Los terroristas, entre nosotros

Michael Ignatieff es director del Centro Carr de Política de Derechos Humanos en la Universidad de Harvard (EL MUNDO, 26/12/05).

En los días inmediatamente siguientes a los atentados del 7 de Julio en Londres, en los que murieron 56 personas, las autoridades británicas determinaron que todos los terroristas suicidas habían nacido ya con la ciudadanía británica. Mientras quienes perpetraron los atentados del 11 de Septiembre del 2001 en Estados Unidos se habían infiltrado en las sociedades respectivas con la intención de matar a inocentes, Gran Bretaña era víctima de un golpe planeado desde su seno.

Por primera vez desde el advenimiento de la llamada Guerra contra el Terrorismo, Europa se despertaba a una nueva realidad: el mensaje cargado de odio de Al Qaeda y de otros grupos islámicos fundamentalistas era lo suficientemente potente como para transformar a los hijos de una nación en suicidas dispuestos a actuar contra sus propios conciudadanos. La pregunta obvia era por qué.

Estos jóvenes suicidas musulmanes no eran individuos marginados o desempleados. Eran, si acaso, hijos modelo de una sociedad que había conseguido el éxito de hacer realidad el multiculturalismo.Uno de ellos había trabajado en una escuela primaria enseñando a leer a niños más pequeños. Otro había llegado a graduarse en ciencias del deporte y era un miembro entusiasta del equipo de críquet del barrio.

Se daba por hecho que los terroristas eran desconocidos, extranjeros, los otros. Eso es lo que se daba por hecho para explicar las razones por las que a los terroristas suicidas les importaban tan poco las vidas que destruían. Frente a ello, los terroristas de Londres eran otros conciudadanos, miembros de la misma comunidad política que sus víctimas. ¿Qué había ocurrido con los lazos de ciudadanía? ¿Por qué eran tan débiles los lazos de unión? Las mismas preguntas se han vuelto a plantear en el curso de este otoño, cuando Francia ha sufrido varias semanas de disturbios.Los europeos han empezado a preguntarse si a su modelo de integración de inmigrantes, basado en garantizarles una ciudadanía como la de ellos, le ha llegado la hora de la verdad.

En Canadá y Estados Unidos, en su mayor parte, los analistas se han felicitado por la confianza de que los disturbios de París no van a poder reproducirse en Nueva York, Los Angeles o Toronto.Sin embargo, otros espíritus menos pagados de sí mismos se han apresurado a preguntar qué ocurriría si también fracasara el modelo norteamericano de integración mediante concesión de la ciudadanía.

Estados Unidos y Canadá tienen la ventaja de haber sido sociedades inmigrantes desde un principio. Cuando los países europeos empezaron a reclutar trabajadores de Argelia, Marruecos y Turquía en los años 60, se consideraba que la concesión de la ciudadanía estaba fuera de lugar. Los inmigrantes eran trabajadores temporales que terminarían por volver a su tierra. Cuando se quedaron, formaron familias y echaron raíces, Europa empezó a concederles la ciudadanía de mala gana, a regañadientes.

Con la ciudadanía francesa llegaron los ingresos de los subsidios del Gobierno, la educación gratuita y la asistencia sanitaria gratuita, así como el subsidio de desempleo y otras prestaciones sociales que en la actualidad ascienden a nada menos que 1.200 dólares [unos 1.000 euros, al cambio actual] para una familia de cuatro personas. A cambio de la igualdad, a los extranjeros se les pidió que renunciaran a ciertas costumbres. Las chicas han tenido que dejar de llevar el pañuelo en las escuelas públicas, por ejemplo. Otros países europeos han ofrecido a los inmigrantes ese mismo paquete de derechos ciudadanos y beneficios sociales pero sin haberles exigido que se adaptaran a la secularización en los centros de enseñanza.

Los beneficios del Estado del Bienestar y los discursos sobre la tolerancia han sido generosos, las llamadas a sumarse a las satisfacciones de la sociedad multicultural han sido sinceros.¿Cuál ha sido el resultado? Atentados terroristas contra otros conciudadanos en Londres y los disturbios más graves registrados en Francia desde 1968. Entonces, ¿qué es lo que se ha hecho mal?

En primer lugar, es una buena idea dejar claro qué es lo que no se ha hecho mal. Millones de inmigrantes musulmanes en Europa y en Estados Unidos han superado resistencias y resentimientos hasta haber convertido su emigración en un éxito. Una abrumadora mayoría de inmigrantes rechaza los disturbios y abomina de la violencia terrorista.

En segundo lugar, es preciso distinguir entre los disturbios de París y los atentados de Londres. Los atentados fueron consecuencia del radicalismo islámico; los disturbios de París, de la rabia ante la marginación. Mientras los terroristas suicidas querían terminar con la sociedad democrática liberal, los pobres urbanos en situación de desempleo o con empleo precario que quemaban coches en los arrabales de París es posible que, en su mayor parte, quisieran en realidad integrarse en ella.

