El 3 de octubre de 2017 a las ocho y media de la tarde tomaba un avión desde Sevilla hacia Barcelona. Pocas horas antes el Rey había anunciado un discurso para las nueve de la noche y durante la tarde me temí lo peor, otra dosis de cháchara complaciente con el delito y la mezquindad. Ya saben: pocas menciones a la ley y mucha cochambre palabrera alterando el sentido recto de los conceptos. Al aterrizar y conectar el teléfono, en un mensaje, bromeando, un amigo me preguntaba si yo era el autor del discurso. No, no lo había escrito pero, naturalmente, lo firmaba. Aquella noche llegué con dificultades a casa, caminando a través de una ciudad vandalizada por las escuadras del nacionalismo con la complacencia de su alcaldesa. Pero nada me quitaba la sonrisa de la cara. Había razones para la esperanza.
El fin de semana había resultado tenaz, como dirían en Colombia. La engrasada maquinaria propagandística del nacionalismo había facturado una mentira colosal sobre la represión policial. Recordarán algunos mimbres de la farsa: miles de heridos, lesiones que se cambian de extremidad, imágenes televisivas de archivo y, naturalmente, unos cuantos corresponsales extranjeros, comenzando por el del NYT. Fabricantes de mentiras y voceros repitieron con coordinación de Cabo Cañaveral la cantinela. Más exactamente, la patraña: a día de hoy no ha habido ni una sola condena por el uso ilícito o desproporcionado de la fuerza. Una fiesta infantil, si tomamos como unidad de medida los perjudicados en una sola manifestación de los chalecos amarillos o en una intervención de trámite de los Mossos.
Pero nadie lo decía. Al día siguiente del referéndum, con mi buen amigo Alejando Molina firmamos un artículo (¿Dónde está la desproporción?) recordando lo elemental: «Es inconcebible que se pueda calificar de error o de torpeza que las fuerzas del orden encargadas de ejecutar la resolución judicial del impedimento del referéndum cumplieran, precisamente, con su cometido. La fuerza del orden interviene cuando el delincuente, persistente en su conducta, ya se ha desentendido de la fase deliberativa, que precisamente ha concluido con una resolución judicial que ha sido desatendida: por eso sólo queda el recurso de la fuerza. Intelectualmente no se puede estar, como Pedro Sánchez, a «favor de la legalidad» pero «en contra de su efectividad».
Apenas publicado el artículo me llovieron los mensajes. Desatendí los habituales, pero no ignoré los de los amigos. Unos cuantos, pocos, aplaudían nuestro coraje. Naturalmente, lo agradecí, no sin dejar de pensar en el mensaje implícito del elogio: pobre democracia aquella en la que recordar el funcionamiento de un Estado de derecho parece cosa de valientes. En todo caso, la lectura de esos mensajes no me llevó mucho tiempo. Eran pocos. La mayoría contenían recriminaciones por haber pasado al lado oscuro. Alguno me adjuntó imágenes de televisión, entre las que pude reconocer intervenciones de meses atrás de distintas policías del mundo, incluida la catalana. Tampoco faltaron los que me pedían explicaciones en nombre de quien una vez yo fui. Se confirmaba que no me habían leído nunca en serio. Ni antes ni ahora.
Pero sí, yo volvía esperanzado de Sevilla. La Constitución en marcha, si se me permite parafrasear el poema de Celaya que algunos hoy considerarían apología del franquismo. Cinco días más tarde, para sorpresa de los ideólogos del un sol poble, en Barcelona, cientos de miles de ciudadanos salieron a la calle a defender nuestro marco constitucional. También en España. Incluso (¡oh, sorpresa!) los socialistas consentían manifestarse junto a los que descalificaban como «derecha extrema». Seamos precisos: solo se apuntaron cuando vieron las calles llenas. El mismo Iceta, que el 29 de octubre saltaba entre banderas constitucionales en la segunda gran manifestación, había hecho ascos a la primera. Como soy fácil de engañar, pensé: bien está lo que bien acaba, aunque no me olvidaba de otra manifestación en aquel mismo paseo de Gracia encabezada por Montilla después de retar al Tribunal Constitucional con argumentos de maltratador: «No hay tribunal que pueda juzgar sentimientos». Pero esta vez la mutación parecía irreversible. Los ciudadanos habían emplazado a los políticos. Claro que también me acordé de lo sucedido cuando asesinaron a Tomás y Valiente o a Miguel Ángel Blanco y de las energías cívicas malbaratadas entonces.
