el reinado de Fernando o de tomar el camino de la involución tenebrosa que representaba el carlismo, anticipado por el llamado «partido evangélico». O sea, el mismo dilema que pronto deberán dirimir los militantes socialistas.

El equivalente a los Estatutos, que establecieron no hace mucho que las elecciones primarias son la vía para designar a los candidatos del PSOE a los cargos públicos, era entonces la Pragmática Sanción, refrendada por el Rey sólo dos años antes. Mediante esa norma se abolía la Ley Sálica -importada de Francia por Felipe V más de un siglo antes- que impedía reinar a las mujeres. Y para colmo de paralelismos, de igual manera que José Blanco, impulsor con Zapatero de la democratización interna, se ha mutado ahora en paladín de la solución absolutista, también entonces fue el artífice técnico-jurídico de aquella Pragmática Sanción quien más eficazmente vino a intrigar contra todo cuanto significaba. No era ministro de Fomento, sino de Gracia y Justicia. Me refiero a Francisco Tadeo Calomarde.

¿Cuáles fueron los móviles de Calomarde? La historiografía liberal del XIX insiste en el oportunismo de quien, creyendo vencedora su causa, trató de arrimarse al sol del Pretendiente: «Para Calomarde no había problemas afectivos, todos los suyos surgían de su ambición y con arreglo a su interés debían resolverse. Muerto el rey había que gritar ¡viva el Rey!». José Luis ha muerto, viva Alfredo. Federico Suárez parece darle, sin embargo, el beneficio de la duda -como desde luego habrá quienes ahora hagan con Blanco- e incide más en su afán por «evitar los horrores de una guerra civil».

Esta interpretación benévola parece avalada por el hecho de que la primera opción alentada por los conspiradores -entre los que destacaban también el ministro de Estado Alcudia, el obispo Abarca y el barón Antonini, pongamos que Bono, Chaves y Jáuregui- fue la de buscar una componenda entre los dos aspirantes a la sucesión. La fórmula concreta era una regencia de don Carlos hasta que «la niña» alcanzara la mayoría de edad y se casara con uno de sus hijos. O sea Rubalcaba 2012, Chacón 2016. Exactamente lo que se le escapó a Jáuregui y en lo que ahora se insiste con desalentada prisa.

Puesto que en todo paralelismo histórico es deber de honestidad constatar también lo que es disímil, hay que decir que así como en este caso el bando de «la niña» -apuntalado de puertas afuera por Barreda, Tomás Gómez o el PSC y de puertas adentro por Barroso, Javier de Paz y compañía- se ha mantenido firme frente a todo tipo de presiones, apelaciones a la unidad y demás cantos de sirena envenenados; entonces fue la intransigencia de don Carlos, obsesionado por preservar la herencia de sus propios hijos varones, la que impidió el acuerdo.

La encrucijada en la que se encontraron Calomarde y los demás conspiradores era en todo caso la misma a la que se vieron abocados Blanco y sus cómplices, a medida que se acercaba la fecha del 2 de abril e iban constatando que Zapatero -aquejado de una melancolía política tan dañina como la gota que atenazaba diversas extremidades de Fernando VII- seguía empeñado en anunciar su renuncia, pese a las intensas gestiones públicas de Botín y privadas de Bono en pro de un aplazamiento.

El rey se moría y había que actuar de inmediato. Aquel 18 de septiembre en La Granja, aislada de Madrid por carretera y telégrafo por órdenes gubernamentales, Calomarde y Alcudia aventaron todo tipo de peligros y calamidades hasta lograr que «el hombre moribundo y la mujer aterrada» accedieran a derogar la Pragmática Sanción mediante un codicilo secreto, rubricado con «garabatos ilegibles».

Este 31 de marzo la técnica de la persuasión por el amedrentamiento fue la misma, pero como era imposible anular la disposición estatutaria que prevé las primarias, pues dos siglos de seguridad jurídica no han pasado en balde, se recurrió a la fórmula que en la práctica suponía abortarlas: durante ese almuerzo Zapatero cedió a las presiones de Rubalcaba y Blanco y se comprometió ante ellos a fundir en un solo acto el anuncio de su renuncia a volver a presentarse y la convocatoria fulminante de primarias. Era el plan ya expuesto hace dos domingos en estas páginas bajo el título tuitero de #rubalnoquiereprimarias, pues suponía colocar a Chacón entre la espada y la pared. Si en vísperas de la campaña de las municipales y autonómicas osaba plantar cara al sucesor designado por Zapatero y aclamado por el Comité Federal, tenía garantizada la inquina de todos los líderes regionales y locales y el sambenito de egoísta y ambiciosa. La suerte estaba echada y la sociedad limitada Rubalcaba-Blanco se salía con la suya, igual que había ocurrido el verano pasado al forzar, a la inversa, las primarias de Madrid contra su detestado «chico de Parla».

