Los tres mitos de Brasil

Algunos se asombran de la envergadura global que ha alcanzado Brasil en años recientes, bajo la presidencia del antiguo sindicalista Lula da Silva, reconvertido en estadista e icono global. Ahora que finaliza su mandato, es un buen momento para analizar las razones de este éxito. Ciertamente, la herencia que recibirá la candidata ganadora de las elecciones, Dilma Rousseff, resulta espectacular. La octava economía del mundo y la segunda de América, con casi doscientos millones de habitantes, un territorio de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, un 7,6 por ciento de crecimiento y un 6,2 por ciento de paro en 2010. ¿De dónde procede este milagro? Los deterministas acostumbrados a negar el papel de las personas en la historia, o la calidad del liderazgo como explicación del éxito o el fracaso de un país, negarán el enorme mérito que corresponde al propio Lula, pero sin su nacionalismo pragmático e inteligente la situación hoy sería otra. Lejos de luchar contra la globalización, se ha servido de ella y se ha comportado como un presidente poseedor de una visión a largo plazo de los intereses de Brasil, capaz de aglutinar voluntades distantes y energías opuestas. En vez de caer en la tentación populista de ser solo hombre de partido, líder de la izquierda, agitador sindical o defensor de intereses regionales, Lula conectó con la continuidad histórica de la nación brasileña, supo ver el destino manifiesto que aguardaba en el presente y no en el futuro, ese lugar de «nunca jamás» en el que los brasileños parecían condenados a residir, según contaba un célebre chiste que referían de continuo y no servirá más: «Brasil es el país del futuro y por siempre lo será». Tras los magníficos mandatos de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), solo había que continuar la aplicación de políticas basadas en el principio de realidad y de alejamiento del delirio totalitario y empobrecedor de alguno de sus vecinos. Es importante resaltar el elemento cultural que subyace en el potente nacionalismo vertebrador de Brasil representado por Lula, favorecedor también de una buena relación con España. La mitología nacional brasileña se ha articulado históricamente sobre tres elementos. En primer lugar, la existencia de un designio geográfico, un pretendido «cuerpo de la patria», visible en la naturaleza bajo la forma de la «isla-Brasil», rodeada por el océano Atlántico al este y por un verdadero cinturón de ríos, desde el Paraná en el sur al Amazonas en el norte. Fue el trujillano Francisco de Orellana, cuyo nacimiento hace cinco siglos se conmemorará en Extremadura en 2011, quien abrió semejante posibilidad mítica e imaginaria para Brasil, con su increíble viaje de descenso en 1542 del entonces llamado río Marañón, iniciado en Quito y concluido en las costas de Venezuela. Apenas cuatro años después Orellana moriría en el mismo Amazonas de fiebre, incapaz de ver cumplido su sueño de colonización del trópico profundo, y mucho menos de intuir el futuro que le aguardaba. Por lo pronto, en el imperio global de los Felipes, cuando Brasil fue español, entre 1580 y 1640, las tropas de esclavistas ansiosas de llegar como fuera a la montaña de plata de Potosí recorrieron selvas y sabanas y conformaron un modo de ocupación aterrador por su eficacia, ajeno a la tradición urbana, legalista y burocrática castellana. Bandeirantes y pioneros constituyeron con sus tropelías el segundo mito del Brasil moderno, según el cual la geografía del interior continental se había hecho parte de la nación mediante una estrategia popular, surgida al margen de noblezas y aristocracias europeas, al margen también de los poderes fiscalizadores de monarcas y jueces. Habría sido la expresión pura en el largo plazo de este impulso emprendedor, errabundo, imparable y mestizo, lo que convirtió la humilde aldea de San Pablo, fundada por los jesuitas en 1554, en la potente capital económica del país, hoy octava megalópoli del mundo, con 19 millones de habitantes. Es difícil no contemplar luego en el Brasil imperial del siglo XIX, independizado de Portugal mediante un acuerdo dinástico del padre João VI con su hijo Pedro I, organizado para alejar a demagogos y aventureros de la política, un interesante contrapunto monárquico a las emancipaciones republicanas hispanoamericanas. Durante mucho tiempo el Brasil imperial fue la prueba de que también en América se podían hacer bien las cosas, pues existían instituciones, derecho de propiedad, «orden y progreso», como indica el lema del escudo nacional, de inspiración positivista. No tanto en lo referente al mantenimiento de la esclavitud, abolida solo en 1888, cuya existencia, según señaló el eminente sociólogo Gilberto Freyre en su libro «Casa grande y senzala», editado en 1933, marcó para siempre su formación social. Extraordinario narrador, cosmopolita y políglota, admirador de Unamuno y Ortega y Gasset, Freyre esbozó un cuadro explicativo del carácter brasileño que partió de una evaluación del tiempo colonial portugués y del papel fundacional para Brasil que tuvo la «casa grande» del patriarca de haciendas y plantaciones, dueño y señor de esclavos (y sobre todo de esclavas).

No es difícil contemplar en la magna obra de Freyre, natural del nordeste «remoto y arcaico», con capital en Bahía, la decisión de inventar un estereotipo, la mulata brasileña, como resultado de un mestizaje inevitable pero ejemplar, a través del encuentro entre forzoso y deseado de los cuerpos de Europa, América y África. En abierto contraste con el racismo y la exclusión sufridos por los afrodescendientes en la América de colonización británica y en especial en Estados Unidos, donde el Ku-Klux-Klan campaba por sus anchas en los años de formación que pasó allí. Es significativo que, puestos a desentrañar el imaginario del Brasil actual, lanzado a conquistar junto con China e India posiciones de primera potencia en el mundo multipolar y posimperial que se prepara, los otros dos mitos fundacionales hayan quedado desacreditados y obligados a recomponerse. Ni la conquista del interior continental por la acción civilizadora de los bandeirantes y sus tropas de cazadores de esclavos ni la naturaleza virgen y tan inagotable como el caudal del Amazonas surcado por Orellana se sostienen ya. La reflexión de Freyre que postula un Brasil mestizo ofrece en este contexto inmenso interés y el reciente desarrollo brasileño le confiere actualidad, pues muestra hasta qué punto, con los matices del caso, incluso por encima de experiencias históricas traumáticas como la del «estado novo» de Getulio Vargas, un régimen dictatorial, populista y corporativo que duró entre 1937 y 1945, o la pléyade de regímenes militares de 1964 a 1985, Brasil permanece porque se sostiene el edificio de la nación. Sobre esta base de patriotismo generador de consensos se han resuelto retos tan considerables como la transición desde la dictadura militar a la democracia, fallecimientos y deposiciones de presidentes, o las crisis de hiperinflación de los años ochenta. Vendedor callejero, limpiabotas, aprendiz en una tintorería, mensajero y tornero antes que presidente, Luis Inázio Lula da Silva pasará a la historia por haber sido un patriota a la vieja usanza, por comportarse ante todo como un gran brasileño.

Manuel Lucena Giraldo, investigador del CSIC.

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