Me repetí: está vez va en serio. Había que confiar y había razones para hacerlo. Cuando se opta por la independencia, se cancela el dilema «la independencia o algo a cambio, que es un paso hacia la independencia»: el chantaje que, no sin mala fe, muchos han descrito como «ayuda a la gobernabilidad». El secesionismo había apostado y perdido. Era la ocasión, como lo fue el 24-F, de derrotar definitivamente a quienes buscan acabar con nuestra comunidad de ciudadanos. Invocando a la nación y a la identidad se había asesinado, cercenado libertades y justificado un golpe a la Constitución. Esas dos palabras debían quedar contaminadas para siempre. Si franquista se había convertido en una descalificación, nacionalista, otra variante de lo mismo, también tenía que serlo. La merecida sanción moral que precede a las extinciones políticas.
Han pasado tres años y qué les voy a contar. Nos engañamos o nos engañaron. Sánchez y Ábalos han faltado a cada uno de sus compromisos desde la moción de censura. Y no eran vaguedades, que, para rechazar todo lo que han acabado defendiendo, explotaron todas las posibilidades de los cuantificadores negativos en sus compromisos: nunca, jamás, de ninguna forma, en absoluto, etc. Solo les faltaba jurar por sus muertos. Nadie ha mentido con mayor descaro. Los nacionalistas señorean sus dominios con maneras que, en comparación, convierten a las repúblicas bananeras en impecables democracias nórdicas. Y los españoles, que en su día salieron a la calle, pues como si estas cosas sucedieran en otro país, porque ya han asumido psicológicamente que se trata de otros países. Tampoco cabe la sorpresa, cuando Sánchez lleva la tarea de Gobierno como si dirigiera un organismo internacional.
Admitámoslo, quienes perdieron en aquel octubre han impuesto su cuento. No hubo sanción moral y ahora quienes desprecian la ley dictan la doctrina ética. Como Pujol en su día desde el balcón de la Generalitat. Ya está sucediendo: desaparece el compromiso de acatar la Constitución y la naturaleza de los delitos y las penas se negocia con quienes han proclamado su intención de repetir los delitos. Y el Rey, quien recordó el significado exacto de la ley, que ni se acerque a quienes tendrán que garantizar su cumplimiento. El Estado fuera de Cataluña. Para quienes se toman su vida en serio no hay experiencia más dolorosa que descubrir que vivieron en la mentira. Aquel octubre fue una ficción. Pedro Sánchez no ha hecho más que levantar el telón y confirmar que nunca hubo unidad constitucional. Para emborronar el trazo constitucional del 2017 ha recuperado el perímetro antifranquista, con ERC y Bildu. Los demás, fachas.
Sin duda, hay una continuidad ideológica entre Zapatero y Sánchez; pero también una importante diferencia: el primero se molestó en componer su gestión con retórica deliberativa. Sí, es cierto que, en la práctica, la traicionaba, pero admitía su fuerza moral. Zapatero se instalaba en la trapacería; pero asumía un paisaje normativo compartido. Sánchez parece dispuesto a arrasar con él. La tesis doctoral dibujaba un perfil y una pauta. No era sobre economía, sino de filosofía moral: una declaración de principios.
Redondo no factura mentiras sino que, con desnuda y brutal franqueza, está cambiando las convenciones básicas de la convivencia. Y lo peor es que no queda nadie en condiciones de recordárselo, desde luego no en el secarral de una derecha incapacitada para el pensamiento abstracto. Sencillamente, durante mucho tiempo estábamos instalados en la ensoñación. No entendimos nada. Cuando lo hemos descubierto, tres años más tarde, nos encontramos como el protagonista del poema de Kavafis: «Los mensajes eran falsos/ (o no alcanzamos a oírlos, o no comprendimos bien). Otra catástrofe, otra que no imaginábamos,/súbita, violenta, cae sobre nosotros». Vamos, que se nos queda cara de tontos.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Sobrevivir al naufragio (Página indómita).