Luego resultó que el Rey se moría… pero todavía no. Fernando VII sobrevivió un año y diez días a su propia agonía -más o menos lo que pretende Zapatero- y en ese tiempo, fiel hasta el final a su condición de frívola y caprichosa veleta política, lo anulado no fue la Pragmática Sanción sino el codicilo secreto que la revocaba. En una declaración oficial el propio Monarca consumaba la voltereta denunciando a los protagonistas del 18 de septiembre ya apartados del poder: «Hombres desleales o ilusos cercaron mi lecho y abusando de mi amor y del de mi muy cara esposa a los españoles, aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado… La perfidia consumó la horrible trama que había principiado la seducción».

En el ínterin se había producido la estampa agrandada por la leyenda del precipitado regreso a la corte de la infanta Luisa Carlota, hermana de la reina y mujer de armas tomar, como buena napolitana. Tras reprochar a Maria Cristina su débil condición de reggina di galeria, la infanta habría hecho llamar al aún ministro de Gracia y Justicia, abroncándole y rompiendo en su cara el codicilo. Federico Suárez recoge una de las primeras crónicas del hecho: «Calomarde oyó resignado y sin levantar los ojos del suelo esta reprensión terrible, quiso disculparse y apenas acertó a hacerlo: tan afectado y sobrecogido se hallaba su ánimo; trató de cortar la disputa y es fama que dejando entrever en su rostro un gesto de mal reprimida cólera, enfurecióse la infanta y descargó una bofetada sobre su mejilla; y añade la fama que Calomarde, reconcentrado de nuevo en su ira, respondió: 'Manos blancas no infaman, Señora' y haciendo una profunda reverencia volvió la espalda».

¿Quién habría desempeñado gustosamente el papel de Luisa Carlota ante el vicesecretario general del PSOE? Por equilibrada mezcla de sentimiento y convicción, María Teresa Fernández de la Vega. Por carácter y envergadura, Leire Pajín. Pero ni la sangre llegó al río, ni esta vez fue preciso que las manos blancas se posaran sobre Blanco. A primera hora de la tarde del jueves Zapatero llegó a encargar a sus colaboradores que redactaran el discurso del sábado en los términos acordados con sus comensales. José Enrique Serrano, no sin ciertas reservas, y el también rubalcabizado Bernardino León se frotaron las manos, pero el estupor se pintó en otros rostros, surgieron resistencias, discusiones, llamadas de auxilio al exterior y sonaron palabras más fuertes que otras.

Colgado en el dintel de la puerta del despacho presidencial Jano Clusivio contemplaba atónito la crudeza del debate. Todo el sentido de la aportación de Zapatero a la democratización de la vida interna del PSOE quedaba con este gatillazo final en entredicho. Tanto talante, tanta democracia bonita y tanta vaina para al final entregárselo todo a uno que lo único que busca es el poder en compañía de los que durante estos años te han hecho todo el daño que han podido… Hubo interjecciones, preguntas retóricas, apelaciones a la cabeza y al corazón. Durante esas horas críticas se dijeron cosas tremendas que ni siquiera una moldura de escayola puede repetir sin desdoro de la confianza en ella depositada.

Declinaba la tarde y con ella también la firmeza presidencial. Hay quien sostiene que el nuevo vaivén se produjo esa misma noche y otras versiones lo sitúan en la mañana del viernes antes del Consejo de Ministros. El caso es que cuando hubo que abordar la redacción final del discurso, su argumento ya no era el arrancado por el Pretendiente integrista y el Calomarde de Palas de Rey, sino que se restablecía la Pragmática Sanción, se preservaban los derechos de «la niña» y se anunciaban las primarias para el único momento en que resultaban viables: inmediatamente después de las autonómicas y municipales.

A diferencia de Fernando VII, Zapatero nunca despotricará contra los próceres de este nuevo partido evangélico que le empujaron hasta el borde del abismo del mayor descrédito que le quedaba por cosechar. Él siempre resuelve sus conflictos interiores por vía declamatoria y no es lo que peor se le da. Por eso la frase favorita de su discurso del sábado, probablemente introducida por su propia mano, fue aquella de «sacaremos fuerza de la democracia para ser más fuertes que nadie en democracia». Por eso, enarbolando la lira mientras las llamas de todos los incendios iluminaban el pesimismo y la desesperanza de España, había zanjado el viernes la cuestión en privado, superándose a sí mismo: «La vida es un continuo renacer, la democracia un proceso, la coherencia un valor seguro».

También hay quien creyó escuchar algo así como «¡Si Alfredo quiere el liderazgo, que se lo gane!». Pero como ocurre con lo de «manos blancas no ofenden», aquí tampoco sabremos nunca donde empieza la historia y dónde termina la leyenda.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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