¿Los tiempos están cambiando?

El 18 de noviembre de 1933, en el hotel William Penn, en el centro de la ciudad estadounidense de Pittsburg se celebró la 45ª convención anual de la Amateur Athletic Union (AAU), la principal asociación deportiva del país. El punto principal del encuentro era decidir si se acudía a la cita olímpica de Berlín 1936 o si, por el contrario, se realizaba un boicot a la convocatoria, tal y como pedía parte de la opinión pública. Avery Brundage era el presidente del Comité Olímpico de Estados Unidos y en esa reunión advirtió que “los pilares básicos del renacimiento olímpico moderno se verán debilitados si se permite a los países individuales restringir la participación por motivos de clase, credo o raza”. La voluntad de la mayoría de los presentes —como habían solicitado numerosas asociaciones judías— fue la de secundar el boicot, pero se decidió que antes una delegación de la AAU viajaría hasta Alemania para conocer de primera mano las circunstancias que allí se estaban produciendo.

Brundage encabezó la delegación. A su regreso, el dirigente deportivo señaló que los judíos estaban siendo tratados de “manera justa”, que “los juegos pertenecen a los atletas y no a los políticos” y que los deportistas estadounidenses no debían inmiscuirse en el “altercado judío-nazi”. De esta forma Avery Brundage consiguió que Estados Unidos participara en aquella cita olímpica que se había organizado para mayor gloria de Adolf Hitler y el partido nazi. Como agradecimiento a su buena voluntad, la compañía de Brundage logró el contrato para la construcción de la nueva embajada de Alemania en Washington. Para que no todo fueran palmaditas en la espalda sin disimulo, el aparato de seguridad nazi (la Gestapo) decidió, por órdenes de Goebbels, levantar la mano sobre algunas de sus políticas durante los días de celebración de los Juegos Olímpicos, por ejemplo, excluyendo a los visitantes extranjeros de las penas judiciales contra la homosexualidad.

Con los Juegos Olímpicos de Sochi 2014 algunas sinergias son similares, aunque el contexto —evidentemente— ha sido muy distinto. En medio de un debate en la opinión pública internacional alrededor de las leyes homófobas que ha aprobado el parlamento ruso en los últimos meses, algunas voces se han alzado para denunciar la legitimación de un régimen, a rebufo de la cita deportiva, con considerables dudas sobre su calidad democrática. Cuestiones que además desde el Kremlin se tratan con indisimulado desprecio. En noviembre de 2013, Vladimir Putin carraspeó antes de señalar en un encuentro con periodistas extranjeros: “No deberíamos crear un torrente de odio hacia nadie en la sociedad, incluyendo personas de orientación sexual no tradicional”. El Ministro de Deporte, Turismo y Juventud ruso, Vitaly Mutko puso alguna objeción estética a la aprobación de la nueva normativa por la duma, que castiga severamente la “difusión” de “prácticas sexuales no tradicionales”. Para Mutko: “Se podría haber calculado el impacto que causaría en Occidente, especialmente de cara a los Juegos de Sochi”, un paquete de leyes que, según el ministro, “el Gobierno podría haberlo dejado a la espera”. Una advertencia que parecía poner en relación los derechos civiles con los tiempos publicitarios.

Pero no solo hubo resquemores acerca de la cuestión del respeto a los derechos civiles en Rusia. La convocatoria de estos Juegos de Invierno (llamados también por algunos medios “los Juegos de la Seguridad” por las amenazas terroristas) han supuesto un gasto económico sin parangón en la historia de los grandes eventos deportivos: cerca de 50.000 millones de dólares oficialmente, que, según algunos analistas, podrían ser en realidad una cantidad mucho más elevada. Un asunto que no es menor, toda vez que las instancias del deporte internacional parecen poco sensibles a las circunstancias económicas de las “mayorías sociales” que se viven en estos tiempos de crisis económica. Un asunto que apareció precisamente como uno de los lastres de la candidatura de Madrid 2020. Los “Juegos de la austeridad” no eran un plato apetecible. Según parece, era imposible competir con el nivel de inversión que proponía Tokio. “El COI quiere riqueza y grandiosidad”, señaló un experto después de la debacle madrileña. Una dinámica que se confirma con la convocatoria del Mundial de Fútbol de Catar 2022.

