Los tóxicos de la corrupción

La apatía intelectual a la hora de penetrar en el nuevo siglo impide a la vez discernir entre las viejas y las nuevas caras de la corrupción. Algo habrá que hacer porque la pregunta ahora mismo no es exactamente si hay algo que los mercados no puedan comprar. Lo que nos preguntamos hoy es si existe alguna cosa que la corrupción no pueda intoxicar. Desde luego, en la vida pública de España hay muchas cosas —muchos ciudadanos, políticos, jueces, diputados o periodistas— que la corrupción no podrá avasallar por mucho que digamos que todo tiene un precio.

La cuestión es cómo y dónde practicar los cortafuegos de la ley y del regeneracionismo político para que la corrupción no destruya más transparencia, inhiba las virtudes públicas y fomente antipolítica. Frente al maximalismo justiciero, una respuesta es el reformismo, la regeneración. La corrupción puede ser siempre la misma, pero hoy sobrepasa a menudo los medios con que cuenta el imperio de la ley. Es como aquellos contrabandistas gallegos que disponían —si es que todavía no disponen— de lanchas mucho más rápidas que las de la Guardia Civil. Un mundo financiero tan enrevesado, con sus algoritmos imparables y sus ladrones de guante blanco que transitan a la velocidad de la luz, dejaría anonadado al cirujano de hierro de Joaquín Costa. Los requerimientos morales del bien común y la codicia, tanto de núcleos de la economía especulativa como de políticos sin escrúpulos, han llegado a un contraste tan sobrecogedor que la tentación sería el derrotismo, un fracaso de la política y también de la inteligencia colectiva.

La corrupción se concreta hoy en un clic, en la instantaneidad de las finanzas globales. Alí Babá tendría hoy su tesoro en un off shore. Corromper hoy y facturar mañana. La política como puesta al día del infalible timo del tocomocho.

En su día nos tuvo entretenidos la corrupción en Italia. Ahora la tenemos en casa y no sabemos con qué dimensiones y hasta qué límites. Lo que marque la ley, indudablemente, pero por el instante estamos en la sombría plenitud de una fase de grandes sospechas y pocas imputaciones. Dar por sentado, suponer que siempre es y será así, considerar que todos los políticos son iguales es un daño colateral de la corrupción. En estos casos, la ejemplaridad no es tan solo un fin, también es un método. De las instituciones se requiere la transparencia que acaba por darles auctoritas. En otras circunstancias, Albert Camus hablaba de introducir el lenguaje de la moral en el ejercicio de la política. No es momento para elegías del desencanto, tan semejantes a la práctica de esconder la cabeza en la arena.

A fuerza de restarle credibilidad, ¿puede la corrupción acabar con el sistema democrático? Es la pregunta que se hacen no pocos ciudadanos. La respuesta más franca comienza a ser dubitativa, pero lo más probable es que, de efectuarse las rectificaciones ineludibles y reforzarse los controles con urgencia, la democracia en España logre incluso fortalecerse porque, ante un bochorno público como el que estamos viviendo, o pides que la tierra te trague, o echas mano del bisturí. Es un momento grave porque esas cosas acostumbran a fomentar los populismos que se hacen ventrílocuos de la voz del pueblo sin aportar ninguna solución. En paralelo, la hiperpolitización de la respuesta pública —y concretamente, judicial— a la corrupción conseguiría alterar con riesgo la añeja división entre los tres poderes que nutren la vitalidad democrática.

Cuantitativamente, la dimensión de la burbuja inmobiliaria —causa y efecto, a veces, de corrupción— es la que ha lastrado la economía y la que ha llevado a las actuales tasas de paro. Socialmente, el colchón de la economía sumergida explica por ahora la escasa conflictividad popular, aunque quedan largos meses por delante si es que los indicios de lentísima recuperación acaban por consolidarse. Es natural que la ciudadanía sume la metástasis de la corrupción a los desplomes económicos, pero tendría más lógica diferenciar entre ambos procesos. Ciertamente, puede haber más corrupción cuanto más corra el dinero y más si es dinero fácil. Pero, por ahora, el mal de la corrupción es político, institucional, sobre todo con relación a la gestión interna de los partidos políticos y a entornos descaradamente golfos, conspirativos y chulescos.

Descalificar a toda la clase política es desproporcionado e injusto. Ahora bien, quizá sea el momento de abandonar la cantinela retórica de la democracia interna y asumir deberes fundacionales de transparencia. Frente al partido jerarquizado, sería positivo evolucionar hacia el partido como red. El bisturí pudiera aplicarse, por ejemplo, a los costes de las campañas electorales, tan obsoletas en la era ciberespacial. Así, de forma siempre imperfecta pero hasta hoy no superada, los mecanismos de la sociedad abierta permiten airear los establos y abrir ventanales. Y en las aulas y en la aspiración a una sociedad meritocrática es donde muchas cosas acabarían por refundarse como bien común.

Valentí Puig es escritor.

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