Los tiempos en la lucha contra la violencia de género

Solía decir Soledad Cazorla Prieto, la primera fiscal de Sala especializada en violencia de género, que la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas integrales contra la violencia de género era una buena ley que, no obstante, representaba un elemento extraño para el ordenamiento jurídico español.

Se enfrentaba de esta forma a las muchas críticas que esta Ley ha recibido desde su entrada en vigor, muchas de ellas formuladas desde los ámbitos judiciales y jurídicos, que no sólo se han ensañado en la calidad de esta norma, llegando en muchos casos a tacharla de discriminatoria, sino que se ha puesto en duda su eficacia basándose en el hecho de que continúan los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o ex parejas.

Y este continuo goteo de opiniones desfavorables, unido al hecho de un desconocimiento del fenómeno de violencia contra las mujeres identificado como lo que es, un delito y un daño social y no un conflicto privado en una pareja, sólo ha contribuido a un desconcierto social sobre qué es lo correcto a la hora de enfrentar un fenómeno que parece que no nos abandona, como son los asesinatos de mujeres en el ámbito íntimo de las relaciones afectivas.

Expresiones como ¿qué está pasando? o ¿por qué no somos capaces de acabar con esto? colocan a la opinión social en un terreno de desconfianza hacia las medidas penales y sociales que hay establecida. Esto hace olvidar que, en muchas ocasiones, los objetivos perseguidos por la Ley han encontrado obstáculos, a veces irracionales, en su aplicación en los tribunales, o que las medidas sociales y de reparación del daño son inexistentes.

Es por esto que quizá convenga realizar un repaso no sólo sobre la aplicación de esta Ley, sino sobre el fenómeno de la violencia de género como un daño social y las respuestas institucionales, judiciales y sociales que le estamos dando en este momento, más de una década después de la entrada en vigor de la primera Ley que enfrentó este problema como un delito específico contra la seguridad y la vida de las mujeres.

Aunque uno de los objetivos del derecho penal es disuadir de la comisión de delitos, lo cierto es que siglos después de la implantación de Códigos Penales se siguen cometiendo robos, homicidios y toda clase de delitos reconocido como tales en dichos códigos.

Sabíamos que la penalización específica de la violencia contra las mujeres en el ámbito de las relaciones afectivas, por si misma no conseguiría la eliminación de los malos tratos y de los asesinatos de mujeres. No se conseguiría si, al mismo tiempo, no se abordaban las circunstancias sociales que favorecen el ejercicio de la violencia masculina hacia las mujeres en las relaciones afectivas (el machismo, por entendernos), y la protección e incremento de la autonomía, material y psicológica de las víctimas.

Hay un cambio de cultura pendiente en el camino de la erradicación de la violencia contra las mujeres en todo el mundo, también en el primer mundo, también en España. Mientras trabajamos en ello, mientras eliminamos conceptos como el sometimiento, la sumisión, el control y los celos de las relaciones afectivas, no podemos renunciar a la penalización de lo que es un delito contra la vida de las personas, las mujeres víctimas y sus hijos e hijas. Lo contrario sólo nos llevaría a recorrer de nuevo el camino de la impunidad y ese ya lo conocemos.

Durante más de diez años, venimos librando un debate sostenido en torno a la existencia o no de denuncias falsas, a pesar de los esfuerzos institucionales de la propia Fiscalía en desmontar con los datos en la mano estas afirmaciones.

Lo cierto es que lejos de realizarse un abuso de la Ley en términos generales por parte de las mujeres, el fenómeno más frecuente es la inexistencia de denuncia incluso en los casos más graves.

Son también muchas las mujeres que intentan resolver una situación de violencia incipiente por la vía civil, a través de un divorcio, a veces concertado. Si la cuestión se complica y en el proceso de divorcio se produce una denuncia de violencia de género, una respuesta muy habitual de los tribunales es presumir un interés oscuro por parte de la denunciante.

¿Recuerdan el asesinato de Ruth y José, a manos de su padre José Bretón? La madre, denunció violencia de género como consecuencia de la desaparición de los niños y aunque José Bretón fue condenado por el asesinato de sus hijos fue absuelto de violencia de género contra su madre.