Pero en ambos casos —dudosa ética democrática o gasto económico desorbitado— el asunto deportivo no goza de la inmunidad social que muchos desearían. De lo primero es una muestra significativa que el día de la inauguración de Sochi 2014, la multinacional Google añadiera a su logotipo los colores del arcoíris y una referencia a la Carta Olímpica: “La práctica del deporte es un derecho humano. Cada individuo debe tener la posibilidad de practicar deportes, sin discriminación de ningún tipo y con un espíritu olímpico, que requiere entendimiento mutuo con un espíritu de amistad, solidaridad y juego justo”, como muestra de solidaridad con el colectivo homosexual. De lo segundo, un buen ejemplo es lo que está ocurriendo en Brasil al hilo de los preparativos del Mundial de Fútbol del próximo verano: un gasto de dinero público que muchos ciudadanos juzgan excesivo; sospechas de corrupción en la gestión de las infraestructuras; precariedad laboral para llegar a tiempo de una cita con más apoyo comercial que popular; despliegue de tropas para evitar las protestas... Según una encuesta que realizó la empresa de consultoría MC15, tras la Copa Confederaciones, en las doce ciudades sedes del Mundial de Brasil, solo un 27% de los encuestados opina que es un “buen momento” para realizar el torneo, un 85% sospecha que habrá “sobrefacturación de obras y aumento de la corrupción” y un 72% cree que la preparación para el torneo traerá un “gasto inmenso en obras con poca utilidad”. Eso sí, un 73% de los brasileños encuestados cree que habrá más empleo. Otra cosa son las condiciones: hasta la fecha seis trabajadores han fallecido en accidentes laborales relacionados con la construcción de los estadios para el Mundial.

En mayo de 2013, la prestigiosa revista deportiva estadounidense Sports Illustrated publicaba en su portada una foto del jugador profesional de la NBA Jason Collins en la que éste se declaraba “abiertamente gay”. En el interior, la publicación planteaba a sus lectores por qué la elección del jugador para su portada: “La declaración de Jason Collins en estas páginas demuestra, como pocas cosas, que no somos la nación que fuimos hace diez, cinco o incluso dos años. Parece una obviedad que su decisión prenderá la llama de más cambios. Pero cuando, como en este caso, nuestro mundo deportivo analizado hasta el infinito y salvajemente popular aparezca por fin como el último indicador rezagado de un cambio cultural que ya está teniendo lugar, la pregunta que habrá que hacerse es: ¿cómo hemos llegado a esta situación?”. Lo cierto es que el deporte de alta competición no se caracterizó nunca por su voluntad inclusiva ni por su sensibilidad social. La incorporación de la mujer al olimpismo fue una acumulación de superaciones que no se dirimió definitivamente hasta la cita de Los Ángeles 1984. Podríamos estar asistiendo a un nuevo tiempo en la relación entre los grandes eventos deportivos y el respeto por los derechos civiles, donde los ciudadanos no estarían dispuestos a aceptar una política del todo vale.

La propuesta editorial de Sports Illustrated, la reacción de Google o las manifestaciones en Brasil, son una demostración de que al deporte ha llegado de alguna forma la voluntad ciudadana de transformar el estado presente de las cosas. Los organismos internacionales deportivos se pueden encontrar que su falta de sensibilidad hacia los derechos civiles y las transformaciones sociales acaben por arruinarles un día la fiesta, y por tanto el negocio. En Berlín 1936 el formidable aparato de propaganda nacionalsocialista no pudo evitar que el atleta afroamericano Jesse Owens fuera el protagonista inesperado del evento. En Sochi también se percibió una cierta respuesta ciudadana hastiada del despilfarro económico y de la falta de sensibilidad social de los palcos de autoridades. Quizá es que los tiempos están cambiando, también en el deporte.

Jacobo Rivero es periodista y autor de El ritmo de la cancha (Clave Intelectual, 2012) y Altísimo. Un viaje con Fernando Romay (Ediciones Turpial, 2013). A finales de febrero presenta Del juego al estadio. Reflexiones sobre ética y deporte (Clave Intelectural), escrito con el Investigador del Healthcares Ethics de la Universidad de Estocolmo Claudio Tamburrini.

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