Los trajes de Contador, el clembuterol de Camps

¿Por qué tratamos a nuestros pocos grandes campeones mucho peor que a nuestros políticos a granel? La presunción de inocencia rige para Camps o Chaves, pero no para Alberto Contador o Marta Domínguez. La corrupción es a la política lo que el doping al deporte -un suplemento artificial ilícito que distorsiona la competición y atenta contra la salud pública-, sin embargo, mientras el más leve indicio basta para apartar provisionalmente a un ciclista de la competición o a una atleta de su cargo federativo, los políticos siguen en sus puestos por graves y fundadas que sean las acusaciones que pesen sobre ellos.

A partir de ahí la dilación del procedimiento beneficia al político culpable y machaca al deportista inocente. Pero esto es lo de menos cuando topamos con que mientras en los procesos penales es el fiscal o el acusador particular quien debe probar que el alto cargo en cuestión cometió el delito del que se le acusa, resulta que en el derecho disciplinario deportivo se exige al encausado que demuestre su inocencia, requiriéndole incluso -como argumenta el escrito de Contador- la probatio diabolica de que presente una carne ya consumida.

Hemos escuchado una y mil veces a la cúpula del PP alegar en defensa del presidente valenciano que nadie se corrompe por tres trajes y, sin embargo, la instructora del expediente sancionador de la Federación Española de Ciclismo ha ignorado que nadie se dopa con 50 picogramos de clembuterol, pese a constatar ella misma en su proyecto de resolución que esa «única ingesta» no afectó para nada al rendimiento del ciclista ni alteró por consiguiente el curso de la competición.

Estoy en contra de la falta de precisión del actual tipo penal del cohecho impropio por la misma razón por la que apoyo a cuantos, con el presidente del Comité Olímpico Español, Alejandro Blanco, a la cabeza, piden que se fije un umbral cuantitativo para que la presencia de una sustancia prohibida en la sangre o la orina del deportista se considere doping. Igual que no es lo mismo recibir un regalo de cien euros que un regalo de cien mil euros, tampoco puede serlo tener dos nanogramos de clembuterol en cada mililitro de orina -esa es la capacidad de detección que se requiere para la homologación de un laboratorio antidopaje- que tener 40 veces menos, como el ultrasofisticado sistema analítico de Colonia ha establecido en el caso de Contador.

No estoy pidiendo pues que se condene a Camps, sino que se absuelva a Contador. Para mí los trajes a cambio de nada siguen siendo nada -aunque tampoco son lo mismo tres que 12-; y si los 50 picogramos de clembuterol no suponen ventaja deportiva alguna, de ninguna manera pueden dar pie a una sanción. Otra cosa sería si, en uno y otro episodio, lo en sí mismo irrelevante terminara resultando sintomático de negocios más graves. Es decir, si por el hilo de los trajes desembocáramos en el ovillo de un sistema de tráfico de influencias a favor de El Bigotes o de financiación ilegal del PP valenciano; y si ese positivo por mínimo que fuera contribuyera a acreditar que Contador se hizo una autotransfusión de sangre el día de descanso del Tour. Entonces Camps se merecería la inhabilitación y tal vez la cárcel y Contador la suspensión al menos por dos años.

Pero si convenimos en que deben concurrir otros elementos que estas briznas de cohecho impropio o ingesta de sustancia prohibida para que podamos hablar de corrupción o de dopaje, este es el momento argumental de examinar qué otras circunstancias coadyuvantes nos ayudan a formar criterio en uno y otro asunto. Y ahora es cuando la desproporción resulta obscena. ¿Se imaginan lo que se estaría diciendo de Contador si en su expediente obrara una conversación llamando «amiguito del alma» al doctor Eufemiano Fuentes o a cualquier otro médico notoriamente implicado en prácticas de dopaje y si además ese médico hubiera obtenido contratos y recibido copiosos ingresos del equipo o los patrocinadores de Contador?

Ni siquiera esa intimidad con El Bigotes, las indicaciones de los colaboradores de Camps a diversos concesionarios públicos para que contrataran con él o las múltiples adjudicaciones de la Generalitat a la trama Gürtel destruyen la presunción de inocencia de Camps y su derecho a un proceso penal con todas las garantías. Sí que configuran, sin embargo, al menos un cuadro de responsabilidad política que debería llevar al PP a sustituirle como cabeza de cartel de cara a las próximas elecciones.