Hay elementos del procedimiento judicial que inciden en esta desconfianza en las victimas. La aplicación, a veces con auténtico entusiasmo judicial, del artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal hace, por ejemplo, que lo primero que escucha una víctima cuando llega a un juzgado es que puede acogerse al derecho a no declarar. ¿Está usted segura?, es una reiteración que a veces se formula en muchos tribunales. No sé si se imaginan.

Otro fenómeno es el de las denuncias cruzadas utilizadas en muchos casos como estrategia de defensa para equilibrar una situación judicial en la que la víctima se enfrenta a la posibilidad de salir condenada del juzgado. El último caso que he conocido se correspondía con una paliza que necesitó de asistencia hospitalaria durante tres días, frente a unos arañazos en el brazo presentados en un parte médico tras una fuga de dos días, que casi acaba en un acuerdo entre las partes. Afortunadamente no fue así, pero la sola posibilidad de que esto llegara a plantearse, más aún en un juzgado especializado en violencia de género, puede darnos una idea de la sensación de desamparo a la que se enfrenan las víctimas.

Respondía este verano a preguntas de los medios de comunicación relacionadas con la no sustitución de los jueces y juezas de violencia de género durante el verano y su posible repercusión sobre la seguridad y la vida de las mujeres que quisieran denunciar durante el mes de agosto, un mes tradicionalmente trágico para los crímenes de violencia machista.

Esto es sin duda preocupante, pero lo cierto es que no es la única manifestación de la falta de recursos especializados en esta materia en el ámbito judicial y también social. No todas las mujeres que denuncian serán atendidas en un juzgado especializado. La creación de juzgados específicos se ha detenido y la asistencia jurídica especializada es más bien escasa, lo que provoca que muchas de las denuncias sean asistidas o juzgadas con recursos que no tienen un conocimiento adecuado sobre el delito ni las características de las víctimas.

El Estatuto de la Víctima aprobado en 2015, renunció a establecer la especialización como uno de los derechos de las víctimas con necesidades especiales, como sí apuntaba la directiva europea que traspone. Ni siquiera para la atención a los menores.

Por otra parte, y a pesar de una creencia social generalizada sobre la cantidad de recursos que se dedican a las mujeres víctimas, lo cierto es que las ayudas económicas que perciben son muy escasas. La mayoría de estas ayudas abordan problemas de pobreza extrema y, en muchos casos, son claramente insuficientes para abordar los problemas de autonomía económica que impiden a muchas mujeres cortar la relación con el maltratador.

En esta falta de recursos económicos, la reparación del daño es inexistente, no sólo desde el punto de vista de la recuperación de las víctimas, sino también de la respuesta del Estado frente al daño provocado por la propia actuación institucional.

El caso de Ángela González Carreño, con resolución de CEDAW incluida, en el que el Estado se está negando a una reparación por el asesinato de su hija a manos de un padre maltratador, es un ejemplo de desamparo por parte del Estado en este sentido.

Pero este caso es sólo la punta de un iceberg. Se cometen asesinatos de mujeres que habían intentado denunciar, que se archivaron sus denuncias o que se valoraron como situaciones de riesgo bajo o inexistentes, sin que nadie crea que esto merece una revisión y reparación.

No es sólo cuestión de buscar responsabilidades penales en estos casos, pero sí de reparar el daño producido. En este caso no sólo por la atención a los derechos de las víctimas, que por sí sola sería una razón suficiente, sino por la propia calidad de un sistema que, de momento, no está siendo muy eficiente en la labor fundamental de proteger la seguridad y la vida de las mujeres.

Hemos tardado mucho en poner el foco de atención en la protección de los hijos y las hijas de las mujeres víctimas de la violencia de género.

El reciente caso de Juana Rivas, que hemos conocido gracias a la denuncia de esta madre a los medios de comunicación, nos está mostrando las complejidades judiciales que operan a la hora de proteger a los menores de un contexto de violencia de género. No es fácil y no siempre el mero riesgo a verse inmersos en una situación de conflicto sirve para proteger a los y las menores de situaciones de violencia de género, incluso cuando están acreditadas a través de sentencias firmes, en las que se describen lesiones. Y el caso de Juana no es el único.

