Las grandes frases son ideológicas. Los que no nacimos bajo la pérgola y el tenis, que decía el poeta, pero hacia esa época, sabemos que la frase más evocada entonces era “yo no soy de izquierdas ni de derechas”, y luego se añadía un estrambote que había inventado don José (Ortega y Gasset): “Son dos formas de ser estúpido” (cito de memoria). Grandes aplausos. Yo nací bajo esa frase y así vivimos un puñado de décadas con el eslogan de marras que muchos suponían que era una idea.
Todas las grandes frases son ideológicas y sirven como instrumentales. Cuando Ortega y Gasset manifiesta su indiferencia sobre la derecha y la izquierda, el viejo maestro ajado por la derrota de todo su mundo, está tan acabado y conservador que Miguelito Maura, hijo de don Antonio, dirá que don José en su discurso del “no es esto, no es esto” estaba a la derecha de Gil Robles. Hablamos de la República. Antiguallas de veteranos.
Otra frase ideológica, la de Goebbels sobre la cultura y la pistola, tenía su aquel porque concitaba el entusiasmo de esas clases medias germanas aplastadas por el peso de una intelectualidad abrumadora, de la que ellos apreciaban las Cantatas de Bach y el sentimiento de que el gran Goethe había marcado una época. Bastaba con eso. ¿Para qué más invención y despendole? Herederos de Eckermann, el registrador de la voz de su amo, que supo comprimir el talento del receptor en dosis admisibles para cualquier mortal con discreto patrimonio.
En esta época nuestra, un tanto sórdida, de mentiras proclamadas cada día en informativos y papeles, la nueva frase que hace mella en el personal perplejo es “vivían por encima de sus posibilidades”. Debería incorporarse a las esquelas, como lo de “murió con los servicios apostólicos”. Un matrimonio suicida, de edad más que provecta; una dama de probidad impecable que se quema en una sucursal bancaria; un tipo común que se lanza por la azotea hacia el imposible más allá. Vivían, aseguran los expertos, por encima de sus posibilidades.
El olvido. Detrás de todo suicida agobiado está el olvido. No querer recordar lo que le lleva al cadalso. ¿A qué llamamos vivir por encima de sus posibilidades? No estamos hablando del tipo que se compra un coche espectacular y dos casas, una en la costa y otra en el monte. Nos estamos refiriendo a un individuo que tiene una familia y que cobra todos los meses y al que han echado de su trabajo, o que le han reducido la pensión. Un personaje pirandelliano que creía que su sueldo era como mínimo constante y que cumplía con su labor más que adecuadamente, y al que echaron o rebajaron el salario hasta convertirlo en una parodia de empleado. Estamos en crisis.
Hace poco hice alguna averiguación sobre un matrimonio suicida en Mallorca. Incomprensible, me dijeron gente muy enterada. Hasta los hijos están sorprendidos. Parémonos un momento. ¿Qué carajo les importa a los hijos en general que sus padres ancianos tengan o no tengan problemas? Se la bufa. Todo lo más comen un arroz los domingos, de tanto en tanto, para conocer a los nietos y aguantarlos. ¡Oh, los hijos escandalizados ante el drama insólito de sus padres suicidados! Ya me gustaría a mí saber lo que opinaban ellos, los suicidas, de las nueras y de sus retoños, y viceversa. Vivimos en sociedades hechas a la exposición. ¡Oh, papá, qué drama! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer esto? Y luego añaden, “si nos hubierais dicho qué problema teníais, nosotros hubiéramos sido los primeros en echaros una mano”. Basura. Los viejos aguantaron los recortes y jamás pensaron que les iban a dejar en el patético ridículo de convertirse en asistentes del verdugo.
¿Y quién es el verdugo? Pues muy sencillo, aquel del que nadie dirá nunca que vive por encima de sus posibilidades. El que te concedió el crédito, el que te animó a meterte en una inversión ruinosa. Resulta brutal el relato cuando uno tiene que describir a unos tipos que se han llevado todos los dineros de los bancos, que se preparan jugosas jubilaciones y planes de pensiones blindadas. Los mismos que con un gesto de conmiseración dicen ante el suicida: “Vivía por encima de sus posibilidades”.