Coincido con Rajoy en que Camps no es un corrupto, mientras alguien no demuestre lo contrario, pero me parece inadmisible su corolario de que es de justicia mantenerle al frente de la lista autonómica porque «no voy a liquidar la carrera política de nadie porque le acusen de no pagar tres trajes». Al margen de que, según el fiscal, se trata ya de todo un guardarropa, permitir que una trama corrupta se infiltre en la comunidad autónoma que gobiernas, gracias a la relación personal que ha establecido contigo su obsequioso cabecilla, implica como mínimo una grave imprudencia y un mayúsculo error de apreciación que no pueden dejar de tener consecuencias. Y elegir a un candidato más idóneo no tendría por qué suponer «liquidar la carrera política» de Camps, pues en el caso de que fuera absuelto y el PP ganara las generales Rajoy podría nombrarle ministro o embajador en el Vaticano, cargo, por cierto, para el que estaría perfectamente equipado en todos los sentidos de la palabra. Fíjense en las idas y venidas de Peter Mandelson del poder, en función del flujo y reflujo de sospechas similares a las que pesan sobre Camps. En política siempre puede haber vida después de la muerte y máxime cuando se tienen menos de 50 años.

Lo que más llama la atención es que haya quien pueda permanecer impávido ante el oprobioso contraste entre esta enésima prueba de la indulgencia plenaria con que los políticos lavan todos sus pecados y el intransigente fundamentalismo con que se convierte en mancha indeleble la transgresión formal de normas equívocas, obsoletas o absurdas por parte de uno de los más esforzados y meritorios de nuestros deportistas. Pocos motivos de escándalo me han parecido nunca tan flagrantes, en este contexto, como la tipificación de la conducta de Contador al no impedir que los 50 picogramos de clembuterol entraran en su orina -suena a coña pero es así- como «negligencia no significativa» y la subsiguiente propuesta de la instructora de desposeerle de su último Tour de Francia y sancionarle con un año de suspensión.

O sea que, con todo lo visto y escuchado, sustituir a Camps de la alineación y dejarlo en el banquillo en una competición concreta como estas autonómicas de 2011 sería «liquidar» su «carrera» y en cambio, la presunta negligencia sin significado -¿qué otra cosa puede querer decir «no significativa»?- de Contador debe acarrearle la pérdida de uno de sus galones más preciados y la retirada de la licencia durante lo que, como mínimo, sería la décima parte de su vida útil como deportista profesional.

Lo que pasa -me dicen diversos insiders con mayor o menor conocimiento de causa- es que todos los ciclistas se dopan. Sí y todos los políticos meten la mano en la caja, podría contestarles, quedándome tan ancho.

Puesto que ni ellos ni yo vamos a llevar estas simplificaciones al lógico corolario de solicitar la prohibición del ciclismo y la abolición de la política, todos debemos sentirnos obligados a resolver cualquier conflicto o contencioso de acuerdo con las leyes de la razón y los principios generales de la Justicia. De igual manera que Camps tiene derecho a que no se abra una causa general contra él, lo único que debe ser dirimido ahora respecto a Contador es si se dopó o no el 21 de julio de 2010 y todo lo más si, subsidiariamente, incurrió o no en una negligencia merecedora de castigo.

La respuesta negativa a la primera cuestión queda recogida en la propia propuesta de resolución de la instructora pues se «descartan» tanto la autotransfusión, ya que habría dejado huella en el pasaporte biológico del corredor; como la microdosis -materialmente imposible de suministrar-, como la ingesta de un fármaco con ese nivel de clembuterol, pues sencillamente no existe ninguno en el mercado. Y respecto a lo segundo, ¿cómo puede ser que Ana Mato no tuviera que vigilar si entraba un Jaguar de procedencia extraña en su casa y Nacho Uriarte no tenga por qué dejar de ser líder de una organización que lucha contra la embriaguez al volante después de permitir que entrara una buena dosis de alcohol en su sangre -desencadenando el subsiguiente choque y estropicio de chapa y pintura- y, pasando a mayores, a Rubalcaba no se le atribuya responsabilidad in vigilando alguna en el chivatazo policial a ETA y se pretenda castigar cruelmente a Contador por no llevar un laboratorio ambulante para analizar previamente la carne consumida?

