Los terroristas son gente común y corriente

Pablo Kleinman es Director General de El Iberoamericano (GEES, 15/07/05)

Tony Blair dijo estar en shock al referirse al hecho de que los suicidas que atentaron en Londres el pasado 7 de julio eran nacionales británicos. Creo que se trata de un comentario ingenuo y poco honesto proviniendo de alguien con la suficiente información como es el caso de Blair. El Reino Unido, al igual que Francia y muchos otros países de la Unión Europea, está lleno de ciudadanos, en su mayoría hijos o hasta nietos de inmigrantes, que por razones de índole sociocultural sienten un profundo rechazo por su país de nacimiento y residencia.

A pesar de la persistente reticencia de políticos e intelectuales europeos a hablar del asunto, seguramente por motivos de corrección política (“political correctness” en inglés), la realidad muestra claramente que una proporción significativa de los musulmanes se ha integrado muy pobremente a la sociedad. En Francia, por ejemplo, ciudadanos musulmanes, que representan entre un 5 y 10% de la población total del país, también representan alrededor del 75% de la población carcelaria nacional – y es sabido que una estadía en una cárcel francesa puede ser tan útil para los que reclutan y aleccionan terroristas como una temporada en un campo de entrenamiento de Al Qaeda. La mitad de los jóvenes musulmanes en Francia no trabaja ni estudia. Recientemente se produjo un incidente en el que una manifestación de estudiantes en París fue atacada y asaltada por hordas de jóvenes de origen africano o árabe. Según el testimonio de algunos de dichos jóvenes atacantes al diario Le Monde, el objetivo de dicho ataque era el de darle su merecido a los franceses (como si ellos no lo fueran, ya que utilizan el término “franceses” como sinónimo de “blancos” o “católicos”).

Lo sorprendente de todo esto es que parece haber una diferencia substancial entre la actitud de muchos de los hijos de inmigrantes y la de los propios inmigrantes que llegaron décadas atrás. Los inmigrantes en su mayoría llegaron a Europa en busca de oportunidad y trabajo y se esforzaron por prosperar en el nuevo país. Los hijos de éstos en cambio, nacieron en un entorno en el que muchos de ellos se sienten discriminados y rechazados, en contra del cuál al final se rebelan “convirtiéndose” al islam más extremo. Esto igual no lo explica todo ya que al parecer los asesinos de Londres, al igual que muchos otros personajes de Al Qaeda, no provienen de las cárceles ni de los guetos de Europa sino de escuelas prestigiosas y barrios de clase media.

Durante el otoño de 2002, mientras terminaba el MBA en la London Business School, solía frecuentar la zona aledaña de Edgware Road, predominantemente árabe y escena de uno de los atentados del pasado 7 de julio, generalmente para comprar comida árabe, tan auténtica en Londres como la que había probado en Egipto y Jordania. Un domingo sin embargo, decidí entrar en uno de los cafés árabes allí para tomar té dulce y fumar tabaco libanés con sabor a manzana y fresa mientras terminaba de escribir un ensayo para una clase. La atmósfera era muy placentera y me sentí como si estuviera en un microcosmos del Cairo subtropical en medio de la fría Londres.

No tuve oportunidad de escribir nada ya que a los pocos minutos de entrar, un grupo de jóvenes universitarios sentados en la mesa de al lado me comenzó a hablar. Todos ellos habían nacido en Londres, aunque sus padres eran todos inmigrantes árabes, con excepción de uno que era de origen turco. Hablamos de los estudios, de política, de mis viajes por Medio Oriente. Ninguno de ellos había estado en Nueva York pero les parecía un sitio fascinante y hasta se interesaron en saber acerca de mi experiencia personal el 11 de septiembre del año anterior.

