Los tiempos lentos de Mahler

Quisiera empezar con un pianissimo de cuerdas sobre el que se alza, poco a poco, como la primera luz del alba, una sutil melodía de flautas traveseras; al fondo, un eco de metales sonando al modo de los cuernos alpinos. Pero para eso ya existe su Primera sinfonía que es irreproducible sobre papel, dados los estrictos límites del lenguaje y la incompetencia de mis palabras.

Quisiera seguir con unas líneas en adagio melancólico. Leí en algún párrafo de Soledad Puértolas que la melancolía es la tristeza de los inteligentes. Quizá sea eso lo que nos subyuga en los tiempos lentos de Gustav Mahler. Nunca la música sinfónica ha evocado la melancolía como en sus conmovedores lieder para contralto o sus adagios, desde la marcha fúnebre del Titán, hasta el único y emotivo tiempo que dejó acabado de su Décima. Decía Karajan que si un adagio no produce el efecto esperado en la audiencia, es que no se interpreta con la lentitud exigida. Muy pocos adagios resisten el enlentecimiento extremo con el que pueden (o deben) tocarse las frases pausadas de Mahler, muy pocos nos llegan a ese rincón recóndito de nuestro espíritu cuyas revelaciones constituyen experiencias irrepetibles. Recuerdo una dirección de la Tercera por Ros Marbá, a cuyas órdenes estaban las voces blancas de mis hijos, que se cerró con la lentitud necesaria y suficiente para arrancarle al propio director y a buena parte de la audiencia lágrimas de serena y melancólica inteligencia. Y es que, para sobrevivir, todos debemos procesar de una forma u otra el dolor del mundo. A unos les paraliza su sensibilidad enfermiza, otros defienden su cinismo egoísta, otros optan por la acción más o menos ciega, a menudo destructora. Al artista de genio, en cambio, le cabe el privilegio de convertir el inacabable dolor del mundo en obra perenne, le ha sido concedido el don de actuar sin lesionar.

En una carta, decepcionado por el poco entusiasmo que despertaba su música y algo celoso del éxito de Richard Strauss, Mahler le escribe a su esposa Alma: «Mi hora llegará». Y, entre los años 50 y 70 del siglo pasado, entre el último Bruno Walter, Bernstein y Muerte en Venecia, de Visconti, las salas de conciertos sintonizaron las obras de Mahler y, desde entonces, su música no ha cesado de crecer salvando muchos programas del páramo aséptico y apático de la atonalidad y las disonancias ensimismadas. No debe ser fácil para los musicólogos explicar los avatares de la recepción de la buena música, pero en el caso de Mahler hay algunas pistas que ayudan a comprender el porqué lo sentimos aún tan cercano. En primer lugar, su vida y su obra guardan un indudable paralelismo, a diferencia, por ejemplo, de las composiciones de Bach, que resultan impenetrables a las vicisitudes biográficas del compositor. Nuestra época, más proclive a valorar el lado humano y la inteligencia emocional, percibe en la música de Mahler sentimientos y vivencias con los que simpatiza; en sus nudos en la garganta, reconocemos los nuestros. Hay algo impúdico en esta creatividad que rebosa protagonismo existencial, hay algo de victimismo romántico, pero en los pentagramas de un músico genial, especialmente en estos años en que revisamos con lupa el Siglo de las Luces, es más motivo de admiración que de reproche. En segundo lugar, sus muchas páginas inspiradas en y por la Naturaleza concuerdan con nuestra creciente predilección por lo natural y con la terrible nostalgia de tantos paisajes paradisiacos perdidos para siempre. Hace años, en Steinbach, el visitante podía solicitar en una fonda la llave de la pequeña cabaña junto al lago Attersee donde vieron la luz la Segunda y la Tercera sinfonías. Allí, al viajero mitómano se le ofrece un paraje idílico del que aún parecen brotar las ideas musicales del genio que lo recorrió. Finalmente, Mahler concibe sus sinfonías como mundos, como síntesis musicales que dan sentido a la realidad, como reflejo de una existencia en la que obstáculos y discrepancias no suponen un impedimento al reposo de nuestras mentes posmodernas castigadas por tanta incertidumbre. Como en aquellos antiguos baúles mundos, todo cabe en sus partituras: cencerros, redobles de tambor, marchas militares, danzas folclóricas, canciones infantiles, la muerte de seres queridos, enamoramientos, angustia, exaltación mística… Crecido y creciéndose a la sombra del mundo de la Novena de Beethoven, Mahler crea su propio universo sonoro original, habitable, bello y esperanzado.

Quisiera acabar con un scherzo al estilo del desmadre percutido de la Sexta o de los temas banales, casi vulgares, que salpican tantos pasajes serios del músico vienés. Hoy hace 100 años, Mahler murió prematuramente de endocarditis bacteriana, una infección de las válvulas cardiacas de la que, 30 años más tarde, se hubiera podido curar con unas dosis de penicilina. De ser así, quizá el antibiótico nos hubiera privado del desgarrado adagio de su Décima sinfonía, una de las más bellas páginas musicales jamás escritas. Y, a fin de cuentas, si Dios existe, tal como él creía, ¿qué más da la edad de la muerte?

Por Antonio Sitges-Serra, catedrático de Cirugía, UAB.

1 comentario


  1. cierto, yo no creo en el destino pero estos sucesos extraños aveces me dejan pensando el porque de las cosas.
    Escucho su décima sinfonía y me da la respuesta ”LOS GENIOS ANTE CUALQUIER TEMPESTAD SACAN LO MEJOR DE SI Y NUNCA SE DERROTAN” triunfan en la eternidad que alcanzan.
    No solo lo digo por esta sinfonía sino en general, ya que su musica no era apreciada en aquel entonces, pero a el no le importo y muy en el fondo sabia que algun dia lo seria, “mi tiempo llegará”, decia.
    ¿Que seria de nosotros sin sus diez sinfonias?

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