Sin embargo, la integración en la sociedad (tener acceso a las oportunidades de una sociedad libre) en muy gran medida les ha resultado a muchos imposible. Aquí el error ha consistido en dar por sentado que los derechos del Estado del Bienestar proporcionan siempre a los jóvenes los medios con los que salir de la pobreza o que recibir el subsidio del Gobierno proporciona una sensación de pertenencia a una comunidad. El cheque del subsidio, ya se ha visto, no es un sustitutivo de un puesto de trabajo.

El Estado del Bienestar puede ser de hecho parte del problema en lugar de parte de la solución si atrapa a los inmigrantes pobres en la trampa del resentimiento y la dependencia. En Gran Bretaña, el 63% de todos los hijos de paquistaníes y bangladeshíes vive en la pobreza. Allí donde la raza, la clase social, la religión y la pobreza se combinan para producir marginación, la condición de ciudadano no sirve de nada.

Los teóricos han llamado a las naciones «comunidades imaginarias».No hay que descartar que aquéllos que atentaron contra sus conciudadanos de Londres escogieran enrolarse en una comunidad imaginaria que les ofrecía más en cuanto a integración, emoción y compromiso que las modestas satisfacciones que ofrece la condición de ciudadano en una sociedad democrática. El terrorista suicida entra a formar parte de lo que él cree la comunidad planetaria de la umma, los musulmanes creyentes. Esta comunidad ofrece a los jóvenes ciudadanos una causa noble, como es la defensa de los musulmanes en todo el mundo, y un ideal perfecto, el martirio en defensa de la fe.Calificar despectivamente como fanáticos a los terroristas suicidas equivale a perder de vista el profundo atractivo moral de esta forma alternativa de integración.

Una minoría exigua de conciudadanos nuestros ha jurado lealtad no a la ciudad terrenal en la que viven sino a la Ciudad de Dios en la que esperan habitar como mártires. Cuando las lealtades sagradas empiezan a estar por encima del sentimiento de satisfacción de pertenecer a una comunidad civil, llega a ser posible decir, como declaró recientemente a un periodista un partidario de la guerra santa terrorista, que «incluso si mi propia familia hubiera muerto por la bomba de un yihadista, yo diría que habría sido por voluntad de Alá».

Gracias a Internet y a los vuelos internacionales baratos, los inmigrantes y sus hijos ya no tienen que comprometerse de una vez por todas y para siempre con sus nuevos países de adopción.Pueden disponer de múltiples pasaportes y pasarse meses y meses empapándose a fondo del ambiente político de Peshawar, Queta o Argel en lugar de Bradford, Leeds o Clichy-sous-Bois. El arraigo de la democracia occidental, por tanto, está ligado a su capacidad de hacer frente a problemas.

Nadie en su sano juicio se inclinaría por eliminar los beneficios de la globalización, incluidos los vuelos baratos e Internet, simplemente porque puedan debilitar los lazos que nos mantienen unidos en cuanto que ciudadanos. Sin embargo, será mejor que nos vayamos haciendo a la idea de que, para una muy reducida minoría de jóvenes musulmanes, los remedios en vigor (nuevos planes de protección social de los inmigrantes pobres, expulsión de aquellos que quebranten la ley y sanciones más duras contra los mulás y otros predicadores del odio) no ofrecen ya un modelo de ciudad terrena capaz de competir con la ciudad pía prometida por los partidarios de la violencia.

Si pretenden sobrevivir, las democracias necesitan sueños y necesitan hacerlos realidad. ¿Qué sueños ofrecen Francia, Gran Bretaña y la Unión Europea a los grupos sociales minoritarios cuyos miembros se sienten con frecuencia marginados? ¿Qué ofrece la democracia en comparación con la grandeza moral y la simplicidad de morir por una causa?

La única causa que una democracia tiene es la de «libertad, igualdad y fraternidad». Sin embargo, estas palabras quedan vacías si los sindicatos de obreros cualificados excluyen a los trabajadores inmigrantes y si las instituciones de alto rango no están dispuestas a integrar nuevos talentos prometedores que lleguen de países extranjeros.

El problema fundamental no reside en que los gobiernos europeos no hayan invertido lo suficiente en los inmigrantes. El problema está en que los europeos no han abierto lo suficiente sus mejores centros de enseñanza, sus burocracias y sus partidos políticos a los mejores y más brillantes de sus nuevos ciudadanos. Cuando se ven las fotos de grupo de los dirigentes europeos en sus cónclaves de la Unión Europea, no se ven negros ni mujeres con pañuelos ni personajes de religión islámica. Pasará mucho tiempo antes de que se vean y mientras los ciudadanos inmigrantes no vean a alguno de los suyos en lo más alto, van a tomarse con mucho escepticismo (y con toda razón) las promesas de la democracia.