Nada de todo lo que les conté pareció fascinarles más, sin embargo, como cuando les dije que soy judío. Su reacción fue de incredulidad y fascinación, algo que percibí porque cuando lo dije, inmediatamente tres de ellos se pasaron a mi mesa. A partir de ese momento la conversación se volvió más política, pero curiosamente, también más íntima. Uno de ellos, Nabil, de origen libanés, me mostró una foto de su esposa, con la cabeza cubierta. Me llamó la atención porque él estaba vestido con vaqueros y camiseta de fútbol, pero a él la diferencia de estándares le pareció completamente normal. Me contó que su mujer, de 23 años como él, utilizaba guantes cuando estaba en público porque “las manos [eran] algo muy delicado que solo debía ser visto por el marido”. Ella también había nacido en Londres y al igual que él, provenía de una familia de clase media tradicional no muy religiosa. Su consejero matrimonial era un imán de una mezquita del oeste de Londres, ya que parece que no se entendían muy bien con sus respectivas familias. El interés de Nabil en la religión, sin embargo, era relativamente reciente y estaba relacionado con el profundo rechazo que manifestaba hacia los británicos (de los que hablaba como si él no lo fuese).

El sentimiento antibritánico era unánime entre todos mis interlocutores aquella tarde, a pesar de haber nacido y vivido toda su vida en Londres, de haber estudiado allí y de haber visitado el mundo árabe solo de vacaciones. Todos ellos afirmaron recibir sus noticias de Al Manar, el canal de televisión vía satélite del Hezbolá que emite contenidos profundamente antioccidentales y antisemitas, porque “Al Yazira es propaganda sionista” y la BBC no les gustaba tampoco. A mi personalmente me trataron con total amabilidad y cuando nos íbamos, no me dejaron pagar la cuenta y me saludaron muy cordialmente. Durante nuestra conversación, siempre midieron sus palabras para evitar ofenderme. Para ello centraban su atención en la figura de Bush como símbolo de todo lo que odiaban de los Estados Unidos; de Israel casi no hablaron aunque uno de ellos había estado allí previamente de visita.

No volví a encontrarme a ninguno de ellos y al poco tiempo me regresé a América. Básicamente me olvidé de este episodio hasta el año siguiente, cuando leyendo el libro ¿Quién mató a Daniel Pearl? del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, me llamó la atención la similitud entre la persona de Omar Sheikh, el presunto asesino del periodista del Wall Street Journal, y la de Nabil y sus amigos. Omar Sheikh también nació en Londres, en 1973. También musulmán aunque no era de origen árabe sino paquistaní, de clase media, estudiante de la London School of Economics, su hermana se graduó de Oxford y su hermano de Cambridge. Omar, como Nabil, hijo de prósperos inmigrantes, producto de lo mejor de la educación británica, también desarrolló una violenta aversión hacia el medio en el que se crió. Me preguntaba si alguno de éstos chicos que conocí en aquel salón de té de Edgware Road terminó como jihadista en Pakistán, Irak o algún otro sitio…

Lo más notable acerca de los terroristas suicidas que atacaron en Londres hace algunos días es, justamente, que se trataba de sujetos comunes y corrientes, como aquellos estudiantes que conocí en el café de Edgware Road. Sus padres son inmigrantes relativamente prósperos, que buscaron en la libertad de Occidente lo que sus países de origen no les ofrecían y se preocuparon para que sus hijos recibieran una buena educación y aprovecharan las oportunidades que la sociedad occidental brinda a todos. Ni siquiera se trataba de personas con historial de criminalidad como Richard Reid, el británico del zapato-bomba descubierto en el vuelo de París a Miami, sino de estudiantes, graduados y hasta de un maestro de escuela y padre de un bebé de ocho meses. Como ellos hay decenas de miles en el Reino Unido y cientos de miles en todo Occidente.

Sus padres vinieron a nuestros países en busca de oportunidades, de trabajo y de libertad. Ellos se criaron entre nosotros pero ahora nos rechazan y desprecian. Algunos, como los que atentaron en Londres, nos quisieran destruir. La pregunta del millón es: ¿qué podemos hacer para protegernos?