¿Cuáles son las posibilidades de un trabajador, de un profesional, de un tipo normal que cumple sus horas y que jamás ha pensado poner en un brete al golfo de su jefe? Ninguna. Sencillamente ir tirando. Un crédito para mejorar. Eso es lo habitual. Toda esa farfolla sobre la vie en rose y los viajes a París es ideología para justificar que quien dice “vivían por encima de sus posibilidades” tiene garantizado un contrato y una indemnización. Lo demás es bobería. Tantos años para volver a lo mismo, “no soy de izquierda ni de derechas, dos modos de ser estúpido”. Pero tienen muy claro que son lo que son, y que ellos no “viven por encima de sus posibilidades” porque sus posibilidades están garantizadas.
Si a usted le reducen el salario, o le echan del trabajo, o le brean con los impuestos, y le encarecen la vida, ¿cómo hace para afrontar lo inevitable? Que España sea el único país donde los bancos le crujen a usted después de haberse forrado con su sudor, es una de las adquisiciones que debemos a los partidos institucionales, cuyos miembros, lo juro por mis hijos, jamás se suicidarán por nada como no sea empapizados de gula.
Hemos perdido, pero no la pelea histórica de clases, sino lo evidente. Que unos individuos con el riñón cubierto tengan la desvergüenza de decirte que el matrimonio suicida lo ha hecho por ignotas razones, porque llevaban un buen tren de vida, tenían hijos sensibles y comprensivos, y además podían negociar demoras en los pagos, es una provocación a la sensibilidad ciudadana. La dama que se quema en un banco, el matrimonio que se mata con barbitúricos, los jubilados que se lanzan al vacío, no son casos psiquiátricos sino sociológicos. Jamás lo hubieran hecho en una situación normal. Eso es lo que no entienden estos pijos de mierda que tienen el contrato cerrado y la vejez garantizada.
Si te reducen la paga y te quitan hasta el resuello, no hay banco que te admita para un trámite. Sólo te queda la solidaridad del perdedor. Nadie se suicida por incógnita literaria, la gente se mata porque no quiere seguir sufriendo, o por mejor decir, considera que la vida no merece la pena si debe humillarse ante el banco –un delincuente que te ha sangrado de manera ominosa–, ante tus hijos y nueras, ante los amigos a los que has tenido que pedir ayuda vergonzosamente. Esos suicidas irán al cielo de los justos, por más que no crean en paraísos ni en infiernos, porque han tenido la dignidad de asumir su final. Así de claro y de sencillo. Cuando la vida no da más de sí y se convierte en una tortura, no merece ser vivida. Y punto. Queda para algunos creyentes la compensación del sufrimiento, pero qué mayor delirio que haber pasado por esa etapa de “que vivías por encima de tus posibilidades” si has trabajado como un cabrón, cosa que no hizo ninguno de los banqueros que se han forrado con tu ruina, y que ahora, afrontando el destrozo, el abandono, los reproches, has de admitir que no hay salida. Podrías ir a Madrid y hacer cola para besar los pies del Cristo de Medinaceli, actividad cotizadísima entre las buscadoras de milagros, o quedarte quieto esperando que alguien tratara de explicarte cómo ha sido posible que tú hayas trabajado y te hayas comportado como un caballero y debas leer todos los días las hazañas de Luis Bárcenas o Fèlix Millet para hacerte una idea de que tu tiempo acabó y que los usufructuarios de tu ruina asumirán el mundo.
Deberían incorporarlo en las esquelas. “Vivió por encima de sus posibilidades”. Es decir, fracasó y se mató, porque pensaba que la sociedad era normal y valoraba el trabajo y el esfuerzo, y cuando descubrió que le habían engañado, decidió que hasta aquí había llegado. Escogió el cielo del no ser. “Aquí, mi señora y yo, les decirnos bien clarito: ¡Váyanse todos ustedes al carajo porque no les aguantamos más!”
Gregorio Morán