A pesar de que la retirada de custodias y visitas era posible desde la misma aprobación de la ley integral, la inclusión de este tipo de medidas en las órdenes de protección y la sentencia era muy infrecuente, tanto como que, según datos del Poder Judicial, apenas se producía entre el 3% y el 6% de los casos.

Incluso la contabilización estadística de menores asesinados o que se quedan huérfanos como consecuencia de esta lacra ha sido claramente tardía. Esta falta de protección ha provocado situaciones horribles, como el hecho de que haya habido menores visitando a sus padres, agresores u homicidas de sus madres, en las cárceles españolas. Aún hoy mismo podemos leer en algunas sentencias que agresiones, incluso muy graves, contra mujeres, no tiene por qué afectar a la relación con los hijos o hijas comunes.

En los casos de orfandad no ha existido hasta hace muy poco un sistema de atención específico, y no son pocas las familias (una estimación de más de 500 casos desde la entrada en vigor de la ley), que se han tenido que enfrentar a auténticos laberintos judiciales para la resolución de la filiación. Esta lacra también afecta a temas fiscales, sanitarios y educativos, ante una ausencia casi total de ayudas.

Si bien el rechazo social ante los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas ha crecido en los casos más graves, seguimos viendo cómo muchos de los estereotipos siguen plenamente vigentes.

En los medios de comunicación, el tono de algunas informaciones continúa apuntando al crimen pasional y a la imprevisibilidad del delito. Se leen entrevistas a vecinos que hablan de la corrección social del agresor e informaciones que responsabilizan a las víctimas por querer poner fin a la relación. El tratamiento de los asesinatos como casos aislados que no conectan con un clima social tolerante con el abuso hacia las mujeres, o la minimización de los crímenes con titulares imposibles que apuntan a presunciones, son algunos de los ejemplos con los que aún nos enfrentamos cada día.

Hay hombres que matan a las mujeres que consideran como suyas. Esto no convierte a todos los hombres en maltratadores, pero es un fenómeno colectivo que tiene que ser abordado como tal y el machismo en las relaciones afectivas, hasta hace muy poco algo integrado en el propio reconocimiento legal del pater familias.

La violencia de género no es un hecho aislado, forma parte de una cultura en la que el abuso hacia las mujeres por parte de los hombres forma parte del sistema de relación, generando situaciones en las que quien agrede se siente en el derecho de hacerlo y quien recibe la agresión lo acepta como algo inevitable, y no sólo en las relaciones de pareja.

Erradicar el machismo en las relaciones sociales nos llevará tiempo, pero es imprescindible si queremos terminar con los crímenes de violencia de género.

Esto es apenas un precipitado análisis sobre algunas de las circunstancias que rodean la violencia contra las mujeres en las relaciones afectivas en España. Se acaba de aprobar un pacto de Estado en cuya configuración y debate se han puesto de manifiesto muchos de los déficits que aún tenemos en la persecución del delito, la protección de las víctimas y la prevención de agresiones a las mujeres dentro y fuera de la pareja.

Nos toca ir aprendiendo de los errores e ir mejorando tanto la legislación como las medidas de apoyo social. Esto es una carrera de fondo. El mejor acelerador será la convicción social de que la violencia contra las mujeres, en cualquiera de sus formas, debe ser erradicada de las relaciones sociales.

Invertir en igualdad y trabajar en la mejora de la calidad de la Justicia sigue siendo la única fórmula posible, pero seguramente necesitamos tiempo. Tiempo para terminar de ajustar los procedimientos judiciales a una auténtica protección de las víctimas y tiempo para un cambio social sin el que no terminará la lacra de la violencia contra las mujeres.

Y esto depende de lo que vaya ocurriendo en cada caso. Buscar soluciones que se ajusten a una auténtica protección y reparación del daño de las victimas desde la justicias, sí, pero también desde las relaciones y la opinión social. Sólo así lograremos el objetivos de 0 asesinatos, pero también de 0 palizas, de 0 abusos, de 0 acoso, de 0 violaciones contra las mujeres. Esa es la meta.

Marisa Soleto Ávila es la directora de la Fundación Mujeres.

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