Yo no digo que Contador no se haya dopado nunca -simplemente no lo sé- pero pido su absolución en este expediente sancionador en función de las pruebas periciales, las demás diligencias y las propias conclusiones que lo conforman. Y si no hago lo mismo respecto al procedimiento penal en el que está inmersa Marta Domínguez es porque aún no conocemos el resultado de la analítica de la sustancia que entregó al también atleta Alberto García. Mientras ella afirma que se trata de un producto de medicina natural aceptado por las autoridades deportivas, la Guardia Civil sospecha que se trata de un fármaco prohibido. Pero al margen incluso de cuál sea su desenlace, algunas de las piezas que componen este sumario producen también una mezcla de vergüenza ajena e indignación comparativa.

Tomemos ahora como referencia el asunto del vicepresidente Chaves y las subvenciones a la empresa de su hija. A Marta Domínguez no se le acusa, como a Contador, de haberse dopado, sino de haber ayudado a otro a hacerlo, igual que al entonces presidente de la Junta de Andalucía tampoco se le acusa de haber aceptado nada para él, sino de haber intervenido ilegalmente -incumpliendo el deber de abstención- en beneficio de un tercero. Con la diferencia de que ese tercero era su hija -o, para ser más exactos, la empresa de la que era apoderada- y de que no hace falta realizar ningún análisis para establecer la naturaleza de los 10 millones de euros entregados.

Pues bien, ¿se imaginan los ríos de tinta que estarían corriendo, el rasgado de vestiduras, las declaraciones altisonantes que se producirían si en el expediente del caso Chaves figurara un informe de un cuerpo policial en cuyo cuarto párrafo se afirmara literalmente que «según diferentes fuentes consultadas, tiene fama en el mundillo de la política de utilizar métodos poco ortodoxos, aunque nunca ha sido sorprendido utilizándolos»? Conviértase el masculino en femenino y restitúyase «el atletismo» al lugar en el que he introducido «la política» y eso es lo que la Guardia Civil dice de la atleta palentina tras haberla seguido y escuchado durante meses con atención y medios dignos del más peligroso etarra.

Esto les parece a los investigadores suficiente como para añadir en el párrafo siguiente que, en base a esa «fama» nulamente documentada, «se intuye que Marta Domínguez podría haber sido sometida a un tratamiento de dopaje sanguíneo» previo a la consecución de una de sus medallas de oro en los Campeonatos Europeos de Atletismo. Así, con un par de tricornios. Lo equivalente sería que la Guardia Civil informara a la Justicia de que, en base a lo que se dice de Chaves, Zarrías y el PSOE andaluz, «se intuye» que tal o cual victoria electoral fue fruto de la corrupción. Con la diferencia de que en su caso hay antecedentes que brillan por su ausencia en la limpia trayectoria de Marta, pues ahí están los créditos impagados a la Caja de Ahorros de Jerez, el pucherazo a favor de Almunia en las primarias de Jaén o el trapicheo entre los hermanos Chaves con dinero público y desde cargos públicos.

Pocos raseros hay tan elocuentes de la categoría moral de una sociedad como el que se aplica a la hora de juzgar las posibles transgresiones de las normas de conducta de los distintos actores de la vida pública. Una nación sana y segura de sí misma, basada en el reconocimiento del mérito y el premio del esfuerzo siempre tenderá a mirar con mayor severidad los abusos de poder desde las instituciones que los equivalentes actos impropios de los particulares. Una nación cobarde y enferma por la envidia genera la dinámica contraria y termina siendo débil, sumisa y mansurrona ante quienes controlan el poder político o financiero e implacable, inquisitorial y justiciera ante quienes osan asomar la cabeza por delante del pelotón de la mediocridad. El colmo de ese paroxismo llega cuando miramos para otro lado ante los desmanes de aquellos cargos electos que supuestamente deberían rendirnos cuentas del más nimio de sus actos y arrojamos sádicamente a la hoguera a admirables deportistas a quienes debemos tantos momentos de esa verdadera felicidad que siempre se escribe con minúscula. Tolerancia cero contra el doping, sí; pero mucho más abominable que el doping es la injusticia.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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